Todo tirano que se arrope en el artificio de la soberanía nacional para cometer sus crímenes, todo el que piense que la ley comienza y termine con su persona y sus caprichos; todo el que disponga a placer de las vidas seres humanos con el objeto de mantenerse en el poder, tiene que mirarse en el espejo del caso libio.
Luego de bombardear despiadadamente a las fuerzas rebeldes en un feroz contraataque –numerosas, pero dotadas de armamento muy inferior- Muammar Ghadaffi ha sido informado: la comunidad internacional, con Naciones Unidas por delante, ha decidido intervenir para detener la masacre que lleva adelante el dictador con el objeto de mantener en pie su tiranía.
Es necesario, a estas alturas, hacer un esfuerzo para interpretar desde su raíz la crisis libia: de este a oeste, los ciudadanos de esa nación, inspirados en las protestas democratizadoras de Túnez y Egipto, comenzaron a protestar en las calles para exigir fin a los 42 años de gobierno dictatorial.
Las revueltas, a diferencia de lo sucedido en las anteriores naciones, fueron reprimidas con una descarnada saña, y esta medida produjo levantamientos subsecuentes en casi todas las ciudades libias.
Una dolorosa guerra civil, con impredecibles consecuencias, imposibles de medir incluso ahora, ha tenido lugar desde entonces. Ghadaffi ha sido mucho más que torpe y soberbio: es el responsable directo del conflicto y el autor de una masacre que debería tenerlo sentado en un banquillo de acusados en un juicio por crímenes en contra de la humanidad.
La entrada a la escena de Naciones Unidas en la situación libia no sólo le dará un vuelvo a la situación interna de ese país, sino que, con seguridad, abrirá una debate prolongado universal que va a tener un eco en naciones como la nuestra.
Las voces vinculadas al gobierno nacional abrirán fuegos en contra del imperialismo, enarbolando refritos a favor de la soberanía nacional, intentando curarse en salud ante situaciones futuras –que todos deseamos que jamás se presenten- que lo tengan acorralado, renuente a entregar en el poder en caso de una muy probable derrota electoral.
Una situación prefabricada, casi automática, muy sencilla de adivinar. Frente a ella habrá que responder que el sagrado criterio de la soberanía nacional adquiere sentido sólo si los pueblos de éstas naciones pueden ejercerlo cabalmente mediante el voto popular y otros derechos ciudadanos que en este momento son conculcados en países como Libia, pero también en Cuba, Siria, Myanmar, China y otras naciones que oprimen a sus ciudadanos.
Es decir: afirmar que la soberanía popular reside en el pueblo debe ser una situación comprobable en los hechos. Si los pueblos no son consultados para tener del gobierno que desean, y sobre su voluntad se implantan regímenes impresentables como éste de Ghadaffi, válidos por 42 años, y con voluntad para seguir ahí otros 42 más, –por mucho que haga uso de una confusa terminología participativa de segundo grado, similar a la piratería chavista del poder popular- no habrá soberanía popular o nacional que pueda ser invocada. Eso es lo que cree Fidel Castro: que la soberanía cubana es un criterio que le pertenece; que la voluntad nacional está expresada en su persona.
Pues no: presentada en esos términos, secuestrada la voluntad popular, la soberanía nacional es una abstracción sin significado alguno. Las naciones están integradas por ciudadanos, y la soberanía nacional o popular tiene lugar una vez que estos son capaces de ejercer sus derechos, organizar un estado y darse el gobierno que deseen. Voto directo y secreto, libertad de expresión, asociación, deberes colectivos y albedrío individual.
La masacre de Ghadaffi debe ser detenida y el dictador juzgado por sus crímenes.
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