IBSEN MARTINEZ
EL PAÍS
El frenesí confiscatorio que se apoderó de Hugo Chávez durante los años de precios altos del crudo que siguieron inmediatamente a las más sonadas y claras victorias del caudillo llanero sobre sus adversarios buscaba quebrar el espinazo de toda iniciativa privada, etapa previa al predominio total del Estado sobre la economía.
Quizá tintineaba en la fidelista cabezota de Hugo Chávez un antecedente cubano: la catastrófica “ofensiva revolucionaria” que en 1968 llevó a Fidel Castro a confiscar 170.000 pequeñas empresas para arrancar de cuajo la mentalidad capitalista y crear el Hombre Nuevo. Chávez, émulo de Fidel, creyó posible instaurar su vagaroso socialismo del siglo XXI armado de una petrochequera, importando todo lo consumible, prescindiendo de la empresa privada y, más aún, destruyéndola deliberadamente. Chávez se salió con la suya en esto de acabar con todo el aparato productivo privado, único capaz, desde siempre y hasta entonces, de generar bienes y servicios suficientes para el mercado venezolano. Los resultados han sido catastróficos, pero mi bagatela de hoy no va de eso. Prefiere detenerse en el entusiasmo con que los pelabolas recibieron las confiscaciones.
Antes de proseguir, y en obsequio del lector no venezolano, me detendré en esa palabra, pelabolas, porque es mucho lo que ella entraña. Significa, esencialmente, lo mismo que descamisado en la parla protoperonista de los años cuarenta. Pero la envuelve un matiz caribeño: un pelabolas es no solo un pobretón, un excluido, como se estila ahora decir. Un pelabolas es también un mendigo desvergonzado y a menudo estentóreo: un lambucio, versión venezolana de lo que en Colombia llamarían lambón, voz esta que no debe confundirse con lambiscón, y que interpreta cabalmente uno de los muchos significados y sentidos que encierra pelabolas: un servil comedor de sobras, pero contento de su suerte. De esa materia está hecha eso que un politólogo llamaría “la base social del chavismo-madurismo”.
Releo y, la verdad, no me avergüenza la incorrección política que un podemita español, por ejemplo, pudiese hallar en esta digresión sobre el pelabolas venezolano que, ayer no más, aplaudía a rabiar cada confiscación decretada por Chávez, a menudo por televisión, con frecuencia en mitad de un arrebato oratorio, invariablemente sin acudir a tribunales mercantiles y sin la debida indemnización. La hubris de Chávez lo llevó a enamorarse de la exclamación “confísquese” que, a cada tanto, se escapaba como una jaculatoria de su homérico “cerco de los dientes”. La masa pelabolas coreaba: “¡así, así, así es que se gobierna!”.
Pues bien, los pelabolas engruesan hoy las largas filas de gente dedicada a la infructuosa caza y recolección de bienes de consumo subsidiados. También la empobrecida clase media, pero el núcleo duro de la fila de hambrientos, son los notoriamente enflaquecidos pelabolas que ayer saludaban las expropiaciones. Me apresuro a señalar que, una vez expropiadas, las empresas eran ocupadas y saqueadas por hordas de pelabolas “autogestionarios” que, igual que hormigas carnívoras, abandonaban de prisa la carcasa monda y lironda de la res confiscada.
Los demóscopas nos dicen que el pelabola se ha fundido en ese 81% de venezolanos que quieren ver a Maduro fuera del poder. Es posible que así sea, pero me late que solo están disgustados con Maduro porque lo creen un pelele mezquino y torpón.
Los pelabolas no han roto con el socialismo del siglo XXI. Desaprueban al Maduro que creen tacaño, no al Maduro violador de derechos humanos que encarcela y mata adversarios. Aún adhieren al ideal bolivariano: ser lambucio.
¿Está el pelabolas en verdad interesado en un revocatorio y una “transición”? No lo creo: todavía piensa que con Chávez mendigaba mejor.
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