ELIAS PINO ITURRIETA
En 1830, cuando Venezuela recobró su autonomía para establecer un Estado moderno, la palabra de los políticos y de la gente de importancia en la sociedad pasó por una crisis de confiabilidad. El prólogo de la secesión estuvo precedido por una dinámica campaña de prensa, en la cual las afirmaciones de la dirigencia se movieron en un ambiente de confusión, cuyas sorpresas impidieron que las voces más conocidas se mantuvieran en una postura única e inamovible. Una cosa se decía hoy y otra mañana, lo que era importante el lunes se volvía intrascendente el martes, lo que importaba en los manifiestos de urgencia perdía actualidad en breve debido a la avalancha de las novedades contradictorias o, también, a que las informaciones se demoraban en llegar a Caracas por la morosidad de los correos. Si las fuerzas se movían en función de los hechos de Bogotá, por ejemplo, contra cuyo poder se preparaba la separación del territorio, no se podían mantener las opiniones ni proponer conductas durante mucho tiempo, o se mantenían más de la cuenta en detrimento de los propósitos nacionales en marcha.
De allí el surgimiento de una crisis de la palabra política, de lo que decían los líderes ante una colectividad cuyos miembros no sabían a qué atenerse. La Sociedad de Amigos del País sostuvo entonces conversaciones con Páez para tratar de paliar la situación. Que no se hablara tanto, aconsejaron los notables, que se ahorrara tinta, que se cuidaran los discursos de la Convención, que se redactaran con mayor escrúpulo los documentos públicos o se adelantara la redacción de una Ley de Prensa, no fuera a ser que los consensos se extraviaran en la incertidumbre de las contradicciones. El consejo fue atendido, para que poco a poco disminuyera la desconfianza ante los planes de autonomía. Sobre la necesidad de evitar el descrédito de la palabra de los líderes escribió entonces un texto memorable Rafael María Baralt, quien se refirió a la pulcritud de los vocablos políticos como una necesidad primordial de la república naciente. Después volvió sobre el tema Francisco Aranda, quien añoraba, no sin ingenuidad, los tiempos en los cuales la “palabra de honor” de los dirigentes de la sociedad valía más que un documento suscrito ante el notario.
La “palabra de honor” de los dirigentes de la sociedad. ¡Qué cosa tan extraña en nuestros días! A nadie se le ocurre escribir hoy sobre semejante asunto, sobre tamaña pretensión, a menos que se quiera aventurar en la noche larga de los tiempos para perder el tiempo. No obstante, el tema conduce a uno de los principios del republicanismo venezolano expresado y convertido en hecho concreto cuando se fundó la nacionalidad, esto es, al vínculo dependiente de la confianza que se debe establecer, como asunto de necesidad, entre las cabezas de la sociedad y el pueblo soberano para la marcha de los negocios que procuran o deben procurar el bien común. Un principio de tal envergadura no puede depender del calendario, ni del temperamento de los gobernantes, ni de los intereses de la oposición, ni de la revolución de los medios de comunicación, debido a que mantiene o debe mantener vigencia en cuanto pilar de una convivencia basada en la honestidad.
La tiranía del almanaque, la variación que necesariamente sucede en las sociedades y en el tratamiento de sus asuntos, no permite que se vuelva a una situación como la de 1830, que se tomen como brújula sus cautelas, ni que se considere la obligación de calcarla sin mudanza. No es posible, ni aconsejable, pero el discurso de los voceros del régimen chavista ha provocado una hecatombe de suspicacia e incredulidad que, dada su magnitud, obliga a mirar hacia un problema esencial de nuestros orígenes, aunque sea para considerarlo como referencia pasajera. Verbo y gracia, cuando el ministro del Interior jura para que creamos en sus declaraciones, cuando se escuda en la curiosa y poco corriente garantía de un voto personal con el objeto de conceder crédito a unas palabras que deberían sustentarse en datos concretos, en informaciones en torno a las cuales nadie en sano juicio dudaría, hasta las añoranzas del crédulo Aranda en torno a la “palabra de honor” entrarían en crisis terminal.
epinoiturrieta@el-nacional.com
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