sábado, 9 de mayo de 2015

 EN PRESENCIA DE UNA AUSENCIA

DOMENICO CHIAPPE

Cada ocho días, Teodoro Petkoff atravesaba la quejumbrosa Caracas para llegar a las dependencias judiciales del Centro Simón Bolívar, cerca del centro histórico de la ciudad, para poner su dedo en una máquina que certificaba que era él y que estaba en Venezuela. Es una de las medidas que le impuso el régimen, una similar a la de cualquier delincuente común, con quienes se encontraba en la fila, por dirigir un diario, TalCual, que ha hecho oposición al gobierno chavista desde que se fundó hace 15 años. Pero Petkoff ha dejado de asistir a las últimas citaciones desde hace cuatro meses. Ha apelado ante el tribunal para que el gobierno desista de esta forma de coacción. Si fracasa esta apelación se declarará en rebeldía.
No está encerrado, aún, en ninguna de las cárceles caraqueñas que funcionan para los presos políticos (desde manifestantes pacíficos hasta alcaldes), en los predios de los aparatos de inteligencia militar o policial, que se conocen como “tumbas”, sin luz solar, con dos metros cuadrados, con humedad y temperaturas inhumanas. Pero no es libre. Con más de ochenta años, vive una forma de reclusión, que es, más que nada, el intento del régimen –un poder que no conoce separación de poderes públicos– para humillarle, para obligarle a silenciar. Pero Petkoff no agacha la cabeza: hubiera podido pedir un permiso especial –un favor– al régimen para viajar a recibir el Premios Ortega y Gasset de Periodismo por su trayectoria profesional. Se negó a hacerlo, porque, en realidad, la medida judicial contra él, y el acoso al que se le somete junto al diario que fundó, es un pulso contra la libertad de expresión en Venezuela, y más que un puñetazo directo, es una amenaza hacia los que permanecen en la tribuna periodística. Una tribuna que ha mermado en su pluralidad, investigación y juicio crítico, en un país donde los medios han ido cayendo en manos del gobierno como fichas de dominó en una tambaleante hilera.
Esa resistencia en cada uno de sus actos le retrata. Ya estuvo preso antes, y escapó. Por túneles, cavados con cucharas, o por ventanas, descolgándose por una cuerda de sábanas trenzadas. En un largo viaje que hicimos en su coche, un Toyota Corolla gris que aceleraba hasta llegar al siguiente peaje, donde tenía la extraña costumbre de recoger el tícket y meterlo en la boca para triturarlo, me contó cómo le capturaron la última vez, cuando era uno de los líderes políticos de la guerrilla venezolana. En esa época, yo trabajaba como jefe de la sección económica de TalCual. Fui parte del equipo fundador, cuando, con Teodoro –como lo llamaré a partir de ahora, como le llamaba entonces– a la cabeza, ocupamos los espacios vacíos de la redacción de un periódico que también fue emblemático en su momento, El Diario de Caracas, cuando lo dirigió Tomás Eloy Martínez.
En ese viaje, continúo recordando, Teodoro me dijo que lo habían capturado por haberse confiado, pues acababa de asumir la presidencia Rafael Caldera, a finales de los sesenta, y las conversaciones de paz entre el gobierno y la guerrilla a la que él pertenecía estaban encaminadas. Salió en un Volkswagen a la plaza Altamira, y se quedó allí, al sol, relajado. Quizás contemplando la luz de una manera distinta, imaginando cómo sería no tener que vivir cambiando de refugio cada tanto. Pero le rodearon y arrestaron. Aun así, contribuyó a que la guerrilla de izquierda, que luchaba fusil al hombro en los cerros de Venezuela, dejara las armas y se insertara en la vida política democrática. Algo que, por ejemplo, no se logró en Colombia. Dio así un paso adelante en el respeto de las reglas democráticas, esas que defiende ahora desde la trinchera del periodismo; esas de las que no renegó ni siquiera aquellas veces que, siendo candidato presidencial con el partido que fundó, Movimiento al Socialismo (MAS), no logró el apoyo de la mayoría.
De los inicios de TalCual, ese diario por cuya dirección le otorgan el Ortega y Gasset, recuerdo el olor de tinta del primer ejemplar que salió de la rotativa, cuando Teodoro lo recogió de la cinta y lo pasó de mano en mano a los que le acompañamos. Recuerdo trabajar los primeros días con los obreros derribando paredes y colocando alfombras, un retoque para que pareciera nuevo aquel lugar sin ventanas, situado en Boleíta Norte. Recuerdo llegar a las seis de la mañana y trabajar en la noticia que abriría la sección de Economía, pues TalCual era vespertino y la impresión de las últimas páginas comenzaba antes de las 11 de la mañana para que a mediodía los pregoneros lo mostraran en calles y autopistas del país.
Recuerdo que a eso de las siete de la mañana llegaba Teodoro, con el cabello mojado por la ducha, con el mismo paso con el que ya había hecho su rutina diaria de caminar una hora al amanecer, cruzar la redacción, dar los buenos días y sentarse a teclear el editorial. Al terminarlo, una o dos horas después, nos llamaba a los editores, y allí le escuchábamos leerlo y comenzábamos a proponer títulos. Algo que se intentó siempre, en esas búsquedas matutinas, fue desacralizar el poder, rebajar la violencia al que el verbo de Chávez empujaba al país, hablar el mismo lenguaje que el lector de la calle. Después del primer titular en la historia del diario, “Hola Hugo”, se quería mantener ese tono al límite, y en ocasiones apelábamos al humor; en otras, a la contundencia inevitable de la certeza.
En mi libreta, escribo esta crónica en esta noche de celebración de un oficio acosado en la que Teodoro y Venezuela serán recordados. En nombre de Teodoro, recibirá el premio Felipe González, que hablará en presencia de Xabier Coscojuela, jefe de redacción de TalCual, y Humberto Mendoza D’Paola, abogado defensor de Petkoff durante estos años de procesos continuados, a quienes, con antelación, González les ha advertido que el turno de palabra solo lo usaría él. Luego, Mario Vargas Llosa pronunciará el discurso final, dedicado en gran parte a Teodoro y a la situación de Venezuela, “un país que con valentía ha demorado que los espacios democráticos se cierren del todo”. Teodoro, dice Vargas Llosa, representa “una izquierda sensible a la problemática social”, empeñada en que “las reformas más profundas se logren en un ambiente de libertad para que sean genuinas”.
Al final de este acto tendré la impresión de que España redescubre Venezuela incluso con sorpresa, y la señala como si apareciera una isla al final del horizonte marino, ¡tierra! España teme mirarse en ese espejo y se divide entre los confiados que creen que lo que pasó allá no pasará aquí, y los que advierten de un efecto copycat. Pero lo de Venezuela sucede desde 1999-2000, cuando se celebró la Constituyente y se instauró un periodo de Transición que acabó con las instituciones. Y durante esos años, y hasta hace poco, el dinero de gobierno venezolano, que utiliza los ingresos petroleros como caja chica personal del presidente, mantuvo los astilleros españoles con encargos contratados durante la presidencia de Zapatero, o cerró un acuerdo con el grupo Prisa, organizadores del Ortega y Gasset, para proveer de libros de textos a los colegios públicos venezolanos, o sufragó a un grupo de privilegiados profesores universitarios que han logrado montar un partido político que ha calado en un sector de la población española. Con todo, me alegra que, aunque más tarde que temprano, miren hacia Venezuela, y encuentren a personas como Teodoro, que resisten.


Hombre de pensamiento, así como escribió el ensayo Checoeslovaquia, el socialismo como problema, pilar para que la izquierda no solo latinoamericana rompiera con la Unión Soviética, Teodoro fundó TalCual desde la nada, luego de haber sido apartado de su primera incursión al otro lado de los micrófonos, en otro vespertino de la época, Últimas Noticias: los dueños del grupo mediático lo usaron como moneda de cambio para el perdón de una deuda fiscal. En pocos meses consiguió el capital necesario para su nueva aventura. Tenía 68 años, acababa de renunciar al partido de su vida para mostrar su desacuerdo por haber apoyado al candidato Chávez, y, con la máxima independencia se erigía en conciencia nacional. En aquellos años, valga recordar, los medios de comunicación y Chávez vivían una luna de miel, que duró algo más de dos años. Durante ese tiempo, TalCual fue el único diario con una línea clara de oposición sin concesiones. Luego, algunos dueños de diarios rompieron con Chávez y sus medios comenzaron a levantar la voz, llegando a veces a los chillidos. Teodoro mantuvo siempre el discurso racional que algunos, en momentos de histeria, acusaron de tibieza. Teodoro es como un hombre que cruza un río en plena crecida y se aferra a su bordón para aguantar la embestida del caudal.
Quizás como un recordatorio, entre las pocas cosas personales que llevó a su despacho en la redacción de TalCual estaba un puñado de ejemplares de Checoeslovaquia, de la edición de Caracas, 1981. En algún momento, me regaló un ejemplar. Es uno de los libros que llevo en la mochila. Comienza así: “Si alguna virtud tienen los acontecimientos de Checoeslovaquia –los que se iniciaron en enero de 1968, pasaron por la intervención soviética y continúan hasta hoy- es la de contribuir a deshacer entre los comunistas muchos de los mitos ingenuos y confiados, mucha de la imaginería de Épinal que solíamos asociar con la construcción del socialismo entre los países donde los partidos comunistas tomaron el poder”. Y finaliza así: “Por eso, para terminar con una frase consagrada, para los revolucionarios latinoamericanos, la actitud crítica hacia la URSS, para ser no sólo moralmente válida sino también políticamente efectiva, debe ser a la vez una actitud autocrítica”.

Una mañana –o quizás una tarde- Teodoro llegó con unos papeles en la mano. Desde Economía habíamos aplicado la doctrina del periodismo pitbull –la de no soltar el tema una vez que lo muerdes- a hechos como la caída del grupo financiero Cavendes, algo que había ayudado a reforzar el posicionamiento del periódico con reportajes de investigación, más allá de la primera plana autorial del editor. Y Teodoro, acostumbrado al análisis, también había aguzado, en ese poco tiempo que llevaba en la lid periodística, su olfato para la noticia como pocos lo logran después de décadas. Los papeles eran un informe confidencial de la Contraloría de la República donde se daba cuenta de los desmanes del “Plan Bolívar 2000”, un primer ensayo de la manera de administrar el país que vendría: el dinero concentrado en pocas manos de fieles, militares en este caso, para gastarlo a discreción al margen de las estructuras del Estado, en teoría con fines sociales.
Teodoro, el reportero, tenía una primicia, y lo sabía. Me entregó los papeles. Yo debía desentrañar el lenguaje burocrático, buscar la noticia, contrastar, indagar y publicar. Sus editoriales, mientras duraran las entregas, se sincronizarían con la información que daríamos. Eso hicimos durante una semana. Y una noche, quizás cerca de las doce, quizás ya fuera madrugada, me llamó a casa:
-Enciende la televisión. Chávez nos está insultando.
Con el teléfono en la mano escuché cómo el presidente nos acusaba de cualquier cosa para disimular el escándalo.
-Tenemos que preparar la réplica –me dijo antes de despedirnos.
Unas horas después, estábamos él y yo en su despacho, con las puertas siempre abiertas, analizando sus palabras y preparando una respuesta. Quizás fuera entonces que recurrimos a un fotomontaje, donde estiramos la nariz de Chávez para ilustrar su editorial. Quizás fuera en otra ocasión en que también tuvimos que salir al paso de las acusaciones del poder.
Sé que cuento anécdotas de unos primeros tiempos de su andadura periodística y que todos los años posteriores habrán sucedido otras historias y que cada persona que ha tenido el privilegio de compartir con Teodoro tendrá las suyas. A mí me asaltan otras más: los partidos de softball los sábados en la mañana, sus generosas palabras cuando presentó mi primera novela y se la envió a su amigo García Márquez, su apoyo en crisis internas de la redacción, lo que me dijo cuando decidí emigrar, la última vez que hablamos por teléfono... La memoria es caprichosa y estas son las que surgen ahora, que escribo a mano en estas hojas mientras estoy en presencia de esa ausencia, la de Teodoro.
Llegado a estas líneas, ya se ha hecho entrega de las tres primeras menciones, y viene el turno que correspondería a Teodoro. Se le puede ver en pantalla gigante, en el salón de actos del CaixaForum del Paseo del Prado de Madrid. Teodoro aparece entre dos portadas de su diario, enmarcadas y colgadas de la pared. Una dice: “PetkOFF”, y la otra es aquella primera, la del “Hola Hugo”, que yo también conservo siempre a mano. “Tengo al país por cárcel”, clama en el vídeo que grabó para este acto. Y dice que el premio no es para él, sino para TalCual; dice que él es solo vocero de los venezolanos que aspiran a vivir en un país democrático, seguro; dice que en la Venezuela de hoy se han conculcado y confiscado los derechos fundamentales.
Y de eso se trata, de los derechos fundamentales. A expresarse. A opinar. A vivir sin miedo. A ser efectivamente respetado aunque se pertenezca a una minoría (que en Venezuela es, en realidad, una mayoría). A todo aquello que es la democracia más allá de los plebiscitos. Contra la violencia de las hordas. Contra el apabullamiento que ejerce el poder. Contra el rapto de las instituciones. Derechos fundamentales cuya violación acerca a los dictadores de cualquier ideología. O mejor dicho, que usan cualquier ideología como coartada para la autocracia. “El premio no es a mi persona sino a la Venezuela luchadora empeñada en vivir democráticamente”, dice.  Teodoro y su privación de plena libertad, circunstancia en la que no poder viajar a España es lo de menos, recuerdan que, en la convivencia diaria, la democracia no es entelequia.

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