Hector E. Schamis
A mediados del siglo XIX el socialismo era un movimiento
revolucionario. Consideraba que la única manera de ampliar derechos en
la esfera social y económica era tomando el poder por la fuerza. La
gradual expansión del sufragio, sin embargo, le presentó un dilema: si
el paso de la acción directa a la representación indirecta podría
convertirse en una estrategia efectiva de cambio. La incertidumbre
provenía del hecho que para que la participación electoral tuviera
sentido, ello requeriría que la burguesía respetara la voluntad popular,
sobre todo cuando esta pudiera afectar sus privilegios.
Sin duda pero, recíprocamente, también era necesario que el
movimiento socialista observara las reglas de juego. Ello implicó
reconocer la competencia electoral, el derecho a la propiedad y las
normas que regulan el proceso legislativo, es decir, el
constitucionalismo liberal. No era que la propiedad privada fuera
intocable —piénsese en la tributación progresiva y el Estado de
Bienestar— pero para modificarla había que cumplir ciertos requisitos
constitucionales. Descartada la nacionalización masiva de los medios de
producción, el cambio social ocurrió bajo el capitalismo. Los
socialistas dejaron la trinchera revolucionaria para sentarse en el
curul del reformismo parlamentario. Surgió así la social democracia,
idea que concilió la igualdad con la libertad individual.
En América Latina la izquierda estaba lejos de ello. La debilidad del
movimiento obrero, el surgimiento del populismo a mediados del siglo XX
y más tarde la revolución cubana forjaron otra manera de entender la
política. Allí el Parlamento era secundario. La escena fue, primero, la
calle y, luego, la trinchera del foco vanguardista, sea rural o urbano.
Desde los Tupamaros uruguayos hasta las Fuerzas Armadas de Liberación
Nacional venezolanas, por citar dos ejemplos entre muchos, la narrativa
de Sierra Maestra legitimó el uso de la violencia como manera normal de
hacer política. El poder surgiría de la boca de un fusil, no de la boca
de urna.
Pasadas las dictaduras de los setenta y las masivas violaciones a los
derechos humanos, y llegando al final de la Guerra Fría, aquellas
organizaciones revalorizaron la democracia. La violencia no sirvió para
tomar el poder, ni mucho menos. Tampoco para redistribuir riqueza, en
realidad lo contrario. Era mejor preservar la vida y proteger derechos,
la democracia. El requisito también fue observar las reglas de juego. Si
reclamaban el respeto a los derechos humanos, habiendo sido víctimas de
abusos, debían aceptar todo el conjunto de la normatividad
constitucional. La propiedad privada estaba incluida, en tanto la
democracia venía con el capitalismo y no era posible elegir un solo
término de la fórmula.
Los dos ejemplos citados no son aleatorios. Tanto los Tupamaros como
las FALN encarnan historias exitosas de exguerrilleros incorporándose a
la vida política democrática y abrazando una idea socialdemócrata para
sus respectivos países. Curiosamente, dos de sus líderes históricos,
José Mujica y Teodoro Petkoff, han compartido las portadas de los
periódicos esta semana, debatiendo sin hablarse. El problema es que ese
“debate” ilustra acabadamente el desacuerdo actual en la izquierda
latinoamericana. El mismo tiene nombre propio: Venezuela.
En una desafortunada entrevista en este mismo periódico
—desafortunada para sí mismo, valga la aclaración— Mujica dijo que en
la oposición venezolana tienen interés en ir presos. Según él, es una
táctica de provocación al gobierno a “pasarse de la raya”, y el
gobierno, a su vez, son unos “bobos que entran”. Sus comentarios, fuera
de lugar y superficiales, fueron ofensivos, para los detenidos políticos
y sus familias, desde luego, pero también para cualquier venezolano que
día tras día sufre la disolución del tejido y las instituciones
sociales. Ahora resulta que los opositores van presos por propia
voluntad, nada menos.
Casi simultáneamente, mientras Mujica hablaba, Petkoff desnudaba
tamaña banalidad sin necesidad de decir mucho. Alcanzó con su imagen,
sentado en su oficina mirando el webcast del premio Ortega y Gasset de
periodismo que le fue otorgado en Madrid, y que no pudo recibir en
persona. Es que “los bobos” de Mujica le prohíben viajar fuera del país.
“El país como cárcel”, fue la metáfora que usó para describirse,
mientras Felipe González recibía el galardón en su nombre y lo retrataba
como “la conciencia crítica de una izquierda que cree en la libertad”.
Al menos Felipe le recordó a Mujica la razón de ser de una izquierda
democrática. No es poco, pero es improbable que haya sido escuchado.
Pobre Venezuela. Además de su propia tragedia, invocarla siempre
expone la miseria de la izquierda actual, su amnesia, su confusión
intelectual y su extravío normativo. Como en los ochenta, durante las
transiciones, Felipe González vuelve a recordarnos en la región el
significado de ser socialdemócrata. Como si el tiempo no hubiera pasado,
Teodoro Petkoff es un hito y el premio Ortega y Gasset, un símbolo.
Pero que Mujica —uno de los más lúcidos que han gobernado en los
últimos años— no haya entendido el mensaje, es testimonio elocuente del
vaciamiento ético e intelectual de esta “izquierda”; y enfatizo las
comillas. La tarea post chavista será gigantesca, nada menos que la
reconstrucción del progresismo latinoamericano. Apenas hemos comenzado.
Twitter @hectorschamis
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