ANIBAL ROMERO
El pasado día 30 de abril se
cumplieron setenta años del suicidio de Adolfo Hitler y Eva Braun en
Berlín. Gran número de películas, de documentales, reportajes y libros
han familiarizado a un amplísimo público acerca de los detalles de ese
episodio siniestro, que tuvo lugar en un “bunker” o refugio subterráneo
ubicado bajo los jardines de la devastada Cancillería del Reich, sometida al implacable cañoneo de las tropas rusas. La
escenografía de esos hechos, recreada por el cine y ampliada por la
imaginación, se asemeja en ocasiones al desenlace catastrófico, bajo el
fuego y la destrucción, de alguna ópera de Wagner, lo que Hitler
seguramente habría contemplado con satisfacción. Y afirmo esto no solo
por su conocida afición a la música wagneriana, sino porque su destino
final en medio de un verdadero infierno se amoldó a la imagen y realidad
de un régimen centrado en su figura y volcado a la guerra, una figura
prácticamente todopoderosa hasta que el cianuro y un disparo terminaron
con su vida.
El impacto que un
determinado individuo es capaz de tener sobre el curso histórico puede
en ocasiones ser enorme, y se corre el peligro de perder de vista que no
actuamos en un vacío sino que formamos parte de un contexto, que en
parte limita el rango de nuestra acción y a la vez constituye el ámbito
de su despliegue. La compleja y cambiante dinámica entre la influencia
del individuo y la presión del marco histórico en que se desenvuelve
exige un análisis ponderado, para evitar los extremos de una excesiva
exaltación del papel de la personalidad única y sobresaliente (en
sentido político y no ético), o de una asfixiante exageración del peso
de las circunstancias sobre el destino de las personas.
En
el caso particular de Hitler ese esfuerzo de equilibrio analítico me
parece fundamental, para evitar la tendencia, bastante común en el
estudio del Tercer Reich, a disminuir y en ocasiones desestimar la
relevancia que ciertos factores políticos y socioeconómicos jugaron
durante ese tiempo, estableciendo los parámetros en que se insertó ese
personaje enigmático y carismático, dotado de un inmenso poder para
hacer el mal, que fue el Führer nazi.
Sería
absurdo e inútil negar las capacidades de Hitler como político y
estratega, pero hay que tener igualmente presentes, entre otros, cinco
factores de extraordinaria importancia que crearon las condiciones para
el ascenso y conquista del poder por el movimiento nazi y su líder entre
1919 y 1933.
En primer término hay
que señalar el hecho crucial de que una buena parte del pueblo alemán no
se enteró, sino hasta el último minuto, que su país había perdido la
Primera Guerra Mundial. En un tiempo en que los medios de comunicación
eran todavía rudimentarios –comparados a lo que hoy tenemos–, cuando la
inmensa mayoría conocía las noticias tan solo a través de periódicos
estrictamente censurados y plagados de propaganda tendenciosa, el pueblo
alemán estuvo convencido hasta el fin que su país se hallaba en camino
hacia la victoria.
Hay que añadir lo
siguiente: en esa época una cosa eran los frentes de batalla y otra muy
diferente la existencia de la gente común en las ciudades y pueblos, en
los que millones de civiles proseguían sus vidas tan solo sujetos a las
restricciones del racionamiento. No había aún bombarderos de largo
alcance que llevasen la muerte a las ciudades, y los sufrimientos de los
soldados eran filtrados por la distancia, la propaganda y la censura.
De
modo que la derrota de 1918 dejó a millones en Alemania sencillamente
estupefactos, entre ellos el propio Hitler, quien al saber la noticia se
hallaba en un hospital militar recuperándose de una ceguera temporal,
producida por gases venenosos en un combate.
Esta
situación de sorpresa e incredulidad, agudizada por la
irresponsabilidad de jefes militares que ocultaron la verdad, y por la
timidez de un liderazgo civil chantajeado por un nacionalismo ya
estéril, abonó el terreno para que, en segundo término, se generase toda
una serie de teorías conspirativas sobre las causas del fracaso militar
alemán. Pronto empezó a extenderse la especie según la cual un
triunfante ejército alemán había sido traicionado por siniestras fuerzas
internas, enemigas de la patria, que presuntamente asestaron una
“puñalada en la espalda” a las fuerzas armadas ocasionando una
incomprensible rendición. Los judíos, los masones, los comunistas, los
partidos democráticos y sus líderes fueron convertidos en chivos
expiatorios por una propaganda incesante, difundida por los mismos que
habían conducido Alemania a la guerra y la derrota.
En
tercer lugar, un deficiente, mal concebido y aún peor implementado
tratado de paz, el de Versalles (1919), acentuó el resentimiento y
confusión de los alemanes, dando fuerza a las teorías conspirativas y
apartando a grandes masas de la ruta de una comprensión balanceada y
racional de los eventos. A pesar de sus fallas, el Tratado de Versalles
hubiese logrado su objetivo esencial –evitar el resurgimiento militar de
Alemania y una nueva guerra– si Inglaterra y Francia hubiesen estado
dispuestas a hacerlo cumplir, pero ese no fue el caso. Económica y
psicológicamente debilitados, ingleses y franceses tardaron demasiado en
hacer frente a Hitler. Pero esta es otra historia…
Todo
lo anterior formó parte del caldo de cultivo en el que Hitler y el
nazismo surgieron y comenzaron a crecer, hasta eventualmente convertirse
en el principal partido político de Alemania –aunque jamás ganaron una
mayoría absoluta–. Los otros ingredientes, en cuarto y quinto lugar,
fueron la crisis económica y la miopía y torpeza de las fuerzas
democráticas, así como de los estamentos conservadores, ante el novedoso
y en apariencia casi avasallante fenómeno revolucionario
nacionalsocialista y su carismático y hábil jefe.
Conviene
señalar, sin embargo, que luego de su fallido intento de golpe de
Estado llevado a cabo en Munich en 1923, y de su permanencia posterior
de nueve meses en la cárcel, la suerte de Hitler y su movimiento cambió
sustancialmente y empeoró a lo largo de varios años. A medida que las
condiciones económicas y sociales mejoraban, y la República de Weimar se
estabilizaba, el radicalismo nacionalsocialista perdía fuelle. Por
desgracia para Alemania y para el mundo, la crisis de Wall Street en
1929 y sus terribles consecuencias a escala mundial reabrieron las
puertas a Hitler. La inflación desatada y sus secuelas de
empobrecimiento para la clase media y miseria para los obreros y
campesinos dieron a Hitler el empujón que requería para alcanzar
finalmente el poder.
Pero esa meta no
se habría logrado sin los errores políticos de sus adversarios. La
dificultad que los políticos “normales” tienen para entender a tiempo la
audacia sin límites de un verdadero revolucionario se pusieron de
manifiesto claramente con el caso de Hitler y el movimiento nazi. Ni
siquiera los comunistas lograron comprender oportunamente la naturaleza y
magnitud de la amenaza que con voracidad se cernía sobre ellos.
Dos
reflexiones vienen por último a cuento: de un lado, el rumbo de Hitler
hacia el poder no fue algo irresistible o predestinado. Hubo vaivenes y
retrocesos, y el contexto socioeconómico, así como la ceguera política
de otros, jugaron un papel clave. De otro lado es necesario insistir
sobre lo siguiente: a los políticos democráticos y a los electorados
demócratas en general les cuesta mucho trabajo enfrentar una política
genuinamente revolucionaria, entendiendo por tal una política radical de
objetivos ilimitados. Intentan usualmente contenerla mediante las
técnicas aprendidas en tiempos distintos y marcos históricos diferentes.
El resultado de ello es siempre el fracaso, pues por definición un
revolucionario no transige. Solo cede ante una fuerza superior a la suya
y generalmente lo hace para seguir luchando otro día.
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