Campos de concentración nazis
ANTONIO ELORZA
Cuando conmemoramos el fin del nazismo y de sus crímenes, que dieron
carta de naturaleza al concepto de genocidio, viene bien recordar que el
término suele ser manejado sin contar con el propósito del jurista
Raphaël Lemkin al acuñarlo. Era este disponer de un instrumento
analítico, y no simplemente calificar con gran dureza los actos de
barbarie. Masacres, crímenes, hambrunas provocadas, podían encontrar su
calificación adecuada como crímenes de guerra o como crímenes contra la
humanidad, sin perder tiempo en buscar un neologismo. “Las aguas del
Éufrates que bajaban rojas”, según los propios testigos turcos de 1915,
fueron la trágica señal del genocidio armenio, pero sin atender al
contexto podrían haberlo sido de un crimen masivo de otra naturaleza.
El significado de crimen de guerra es el menos controvertido, y por
ello fue utilizado para fundamentar las condenas del juicio de
Núremberg. Más compleja es la delimitación de los crímenes contra la
humanidad, actos mortíferos contra la población civil, y persecuciones
religiosas, raciales y políticas. Antes de que fuera definido por la
Carta de París en 1945, la expresión “crímenes contra la humanidad y la
civilización” había aparecido ya en mayo de 1915, para designar la
represión otomana contra los armenios, El campo cubierto por los
crímenes contra la humanidad coincide con el del genocidio: la
diferencia reside en que aquellos son acciones o episodios, puntuales o
acumulativos, en tanto que el genocidio los engloba en el seno de un
proceso de destrucción generalizado, contra una nación, una raza o una
religión. La diferencia ha de establecerse también respecto de los
“crímenes de masas”: el genocidio requiere la motivación, la voluntad de
extinguir al grupo que los sufre.
Desde estos supuestos, entre otros casos posibles, el Gran Salto
Adelante, con sus 40 millones de víctimas, habría sido un delirante
crimen contra la humanidad, pero no un genocidio, ya que no respondió a
una intención de Mao de aniquilar al pueblo chino, sino de imponerle el
paraíso comunista. Y fue crimen al insistir Mao en su estrategia aun
conociendo la catástrofe en curso. La alevosa invasión de Irak por Bush
fue merecedora de análoga calificación. Sí habría sido obviamente un
genocidio el conjunto de políticas de exterminio nacional y racial
perpetradas por la Alemania de Hitler entre 1939 y 1945, con la
centralidad indiscutible de la “solución final” antijudía.
La claridad reivindicada por Lemkin, justamente para hacer operativo
el concepto en el marco del derecho internacional, supone tener en
cuenta la finalidad perseguida: la secuencia de crímenes contra la
humanidad y de políticas dirigidas a debilitar al grupo víctima, hasta
el extremo de las matanzas de masas, implica siempre la existencia de
una motivación previa, concretada en lo que Lemkin llama “una
conspiración”, una estructura organizativa cuyo objeto es la puesta en
práctica de la destrucción. La implementación del genocidio no es
espontánea: surge de esa conspiración. Esta a su vez tiene detrás de sí
un planteamiento ideológico maniqueo, que enfrenta al grupo humano que
se considera superior —etnicismo— contra el inferior que supuestamente
se le opone, y por consiguiente debe ser destruido.
Con o sin matanza de todos sus miembros, el genocidio implica “un
plan coordinado que se dirige hacia la destrucción de los fundamentos
esenciales de una nación” (Lemkin). Estas son las precondiciones para su
materialización en tres fases: ideología genocida, conspiración, y
ejecución, habitualmente posibilitada por la incidencia de una variable
externa, de un detonador, casi siempre una guerra que abre la ventana de
oportunidad política para el aniquilamiento.
Los sucesivos genocidios del siglo XX registran sin excepción esa
dinámica. El antisemitismo forjado en Alemania y en Austria desde el
siglo XIX se funde con un nacionalismo mitológico y con el militarismo
frustrado de 1918 para, Hitler mediante, sentar las estructuras y el
conjunto de decisiones que desembocan en el Holocausto. No tan lejos de
ese proceso, el exterminio armenio encuentra en su génesis a un
nacionalismo militarista, reforzado por la religión y por un componente
etnicista, y activado por otra frustración, la derrota turca de 1913 en
las guerras balcánicas. Sin olvidar el antecedente de la lógica de
aplastamiento implacable de toda disidencia por el imperio otomano, cuyo
legado reencontramos a fines del siglo XX con los musulmanes bosnios
como víctimas esta vez de los serbios. “Si os declaráis independientes,
os exterminaremos”, advirtió Karadzic a Itzebegovic. Y así fue.
Enmarcado por dos guerras (civil y Vietnam), un complejo coctel en
que intervienen la fascinación ante el maoísmo, el estalinismo francés,
la versión kármica del budismo, e incluso una peculiar creencia en los
espíritus, explica la vocación exterminadora de los jemeres rojos en
Camboya. Aquí, como antes sucediera en otros genocidios vinculados a
revoluciones, a favor o contra las mismas, el genocidio consiste en la
eliminación de una parte del cuerpo social, al que se define como
antinacional o contrarrevolucionario. Su antecedente lejano fue el
“nacionicidio” jacobino de la Vendée en 1793, denunciado por Baboeuf.
Abundan casos recientes, de conceptualización discutida, tales como el
aniquilamiento del enemigo de clase o interior en la URSS, por Lenin y
Stalin, el de la anti-España por el franquismo o el anticomunista de
Indonesia 1965. Una última variante, el genocidio de los hutus contra
los tutsis en Ruanda, surgió del odio racial, reforzado por mitos
anti-tutsis de exclusión, dando lugar en 1995 al más sanguinario
proporcionalmente de todos, con el Estado hutu como protagonista, aunque
fuera finalmente derrotado.
La motivación inmediata oscila entre la reacción a la inseguridad de
una dominación (Jóvenes Turcos, serbios) y el racismo asesino en que
coincidieron nazis alemanes y hutus, pasando por la decisión de eliminar
a quienes encarnaban la negación del propio proyecto de organización
social, fuera soviético o nacionalista. Si añadimos aquí el
imperialismo, sería calificable de genocida —“democida”, según Rummel—
la dominación japonesa sobre China desde 1937 a 1945.
El genocidio llega de forma inesperada. Resulta necesario, en
consecuencia, atender al ascenso de la mentalidad maniquea y de la
violencia en determinados movimientos políticos. Por eso tras el
precedente armenio, y a la vista de lo que ocurría en la Alemania ya
nazi, Raphaël Lemkin se consagró desde 1933 a propugnar que lo que aun
llamaba “barbarie” alcanzase un reconocimiento por el Derecho
Internacional. Solo así sería posible sentar las bases jurídicas para el
castigo de quienes cometieran tales actos, y prevenir su ejecución
primero, y su repetición más tarde. Como luego advirtiera Primo Levi:
“Lo que ha sucedido, puede volver”.
Importan finalmente las consecuencias históricas y jurídicas que se
derivan del genocidio. Ante todo, el olvido, y sobre todo el
negacionismo, constituyen las premisas para reincidir en la barbarie.
Los efectos de un genocidio son siempre de larga duración. Es así como
los sobrevivientes siguen soportando durante décadas la carga del dolor
padecido, en unos casos agobiados hasta el suicidio (Primo Levi), en
otros sometidos a las consecuencias indirectas de la destrucción, y aquí
los armenios vuelven a primer plano. Son los que durante generaciones
debieron esconder o vieron eliminada su verdadera identidad en un marco
de discriminación étnico-religiosa. Con otras características y menor
duración, algo así les sucedió a los vencidos en la España de Franco.
Son páginas de una historia necesaria del sufrimiento humano.
En el orden jurídico, la aproximación al pos-genocidio descubre cómo
el funcionamiento de una jurisdicción internacional sobre tales
crímenes, requerida por Lemkin, ha tropezado con los intereses en juego
de las grandes potencias. Nada lo explica mejor que la tardanza en
someter a la justicia a los líderes jemeres rojos, protegidos durante
mucho tiempo por Estados Unidos, China y Tailandia. O el pronto olvido
de Japón. Solo para países débiles, como Ruanda o Serbia, la
jurisdicción universal ha sido aplicada sin obstáculos a los culpables
de los respectivos genocidios.
Antonio Elorza es editor, con Araceli Manjón-Cabeza, de Genocidio, escritos de Raphaël Lemkin (CEPC, 2015).
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