MARCOS AGUINIS
Hace unos años, mientras investigaba para mi novela histórica La matriz del infierno, me estremecí cuando se hacía evidente la confusión que prevalecía en aquella época frente al avance del nazismo. Nos cuesta aprender. Y por eso debemos insistir.
En contra de lo que se había dispuesto en el
Tratado de Versalles, Hitler se rió del mundo, rearmó su país y
manifestó sin rodeos su intención de expandirse. Con la excusa del Lebensraum
(espacio vital), violó acuerdos, corrió fronteras, se apoderó de
Austria y quería los Sudetes. ¡Muchos lo justificaban y comprendían! El
Diktat de Versalles había sido demasiado cruel, ¿quién lo podía negar?
Para el centro y la derecha del mundo, el nazismo parecía ser la única
fuerza capaz de frenar al comunismo y sobre esto llegaron a coincidir
muchos liberales. ¿Qué importaba su delirio de pureza racial, su falta
de democracia y la persecución de los disidentes? Tampoco había
democracia en Italia con Mussolini ni en la Unión Soviética con Stalin.
La ambición imperial de Hitler se inspiraba en viejas tradiciones
germánicas. ¿Acaso no eran también potencias coloniales Francia e
Inglaterra? ¿Y en cuanto a los judíos? Bah, ratas chupadoras de sangre
que debían borrarse de la faz de la tierra. ¿Cometer un genocidio con
ellos? ¿Por qué no? ¿Quién se acordaba de los armenios?
La
ideología nacionalsocialista se extendió por todo el mundo. La opinión
pública se dividió entre quienes la criticaban, quienes la apoyaban y
quienes se mantenían indecisos. Era racional y hasta justo conceder a
Hitler lo que exigía para evitar que se desbocase. Su país había sido
humillado en exceso. Merecía comprensión, paciencia y hasta elogios.
Gran parte de la prensa y numerosos intelectuales manifestaron simpatía
por ese Führer de bigotito cuadrado y discursos incendiarios. Neville
Chamberlain, primer ministro inglés, se encargó de calmarle el apetito y
regresó a Londres haciendo la V de la victoria, porque había conseguido
una paz por cien años al entregarle en servil bandeja los Sudetes.
Luego vino lo inesperado. Hitler firmó un acuerdo con la Unión Soviética
para ocupar la mitad de Polonia. Muchos líderes de la "izquierda" se
sumaron al novedoso bolchenazismo, que duró un año y puso en evidencia
cómo las ideologías pueden contradecirse a sí mismas. Después,
cabizbajos, tuvieron que dar marcha atrás, para lo cual no les faltaron
impúdicas racionalizaciones.
Este breve resumen debería ayudarnos a
entender cómo sigue en vigencia la compulsión a la repetición. Pero
ahora con un nuevo ingrediente: el religioso. Ya no se trata de
ideologías desnudas, sino de enredadas y grotescas formulaciones que
pretenden justificar una regresiva hostilidad con ambiciones
planetarias. Se le llama terrorismo. Pero es peor aún. Repite las
barbaries que la humanidad sufre desde que nació la historia. Merced al
ingrediente religioso consigue aumentar la confusión y dar amplio
espacio a la hipocresía. Y hasta conseguir apoyo en los ámbitos que
aspira destruir.
El islamismo, que es una ideología inspirada en
una religión, responde a las características de cualquier totalitarismo.
Es decir, pretende cancelar la libertad y convertir a la mayor cantidad
de humanos en elementales piezas de una sociedad sometida a una elite.
Esa elite, a su vez, responde a ciertas reglas (y abundantes licencias)
que les permiten autojustificarse.Así como se le perdonaba todo a Hitler -porque también existían delirios, crueldades y ambiciones ilegítimas fuera de Alemania-, ahora emergen voceros que pretenden justificar el islamismo porque "no son los únicos que matan, abusan y violan". Pareciera que en lugar de entender y combatir este nuevo flagelo, es mejor perdonarlo. Otra tapa de Charlie Hebdo mostró a Mahoma diciendo que todo queda perdonado. Es decir, se puede continuar asesinando (¡¡!!). Aunque esa revista tuvo el coraje de volver a dibujar el improbable rostro del Profeta, con una lágrima solitaria para no ofender al islam, el islamismo no se pondrá contento. La revista agredió de nuevo. Y esto justificará otra matanza. Hubiera sido más adecuado que Mahoma gritase: "¡No lo hagan en nombre de Alá! ¡No conviertan a Alá en un asesino!".
La confusión es enorme, porque no se asume que, así como el pueblo de Alemania primero se alegró y luego padeció a los nazis, los musulmanes ahora son quienes más sufren el terror islamista. Algunos hombres y mujeres que se dicen de izquierda traicionan los valores originales de esa corriente -libertad, laicismo, cultura, tolerancia- cuando se abstienen de condenar a los islamistas y los gobiernos totalitarios por sus crímenes, y no se escandalizan por la degradante inferioridad a que están condenadas sus mujeres.
Claro
que siempre aparecen racionalizaciones: "contextos", "relativismo
cultural", "tradiciones". Ahora está por ser condenado a muerte en
Mauritania el joven Biram Dah Abeid y varios de sus compañeros que
luchan contra la esclavitud en su país. Algunos dirán que la esclavitud
también existió en los Estados Unidos y todo Occidente. Es verdad, pero
en esta porción del planeta se la ha erradicado. Pues replicarán que
sigue la esclavitud económica del capitalismo salvaje.
Cuando se
critica la guerra santa que ha declarado el islamismo, quienes se
esmeran en justificarla evocan las Cruzadas y la Inquisición. Pierden de
vista que luego estalló el Siglo de las Luces, la Revolución Gloriosa,
las Constituciones democráticas, el Concilio Vaticano II. En cambio, el
islamismo odia esa luz. Pretende devolver el mundo a las organizaciones
tribales del siglo VII.
La confusión y la hipocresía se
manifiestan con intensidad al acuñarse la palabra "islamofobia". No hay
tal. En Europa viven más de veinte millones de musulmanes que pueden
acceder a todos los derechos.
En el Medio Oriente, cuando ocurrió
la invasión árabe del siglo VII, casi todos los habitantes eran
cristianos. Por las buenas o por las malas fueron obligados a
convertirse. Ahora los cristianos son cada vez menos en esa región. No
sólo los decapitan, queman, crucifican y, en el mejor de los casos, los
expulsan, sino que han llegado a una paradójica situación: el único país
donde los cristianos del Medio Oriente están seguros es en el Estado de
Israel. ¿Quién lo hubiera imaginado tan sólo un siglo atrás?.
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