DOMENICO CHIAPPE
Cada ocho días, Teodoro Petkoff atravesaba la
quejumbrosa Caracas para llegar a las dependencias judiciales del Centro
Simón Bolívar, cerca del centro histórico de la ciudad, para poner su
dedo en una máquina que certificaba que era él y que estaba en
Venezuela. Es una de las medidas que le impuso el régimen, una similar a
la de cualquier delincuente común, con quienes se encontraba en la
fila, por dirigir un diario, TalCual, que ha hecho oposición al
gobierno chavista desde que se fundó hace 15 años. Pero Petkoff ha
dejado de asistir a las últimas citaciones desde hace cuatro meses. Ha
apelado ante el tribunal para que el gobierno desista de esta forma de
coacción. Si fracasa esta apelación se declarará en rebeldía.
No está encerrado, aún, en ninguna de las cárceles caraqueñas que
funcionan para los presos políticos (desde manifestantes pacíficos hasta
alcaldes), en los predios de los aparatos de inteligencia militar o
policial, que se conocen como “tumbas”, sin luz solar, con dos metros
cuadrados, con humedad y temperaturas inhumanas. Pero no es libre. Con
más de ochenta años, vive una forma de reclusión, que es, más que nada,
el intento del régimen –un poder que no conoce separación de poderes
públicos– para humillarle, para obligarle a silenciar. Pero Petkoff no
agacha la cabeza: hubiera podido pedir un permiso especial –un favor– al
régimen para viajar a recibir el Premios Ortega y Gasset de Periodismo
por su trayectoria profesional. Se negó a hacerlo, porque, en realidad,
la medida judicial contra él, y el acoso al que se le somete junto al
diario que fundó, es un pulso contra la libertad de expresión en
Venezuela, y más que un puñetazo directo, es una amenaza hacia los que
permanecen en la tribuna periodística. Una tribuna que ha mermado en su
pluralidad, investigación y juicio crítico, en un país donde los medios
han ido cayendo en manos del gobierno como fichas de dominó en una
tambaleante hilera.
Esa resistencia en cada uno de sus actos le retrata. Ya estuvo preso
antes, y escapó. Por túneles, cavados con cucharas, o por ventanas,
descolgándose por una cuerda de sábanas trenzadas. En un largo viaje que
hicimos en su coche, un Toyota Corolla gris que aceleraba hasta llegar
al siguiente peaje, donde tenía la extraña costumbre de recoger el
tícket y meterlo en la boca para triturarlo, me contó cómo le capturaron
la última vez, cuando era uno de los líderes políticos de la guerrilla
venezolana. En esa época, yo trabajaba como jefe de la sección económica
de TalCual. Fui parte del equipo fundador, cuando, con Teodoro
–como lo llamaré a partir de ahora, como le llamaba entonces– a la
cabeza, ocupamos los espacios vacíos de la redacción de un periódico que
también fue emblemático en su momento, El Diario de Caracas, cuando lo dirigió Tomás Eloy Martínez.
En ese viaje, continúo recordando, Teodoro me dijo que lo habían
capturado por haberse confiado, pues acababa de asumir la presidencia
Rafael Caldera, a finales de los sesenta, y las conversaciones de paz
entre el gobierno y la guerrilla a la que él pertenecía estaban
encaminadas. Salió en un Volkswagen a la plaza Altamira, y se quedó
allí, al sol, relajado. Quizás contemplando la luz de una manera
distinta, imaginando cómo sería no tener que vivir cambiando de refugio
cada tanto. Pero le rodearon y arrestaron. Aun así, contribuyó a que la
guerrilla de izquierda, que luchaba fusil al hombro en los cerros de
Venezuela, dejara las armas y se insertara en la vida política
democrática. Algo que, por ejemplo, no se logró en Colombia. Dio así un
paso adelante en el respeto de las reglas democráticas, esas que
defiende ahora desde la trinchera del periodismo; esas de las que no
renegó ni siquiera aquellas veces que, siendo candidato presidencial con
el partido que fundó, Movimiento al Socialismo (MAS), no logró el apoyo
de la mayoría.
De los inicios de TalCual, ese diario por cuya dirección le
otorgan el Ortega y Gasset, recuerdo el olor de tinta del primer
ejemplar que salió de la rotativa, cuando Teodoro lo recogió de la cinta
y lo pasó de mano en mano a los que le acompañamos. Recuerdo trabajar
los primeros días con los obreros derribando paredes y colocando
alfombras, un retoque para que pareciera nuevo aquel lugar sin ventanas,
situado en Boleíta Norte. Recuerdo llegar a las seis de la mañana y
trabajar en la noticia que abriría la sección de Economía, pues TalCual
era vespertino y la impresión de las últimas páginas comenzaba antes de
las 11 de la mañana para que a mediodía los pregoneros lo mostraran en
calles y autopistas del país.
Recuerdo que a eso de las siete de la mañana llegaba Teodoro, con el
cabello mojado por la ducha, con el mismo paso con el que ya había hecho
su rutina diaria de caminar una hora al amanecer, cruzar la redacción,
dar los buenos días y sentarse a teclear el editorial. Al terminarlo,
una o dos horas después, nos llamaba a los editores, y allí le
escuchábamos leerlo y comenzábamos a proponer títulos. Algo que se
intentó siempre, en esas búsquedas matutinas, fue desacralizar el poder,
rebajar la violencia al que el verbo de Chávez empujaba al país, hablar
el mismo lenguaje que el lector de la calle. Después del primer titular
en la historia del diario, “Hola Hugo”, se quería mantener ese tono al
límite, y en ocasiones apelábamos al humor; en otras, a la contundencia
inevitable de la certeza.
En mi libreta, escribo esta crónica en esta noche de celebración de
un oficio acosado en la que Teodoro y Venezuela serán recordados. En
nombre de Teodoro, recibirá el premio Felipe González, que hablará en
presencia de Xabier Coscojuela, jefe de redacción de TalCual, y
Humberto Mendoza D’Paola, abogado defensor de Petkoff durante estos
años de procesos continuados, a quienes, con antelación, González les ha
advertido que el turno de palabra solo lo usaría él. Luego, Mario
Vargas Llosa pronunciará el discurso final, dedicado en gran parte a
Teodoro y a la situación de Venezuela, “un país que con valentía ha
demorado que los espacios democráticos se cierren del todo”. Teodoro,
dice Vargas Llosa, representa “una izquierda sensible a la problemática
social”, empeñada en que “las reformas más profundas se logren en un
ambiente de libertad para que sean genuinas”.
Al final de este acto tendré la impresión de que España redescubre
Venezuela incluso con sorpresa, y la señala como si apareciera una isla
al final del horizonte marino, ¡tierra! España teme mirarse en ese
espejo y se divide entre los confiados que creen que lo que pasó allá no
pasará aquí, y los que advierten de un efecto copycat. Pero lo de
Venezuela sucede desde 1999-2000, cuando se celebró la Constituyente y
se instauró un periodo de Transición que acabó con las instituciones. Y
durante esos años, y hasta hace poco, el dinero de gobierno venezolano,
que utiliza los ingresos petroleros como caja chica personal del
presidente, mantuvo los astilleros españoles con encargos contratados
durante la presidencia de Zapatero, o cerró un acuerdo con el grupo
Prisa, organizadores del Ortega y Gasset, para proveer de libros de
textos a los colegios públicos venezolanos, o sufragó a un grupo de
privilegiados profesores universitarios que han logrado montar un
partido político que ha calado en un sector de la población española.
Con todo, me alegra que, aunque más tarde que temprano, miren hacia
Venezuela, y encuentren a personas como Teodoro, que resisten.
Hombre de pensamiento, así como escribió el ensayo Checoeslovaquia, el socialismo como problema, pilar para que la izquierda no solo latinoamericana rompiera con la Unión Soviética, Teodoro fundó TalCual
desde la nada, luego de haber sido apartado de su primera incursión al
otro lado de los micrófonos, en otro vespertino de la época, Últimas Noticias:
los dueños del grupo mediático lo usaron como moneda de cambio para el
perdón de una deuda fiscal. En pocos meses consiguió el capital
necesario para su nueva aventura. Tenía 68 años, acababa de renunciar al
partido de su vida para mostrar su desacuerdo por haber apoyado al
candidato Chávez, y, con la máxima independencia se erigía en conciencia
nacional. En aquellos años, valga recordar, los medios de comunicación y
Chávez vivían una luna de miel, que duró algo más de dos años. Durante
ese tiempo, TalCual fue el único diario con una línea clara de
oposición sin concesiones. Luego, algunos dueños de diarios rompieron
con Chávez y sus medios comenzaron a levantar la voz, llegando a veces a
los chillidos. Teodoro mantuvo siempre el discurso racional que
algunos, en momentos de histeria, acusaron de tibieza. Teodoro es como
un hombre que cruza un río en plena crecida y se aferra a su bordón para
aguantar la embestida del caudal.
Quizás como un recordatorio, entre las pocas cosas personales que llevó a su despacho en la redacción de TalCual estaba un puñado de ejemplares de Checoeslovaquia,
de la edición de Caracas, 1981. En algún momento, me regaló un
ejemplar. Es uno de los libros que llevo en la mochila. Comienza así:
“Si alguna virtud tienen los acontecimientos de Checoeslovaquia –los que
se iniciaron en enero de 1968, pasaron por la intervención soviética y
continúan hasta hoy- es la de contribuir a deshacer entre los comunistas
muchos de los mitos ingenuos y confiados, mucha de la imaginería de
Épinal que solíamos asociar con la construcción del socialismo entre los
países donde los partidos comunistas tomaron el poder”. Y finaliza así:
“Por eso, para terminar con una frase consagrada, para los
revolucionarios latinoamericanos, la actitud crítica hacia la URSS, para
ser no sólo moralmente válida sino también políticamente efectiva, debe
ser a la vez una actitud autocrítica”.
Una mañana –o quizás una tarde- Teodoro llegó con unos papeles en la
mano. Desde Economía habíamos aplicado la doctrina del periodismo
pitbull –la de no soltar el tema una vez que lo muerdes- a hechos como
la caída del grupo financiero Cavendes, algo que había ayudado a
reforzar el posicionamiento del periódico con reportajes de
investigación, más allá de la primera plana autorial del editor. Y
Teodoro, acostumbrado al análisis, también había aguzado, en ese poco
tiempo que llevaba en la lid periodística, su olfato para la noticia
como pocos lo logran después de décadas. Los papeles eran un informe
confidencial de la Contraloría de la República donde se daba cuenta de
los desmanes del “Plan Bolívar 2000”, un primer ensayo de la manera de
administrar el país que vendría: el dinero concentrado en pocas manos de
fieles, militares en este caso, para gastarlo a discreción al margen de
las estructuras del Estado, en teoría con fines sociales.
Teodoro, el reportero, tenía una primicia, y lo sabía. Me entregó los
papeles. Yo debía desentrañar el lenguaje burocrático, buscar la
noticia, contrastar, indagar y publicar. Sus editoriales, mientras
duraran las entregas, se sincronizarían con la información que daríamos.
Eso hicimos durante una semana. Y una noche, quizás cerca de las doce,
quizás ya fuera madrugada, me llamó a casa:
-Enciende la televisión. Chávez nos está insultando.
Con el teléfono en la mano escuché cómo el presidente nos acusaba de cualquier cosa para disimular el escándalo.
-Tenemos que preparar la réplica –me dijo antes de despedirnos.
Unas horas después, estábamos él y yo en su despacho, con las puertas
siempre abiertas, analizando sus palabras y preparando una respuesta.
Quizás fuera entonces que recurrimos a un fotomontaje, donde estiramos
la nariz de Chávez para ilustrar su editorial. Quizás fuera en otra
ocasión en que también tuvimos que salir al paso de las acusaciones del
poder.
Sé que cuento anécdotas de unos primeros tiempos de su andadura
periodística y que todos los años posteriores habrán sucedido otras
historias y que cada persona que ha tenido el privilegio de compartir
con Teodoro tendrá las suyas. A mí me asaltan otras más: los partidos de
softball los sábados en la mañana, sus generosas palabras cuando
presentó mi primera novela y se la envió a su amigo García Márquez, su
apoyo en crisis internas de la redacción, lo que me dijo cuando decidí
emigrar, la última vez que hablamos por teléfono... La memoria es
caprichosa y estas son las que surgen ahora, que escribo a mano en estas
hojas mientras estoy en presencia de esa ausencia, la de Teodoro.
Llegado a estas líneas, ya se ha hecho entrega de las tres primeras
menciones, y viene el turno que correspondería a Teodoro. Se le puede
ver en pantalla gigante, en el salón de actos del CaixaForum del Paseo
del Prado de Madrid. Teodoro aparece entre dos portadas de su diario,
enmarcadas y colgadas de la pared. Una dice: “PetkOFF”, y la otra es
aquella primera, la del “Hola Hugo”, que yo también conservo siempre a
mano. “Tengo al país por cárcel”, clama en el vídeo que grabó para este
acto. Y dice que el premio no es para él, sino para TalCual;
dice que él es solo vocero de los venezolanos que aspiran a vivir en un
país democrático, seguro; dice que en la Venezuela de hoy se han
conculcado y confiscado los derechos fundamentales.
Y de eso se trata, de los derechos fundamentales. A expresarse. A
opinar. A vivir sin miedo. A ser efectivamente respetado aunque se
pertenezca a una minoría (que en Venezuela es, en realidad, una
mayoría). A todo aquello que es la democracia más allá de los
plebiscitos. Contra la violencia de las hordas. Contra el apabullamiento
que ejerce el poder. Contra el rapto de las instituciones. Derechos
fundamentales cuya violación acerca a los dictadores de cualquier
ideología. O mejor dicho, que usan cualquier ideología como coartada
para la autocracia. “El premio no es a mi persona sino a la Venezuela
luchadora empeñada en vivir democráticamente”, dice. Teodoro y su
privación de plena libertad, circunstancia en la que no poder viajar a
España es lo de menos, recuerdan que, en la convivencia diaria, la
democracia no es entelequia.
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