Editorial El País
Lo sucedido ayer en París y en la localidad francesa de Dammartin-en-Goële debe servir a la sociedad de recordatorio de que la pesadilla yihadista va mucho más allá de un atentado puntual, la consternación que causa en las siguientes horas y la posterior vuelta a la vida habitual. Y muestra que la amenaza del yihadismo es constante y contra todos, tanto para aquellos que están públicamente señalados, como los caricaturistas de la revista satírica CharlieHebdo,como para cualquier ciudadano que está en su puesto de trabajo o realiza sus compras en su supermercado.
El asalto, además de impedir que los terroristas hayan podido aumentar el número de víctimas, es un aviso a estas organizaciones de que aunque por su naturaleza las democracias estén más expuestas a ataques contra la población civil, sus fuerzas de seguridad están preparadas para repeler la agresión y neutralizar a los terroristas.Las autoridades francesas se vieron ayer en una situación límite para cualquier Gobierno al tener dos secuestros yihadistas simultáneos, sabiendo además que, en un caso —una imprenta al norte de París—, sus protagonistas eran los autores de los 12 asesinatos perpetrados en CharlieHebdo, y en el otro —un supermercado judío en el centro de la ciudad—, uno de los secuestradores era previsiblemente el responsable de la muerte de una agente de policía. Con el mundo entero siguiendo en directo ambas situaciones, convertidas de esta manera en un escaparate inmejorable para los yihadistas, Francia tomó la legítima iniciativa de acabar por la fuerza con ambos secuestros. Una decisión sin duda complicada a la vista de que en Dammartin-en-Goële los secuestradores habían declarado su intención de morir y en París retenían a numerosas personas entre las que se encontraba un bebé de pocos meses. No cabe sino felicitar a las fuerzas de seguridad francesas por el éxito que supone haber logrado la liberación de rehenes. Las víctimas mortales deben ser apuntadas en el macabro debe de los yihadistas.
De lo sucedido en Francia durante estos días hay un aspecto inquietante que conviene no perder de vista. Es la constatación de que, en una derivada perversa de la sinrazón terrorista, Occidente se ha convertido en el terreno donde Al Qaeda y el Estado Islámico (EI) disputan su supremacía por abanderar el yihadismo. No se trata de otra cosa que de una guerra entre bandas mafiosas que tratan de ganar adeptos y robar militantes al rival mediante la comisión de actos lo más atroces posibles. Aunque existan diferencias entre ambas organizaciones en cuanto a medios y objetivos, no debemos perdernos en disquisiciones que puedan rebajar su peligrosidad. Ambas bandas y sus asociados son enemigos de la democracia occidental y pretenden golpear con toda la crudeza posible siempre que puedan, ya sea decapitando a un hombre atado en el desierto sirio o disparando a un dibujante de ochenta años en un semanario de París. Lo importante para los países amenazados, entre los que se encuentra España, según reiteran constantemente tanto Al Qaeda como el Estado Islámico, es que esta lucha por el primado del terror redobla el nivel de riesgo de sufrir acciones criminales.
Francia ha llamado a sus ciudadanos a manifestarse mañana contra la barbarie, acto al que se han adherido políticos extranjeros, entre ellos Angela Merkel, Mariano Rajoy, David Cameron y Matteo Renzi. Después de tres días de sufrir la barbarie, será una demostración de civilización propiamente dicha. Un mensaje claro a los grupos yihadistas —no importa bajo qué siglas o banderas se enmascaren— de la voluntad de los franceses de no renunciar a los valores de la democracia y no ceder ante el chantaje del miedo. Y en los ciudadanos de Francia estarán representados todos los demócratas del mundo.
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