domingo, 11 de enero de 2015

NOSTALGIA DEL JABÓN

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ELIAS PINO ITURRIETA

En los tiempos modernos y debido al pellejo de Luis XIV, el jabón se consideró como asunto de Estado. El Rey Sol se acostumbró a las pastillas de aseo que le suministraban dos proveedores de su confianza, hasta cuando empezó a notar asperezas en la piel. Lo iban a retratar y el pintor prefirió aplazar el trabajo porque observó ciertas ronchas en el modelo, a quien aconsejó una revisión médica que después permitiera la elaboración de un óleo fiel de un  famoso personaje que no debía aparecer maltrecho ante los espectadores de la corte. Las ronchas eran culpa del jabón, diagnosticaron los facultativos, para que el soberano entrara en cólera y ordenara la ejecución de los fabricantes. Desde entonces se estableció una vigilancia estricta del producto, mediante visitas a la real fábrica y a los negocios de expendio. Cuando ascendió al trono de España, su nieto Felipe V recordó el episodio y recomendó a sus ministros una atención que evitara la repetición de un hecho tan desagradable.
Ya los faraones se habían preocupado por la difícil materia, mediante la creación de un equipo de fiscales que garantizara la circulación de un producto sin posibilidad de reproche. Consta en numerosos jeroglíficos el empeño puesto entonces por la búsqueda de un material que, en la medida de lo posible, imitara la calidad lograda por los sumerios en materia de aseo personal, pero también en ingredientes dedicados a la limpieza de la vestimenta. Los fiscales llegaron entonces a recomendar la manera de hacer jabón iniciada por los sirios, que trabajaban el aceite de oliva y el laurel para lograr resultados de notable refinación.
El cuidado en la fabricación de jabón se establece en España hacia finales del siglo X, concretamente en Andalucía durante la dominación de los árabes. Bajo el control del califato de Córdoba se crearon unas fábricas llamadas almonas, que no solo atendieron las necesidades de aseo de los súbditos musulmanes, sino también de los infieles del contorno, a quienes les costó no poco trabajo, por cierto, acostumbrarse al rito del aseo personal que no formaba parte de sus hábitos. Preferían la cochambre de la antigüedad y miraban con malos ojos a unos moros que no espantaban con su olor a los cristianos. Sea como fuere, las almonas tuvieron gran éxito. Perfeccionaron la manufactura con el agregado de finas esencias del lugar, y llegaron a importar el producto hacia Inglaterra. Se comenzó entonces a popularizar un género denominado Jabón de Castilla. Se dice que, aficionado al olor de las esencias producidas en España, Enrique VIII de Inglaterra se enamoró perdidamente de Ana Bolena por la fragancia de su cuerpo bañado con pastillas castellanas. Después prefirió la señora el Jabón de Marsella, veleidad que quizá cambiara el rumbo de su vida hasta entonces beneficiada por el favor de un monarca capaz de mudar los gustos con brusquedad.
En 1575 los españoles fundaron una almona en México, para que el jabón comenzara a reinar entre nosotros. Lo enriquecieron con un ingrediente denominado tlaquestique, que lo hizo  popular y permitió su exportación. Según antiguos cronistas por ese camino llegó a Venezuela para su trabajo en sentido industrial, si se puede utilizar el término. Fue fácil de elaborar, debido a que existía aquí un ingrediente parecido al mexicano y también porque los antiguos pobladores eran una especie de fanáticos del aseo individual. Pero los nuevos pobladores, familiarizados con la mugre personal, no desarrollaron aprehensiones ante lo que consideraban una costumbre incómoda que les quitaba  tiempo. La incorporaron a sus rutinas, hasta el punto de que se produjera una especie de milagro cuando la fetidez de los cuerpos dejó de sentirse en las aglomeraciones de los oficios religiosos. No faltó quien considerase que se estaba ante un portento de san Sebastián, quien ahora  no solo libraba a los españoles de los flechazos de los indígenas, sino también de las ofensas de la humana podredumbre.
De cómo el jabón desapareció de nuestras vidas nos ocuparemos en otra oportunidad, cuando el mal olor  obligue a estudios más profundos. Pero también cuando falte otro tema atractivo para llenar la cuartilla, como le ha sucedido hoy al escribidor por fallas de inspiración.

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