OLIVIA MUÑOZ-ROJAS
Hace una década el sociólogo Zygmunt Bauman constataba con sorpresa
que la palabra utopía en Google daba 4,4 millones de entradas. Hoy la
misma búsqueda resulta en más de 63 millones, pero su impopularidad
sigue siendo la misma. Utopía y utópico sirven ante todo para
descalificar una propuesta por su impracticabilidad y a su defensor por
su falta de realismo. Si nos preguntaran cómo imaginamos en concreto la
sociedad en la que nos gustaría vivir es probable que no supiéramos
responder. Estamos más acostumbrados a examinar críticamente la sociedad
en la que vivimos y a exigir o plantear medidas inmediatas para
resolver los problemas que detectamos en ella que a tratar de imaginar
cómo sería nuestra sociedad ideal, nuestra utopía.
Tras el aparente fracaso de los grandes proyectos transformadores del
siglo XIX y XX, hablar de utopía puede parecer fútil e ingenuo, incluso
peligroso. La mayoría de los ciudadanos de hoy desean propuestas
políticas realistas y realizables y cuando perciben que ni estas llegan a
cumplirse, es comprensible que todo aquello que parezca difícil de
materializar genere escepticismo y rechazo. El peso de nuestra historia
reciente, el miedo a un futuro incierto y nuestra consiguiente
dificultad para imaginar mundos mejores son palpables al observar la
proliferación de distopías en la literatura y el cine contemporáneos.
Libros y películas nos presentan sistemáticamente una sociedad futura en
la que nuestros recursos naturales se han agotado, no podemos
reproducirnos, triunfan toda suerte de dictaduras o la inteligencia
artificial se ha impuesto sobre la humana, es decir, sociedades en las
que no nos gustaría vivir. Sin embargo, ¿no resultaría útil tener una
imagen de nuestra sociedad ideal a la hora de valorar, por ejemplo, los
diferentes programas electorales que se nos ofrecen, una especie hoja de
ruta con la que contrastarlos? Por ejemplo, ¿cómo imaginamos una
sociedad ecológicamente sostenible? ¿O una ciudad inteligente? ¿O las
familias del futuro?
La tradición utópica está íntimamente ligada a los orígenes del
pensamiento de izquierdas. Varias generaciones de pensadores y
escritores contribuyeron al utopismo con obras literarias y proyectos
reales a pequeña escala: desde los míticos Saint-Simon y Fourier hasta
Cabet y William Morris. Para las incipientes ciencias sociales, el
concepto de utopía se convirtió en el equivalente del laboratorio para
las ciencias naturales. El género literario utópico sirvió para ensayar
nuevos principios sociales con gran lujo de detalles —desde la
emancipación de la mujer (Charlotte P. Gilman) hasta una economía
colectivizada (Edward Bellamy). Algunos de esos principios, como el
sufragio femenino, la abolición del trabajo infantil o la educación
universal, pertenecieron en su momento al género utópico. Hoy, sin
embargo, son realidad en un buen número de países del mundo.
Lo que caracteriza a la tradición utópica es, precisamente, su
realismo. Esto la diferencia tanto del pensamiento premoderno como del
religioso. La tradición utópica atribuye al ser humano la capacidad de
actuar sobre su entorno y cambiarlo. Desde sus orígenes, explica el
sociólogo Krishan Kumar, el género utópico ha demostrado sobriedad, un
deseo de no distanciarse de la realidad presente. Aunque busca pensar
más allá de los límites convencionales del pensamiento social y político
y dibujar la imagen de una sociedad buena, incluso perfecta, lo hace
dentro del margen de lo posible, esto es, partiendo de las realidades
psicológicas, sociales y tecnológicas existentes. Hasta que no
existieron bocetos de máquinas para volar, por ejemplo, la literatura no
imaginó la posibilidad de viajar a la luna.
Fueron Marx y Engels quienes calificaron de utópicos a Saint-Simon y
otros socialistas decimonónicos por su falta de realismo al no
identificar la lucha de clases como motor del cambio social y creer en
la transformación de la sociedad por medios pacíficos. El enorme
potencial explicativo del socialismo científico impulsado por Marx
relegó rápidamente al socialismo utópico a un segundo plano. Han sido
numerosos los pensadores que desde entonces, y aun reconociendo el valor
explicativo (incluso predictivo) de la teoría marxista, acusan su falta
de imaginación a la hora de concebir cómo sería esa sociedad ideal que
seguiría a la abolición de las clases sociales y la desaparición del
Estado.
Es legítimo preguntarse hasta qué punto la izquierda actual sigue
batallando con esa ausencia de imaginación. Desde los medios y la
academia se incide cada vez más en la necesidad para la izquierda de
hacer gala de creatividad y audacia política para abordar los grandes
retos contemporáneos, desde la crisis económica hasta la migración y el
cambio climático. ¿Es posible para la izquierda imaginar una utopía, una
sociedad ideal del siglo XXI, que sirva de referente e inspiración para
políticos y ciudadanos, asumiendo que es inalcanzable? En otras
palabras, ¿es posible conjugar un proyecto utópico con un programa
político de aplicación más inmediata?
Si al pensamiento político le faltan herramientas para ello, la
literatura, el cine y otras artes han demostrado ser poderosos medios
para imaginar sociedades futuras o alternativas, hacerlas tangibles e
inspirar con ello la conciencia y acción política. La última gran
generación de obras utópicas pertenece a los años 1970, coincidiendo con
la emergencia del ecologismo (véase, por ejemplo, Ecotopia de
Ernest Callenbach). Desde entonces, el género literario utópico se ha
visto desplazado más y más por obras distópicas, a veces en un
movimiento dialéctico, como las novelas de Aldous Huxley (no es casual
el hecho de que la distópica Un mundo feliz sea mucho más conocida que la utópica La isla).
En la charla que Bauman daba en 2005 con el título Living in utopia (Vivir en la utopía),
y en la que se sorprendía del volumen de entradas asociadas a esta
palabra en Google, planteaba que utopía se entiende hoy de un modo
distinto a antaño. En lugar de meta ideal, compartida y, en principio,
inalcanzable, la utopía hoy sería una huida hacia adelante sin meta
definida; una huida en la que el individuo busca evadir la incertidumbre
y alcanzar una felicidad más permanente con el solo hecho de comprarse
ropa nueva o irse de vacaciones. ¿Significa eso que estamos ya en el
mejor de los mundos y no es posible imaginar uno mejor? Para Bauman y
probablemente la mayor parte de los ciudadanos la respuesta es no.
Significa, eso sí, que la utopía, como intento de imaginar una sociedad
mejor o ideal, no está de moda. Salvo excepciones, el imaginario utópico
vive sus horas bajas. Poner de moda la utopía es reconocer que sin la
imaginación humana no se hubiera producido ninguno o muy pocos de los
avances sociales, políticos y tecnológicos que hoy conocemos. La
historia demuestra que los sueños de hoy pueden ser las realidades de
mañana.
Olivia Muñoz-Rojas es doctora en Sociología por la London School of Economics e investigadora independiente. Su blog es www.oliviamunozrojasblog.com.
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