HECTOR SCHAMIS
Era agosto de 1989, al final del régimen militar. Chile
jugaba con Brasil por las eliminatorias, en el Estadio Nacional, nada
menos. Allí estaba yo invitado por Andrés Velasco, mi amigo y compañero
de clase, y su padre, Eugenio Velasco, exministro de justicia. A estadio
repleto y con el clima caldeado, a pocos metros se hallaba una nutrida
barra brasileña, ruidosa y desafiante de la multitud adversaria. Un
enceguecido fanático chileno no paraba de insultarlos. Desaforado, los
descalificaba con epítetos de contenido racial y alusiones zoológicas
diversas.
Hasta allí el racismo habitual del fútbol que, si bien deplorable,
era previsible. La sorpresa fue cuando, para no dejar dudas de su
desprecio, el hincha concluyó con un “¡y además tienen 500 por ciento de
inflación!” El partido terminó en un empate a uno.
En realidad, el caballero en cuestión estaba equivocado. La inflación
de Brasil en 1989 fue superior a un 1.400 por ciento. En ese momento le
perdonamos sus imprecisas mediciones macroeconómicas en virtud de su
enorme contribución a la antropología. Minucia de choque cultural, esa
fue la primera vez que escuché usar la inflación como insulto en una
cancha de fútbol. También fue la última.
Una metáfora de la época, Chile era una singularidad en el
vecindario. Mientras los demás peleaban contra “la híper”, Chile tenía
inflación “de primer mundo”, como solían decir con satisfacción los
políticos de todos los colores. La sociedad, hasta el hincha de futbol,
lo sabía muy bien. La baja inflación era un bien público, cuando en el
resto de la región era una rara avis. Así se construyó la
narrativa de aquella transición moderada, ejemplar según algunos, y de
su economía dinámica y estable. Es que en muchos sentidos, así fueron
las cosas.
Regresé en marzo siguiente, era la primera semana del gobierno de Patricio Aylwin.
Llegué para escribir sobre esa larga reforma económica de Pinochet,
precisamente, en especial acerca de la privatización. Terminé quedándome
dos años en CIEPLAN, aquel extraordinario instituto de investigación
del cual surgieron equipos económicos enteros y ministros de hacienda de
todas las épocas, desde Foxley a Marfán y de Andrés Velasco al
recientemente designado Rodrigo Valdés.
El nepotismo gozaba de buena salud. Desde el mismo gobierno se forjaron varias fortunas para la lista de Forbes
La narrativa del excepcionalismo no era solo por la baja inflación.
También en contraste con sus vecinos, Chile era singular por no tener
corrupción. Al menos eso se decía. Las multas de tránsito se pagaban, en
lugar de coimear al policía. El sector público era eficiente, no una
usina de nepotismo. Y los políticos no se enriquecían en el poder,
regresando a su anterior austeridad una vez fuera de él.
Estudiando la privatización, sin embargo, había otras historias que
contar. Ocurre que las más grandes empresas privatizadas mostraban en
sus informes que los funcionarios que implementaron la privatización
terminaron en sus directorios como accionistas principales. Es decir,
los que vendían, compraban. Las transacciones no eran monedas, parientes
y amigos del poder se constituyeron en prósperos empresarios privados.
El nepotismo gozaba de buena salud. Desde el mismo gobierno se forjaron
varias fortunas para la lista de Forbes.
En microeconomía eso se llama búsqueda de rentas. En la política
simple y llana se trataba de la vieja corrupción. Pero la sociedad
chilena y una buena parte de sus intelectuales rechazaban esa idea, tal
vez porque no encajaba en la narrativa deseable —y necesaria— para
transitar la coyuntura. La corrupción era disonante con la utopía de
país de primer mundo. Y después de todo, teniendo a Pinochet en el
Senado y en la comandancia del ejército, investigar podría poner en
riesgo la joven y frágil democracia. Pocos recuerdan hoy el boinazo
contra Aylwin por la causa de los “pinocheques”.
Así las cosas, Chile transitó más de dos décadas con los
tropicalismos latinoamericanos ocultos bajo la alfombra. Eso hasta
ahora, cuando se descubre que la familia de la presidenta Bachelet lucró abusando de su posición de privilegio.
También que la política se financió de manera poco transparente, por
decir lo menos. El caso más elocuente es el de Ponce Lerou —yerno de
Pinochet, accionista mayoritario y presidente de la privatizada
SOQUIMICH, la histórica empresa del salitre— quien financiaba políticos
de diversos partidos, incluido el de la propia mandataria.
A partir de la renuncia del ministro del interior, involucrado en ese
escándalo, el país ha ingresado en una profunda crisis política,
forzando una restructuración casi completa del gabinete. El inesperado
fin del excepcionalismo equivale a una tardía conclusión de la
inocencia. No hay sociedades ideales ni procesos políticos inmaculados,
ni en Chile ni en ningún lado. La más popular de los políticos de la
democracia de pronto pierde credibilidad y pone a su gobierno en la
máquina de picar carne. Algo frecuente en América Latina, nunca sucedió
en Chile desde 1990.
Pero como toda crisis es una oportunidad, según dicen, esta ya
comienza a serlo. La crisis obliga a pasar de la dinámica centrífuga de
estos últimos años a una saludable tendencia centrípeta. El voluntarismo
y la retórica refundacional le darán paso a la sensatez de los cambios
que no pongan en riesgo la estabilidad. El nombramiento de Valdés como
ministro de hacienda lo confirma. No habrá revolución, ni volverá la vía
chilena al socialismo. En definitiva, habrá más de la tal vez aburrida e
insípida negociación democrática que hubo hasta ahora.
Es como si la crisis hubiera disparado una transición dentro de la
democracia: el gobierno de la Nueva Mayoría regresa a la Concertación.
Es una transición basada en el buen olfato de la clase política y en
partidos que siguen funcionando, especie extinta en el resto de América
Latina. Y esa sí que es una excepcionalidad chilena que perdura. El
pronóstico es optimista. Enhorabuena por Chile.
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