miércoles, 6 de mayo de 2015

HITLER: 70 AÑOS

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ANIBAL ROMERO

El pasado día 30 de abril se cumplieron setenta años del suicidio de Adolfo Hitler y Eva Braun en Berlín. Gran número de películas, de documentales, reportajes y libros han familiarizado a un amplísimo público acerca de los detalles de ese episodio siniestro, que tuvo lugar en un “bunker” o refugio subterráneo ubicado bajo los jardines de la devastada Cancillería del Reich, sometida al implacable cañoneo de las tropas rusas. La escenografía de esos hechos, recreada por el cine y ampliada por la imaginación, se asemeja en ocasiones al desenlace catastrófico, bajo el fuego y la destrucción, de alguna ópera de Wagner, lo que Hitler seguramente habría contemplado con satisfacción. Y afirmo esto no solo por su conocida afición a la música wagneriana, sino porque su destino final en medio de un verdadero infierno se amoldó a la imagen y realidad de un régimen centrado en su figura y volcado a la guerra, una figura prácticamente todopoderosa hasta que el cianuro y un disparo terminaron con su vida.
El impacto que un determinado individuo es capaz de tener sobre el curso histórico puede en ocasiones ser enorme, y se corre el peligro de perder de vista que no actuamos en un vacío sino que formamos parte de un contexto, que en parte limita el rango de nuestra acción y a la vez constituye el ámbito de su despliegue. La compleja y cambiante dinámica entre la influencia del individuo y la presión del marco histórico en que se desenvuelve exige un análisis ponderado, para evitar los extremos de una excesiva exaltación del papel de la personalidad única y sobresaliente (en sentido político y no ético), o de una asfixiante exageración del peso de las circunstancias sobre el destino de las personas.
En el caso particular de Hitler ese esfuerzo de equilibrio analítico me parece fundamental, para evitar la tendencia, bastante común en el estudio del Tercer Reich, a disminuir y en ocasiones desestimar la relevancia que ciertos factores políticos y socioeconómicos jugaron durante ese tiempo, estableciendo los parámetros en que se insertó ese personaje enigmático y carismático, dotado de un inmenso poder para hacer el mal, que fue el Führer nazi.
Sería absurdo e inútil negar las capacidades de Hitler como político y estratega, pero hay que tener igualmente presentes, entre otros, cinco factores de extraordinaria importancia que crearon las condiciones para el ascenso y conquista del poder por el movimiento nazi y su líder entre 1919 y 1933.
En primer término hay que señalar el hecho crucial de que una buena parte del pueblo alemán no se enteró, sino hasta el último minuto, que su país había perdido la Primera Guerra Mundial. En un tiempo en que los medios de comunicación eran todavía rudimentarios –comparados a lo que hoy tenemos–, cuando la inmensa mayoría conocía las noticias tan solo a través de periódicos estrictamente censurados y plagados de propaganda tendenciosa, el pueblo alemán estuvo convencido hasta el fin que su país se hallaba en camino hacia la victoria.
Hay que añadir lo siguiente: en esa época una cosa eran los frentes de batalla y otra muy diferente la existencia de la gente común en las ciudades y pueblos, en los que millones de civiles proseguían sus vidas tan solo sujetos a las restricciones del racionamiento. No había aún bombarderos de largo alcance que llevasen la muerte a las ciudades, y los sufrimientos de los soldados eran filtrados por la distancia, la propaganda y la censura.
De modo que la derrota de 1918 dejó a millones en Alemania sencillamente estupefactos, entre ellos el propio Hitler, quien al saber la noticia se hallaba en un hospital militar recuperándose de una ceguera temporal, producida por gases venenosos en un combate.
Esta situación de sorpresa e incredulidad, agudizada por la irresponsabilidad de jefes militares que ocultaron la verdad, y por la timidez de un liderazgo civil chantajeado por un nacionalismo ya estéril, abonó el terreno para que, en segundo término, se generase toda una serie de teorías conspirativas sobre las causas del fracaso militar alemán. Pronto empezó a extenderse la especie según la cual un triunfante ejército alemán había sido traicionado por siniestras fuerzas internas, enemigas de la patria, que presuntamente asestaron una “puñalada en la espalda” a las fuerzas armadas ocasionando una incomprensible rendición. Los judíos, los masones, los comunistas, los partidos democráticos y sus líderes fueron convertidos en chivos expiatorios por una propaganda incesante, difundida por los mismos que habían conducido Alemania a la guerra y la derrota.
En tercer lugar, un deficiente, mal concebido y aún peor implementado tratado de paz, el de Versalles (1919), acentuó el resentimiento y confusión de los alemanes, dando fuerza a las teorías conspirativas y apartando a grandes masas de la ruta de una comprensión balanceada y racional de los eventos. A pesar de sus fallas, el Tratado de Versalles hubiese logrado su objetivo esencial –evitar el resurgimiento militar de Alemania y una nueva guerra– si Inglaterra y Francia hubiesen estado dispuestas a hacerlo cumplir, pero ese no fue el caso. Económica y psicológicamente debilitados, ingleses y franceses tardaron demasiado en hacer frente a Hitler. Pero esta es otra historia…
Todo lo anterior formó parte del caldo de cultivo en el que Hitler y el nazismo surgieron y comenzaron a crecer, hasta eventualmente convertirse en el principal partido político de Alemania –aunque jamás ganaron una mayoría absoluta–. Los otros ingredientes, en cuarto y quinto lugar, fueron la crisis económica y la miopía y torpeza de las fuerzas democráticas, así como de los estamentos conservadores, ante el novedoso y en apariencia casi avasallante fenómeno revolucionario nacionalsocialista y su carismático y hábil jefe.
Conviene señalar, sin embargo, que luego de su fallido intento de golpe de Estado llevado a cabo en Munich en 1923, y de su permanencia posterior de  nueve meses en la cárcel, la suerte de Hitler y su movimiento cambió sustancialmente y empeoró a lo largo de varios años. A medida que las condiciones económicas y sociales mejoraban, y la República de Weimar se estabilizaba, el radicalismo nacionalsocialista perdía fuelle. Por desgracia para Alemania y para el mundo, la crisis de Wall Street en 1929 y sus terribles consecuencias a escala mundial reabrieron las puertas a Hitler. La inflación desatada y sus secuelas de empobrecimiento para la clase media y miseria para los obreros y campesinos dieron a Hitler el empujón que requería para alcanzar finalmente el poder.
Pero esa meta no se habría logrado sin los errores políticos de sus adversarios. La dificultad que los políticos “normales” tienen para entender a tiempo la audacia sin límites de un verdadero revolucionario se pusieron de manifiesto claramente con el caso de Hitler y el movimiento nazi. Ni siquiera los comunistas lograron comprender oportunamente la naturaleza y magnitud de la amenaza que con voracidad se cernía sobre ellos.
Dos reflexiones vienen por último a cuento: de un lado, el rumbo de Hitler hacia el poder no fue algo irresistible o predestinado. Hubo vaivenes y retrocesos, y el contexto socioeconómico, así como la ceguera política de otros, jugaron un papel clave. De otro lado es necesario insistir sobre lo siguiente: a los políticos democráticos y a los electorados demócratas en general les cuesta mucho trabajo enfrentar una política genuinamente revolucionaria, entendiendo por tal una política radical de objetivos ilimitados. Intentan usualmente contenerla mediante las técnicas aprendidas en tiempos distintos y marcos históricos diferentes. El resultado de ello es siempre el fracaso, pues por definición un revolucionario no transige. Solo cede ante una fuerza superior a la suya y generalmente lo hace para seguir luchando otro día. 



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