LA democracia, por sí sola, no vacuna contra el totalitarismo. Democracia se opone a autocracia o dictadura, pero no a totalitarismo. Talmon escribió un ensayo titulado Rousseau y los orígenes de la democracia totalitaria. Democracia y totalitarismo no son, pues, incompatibles. Al final de La democracia en América, acaso el mejor libro que se haya escrito sobre la democracia, escribe Alexis de Tocqueville: «Las naciones de nuestro tiempo no pueden evitar la igualdad de condiciones en su seno, pero de ellas depende que esta igualdad las conduzca a la servidumbre o a la libertad, a la civilización o a la barbarie, a la prosperidad o a la miseria». Y Macaulay afirmó que «las instituciones democráticas puras conducirán, tarde o temprano, a la destrucción de la libertad, de la civilización, o de ambas». No la democracia, sino la democracia pura o radical. La democracia no garantiza la libertad, la civilización ni la prosperidad. Por supuesto, tampoco las impide. De ella nacen dos caminos, y depende de cada nación cuál de los dos toma: el de la libertad, la civilización y la prosperidad, o el de la servidumbre, la barbarie y la miseria. Tal vez no sea impertinente preguntarnos cuál de estas dos vías está transitando hoy la democracia española.
No encuentro razón para negar que en España la libertad, la civilización y la prosperidad se encuentren amenazadas. Tenemos, sin duda, instituciones democráticas, aunque su funcionamiento sea muchas veces defectuoso. Pero ya sabemos que eso no garantiza la libertad. Un amo democrático y, más o menos, benevolente no deja de ser un amo. Y no hay libertad si existe un amo. Tocqueville advirtió de que en los tiempos democráticos la ciencia del despotismo, antaño mucho más compleja, se había simplificado. Bastaba al déspota con amar la igualdad o, al menos, aparentar que la ama. Los ciudadanos rechazarán cualquier atentado contra la igualdad, pero aceptarán sumisos la entrega de su libertad al poder democrático.
Tres ejemplos domésticos: la intromisión ilegítima del Gobierno en la educación; la imposición de la memoria histórica; y la invasión de las costumbres, como hace, por ejemplo, el nuevo proyecto de ley de Igualdad de Trato. Corremos el peligro de la imposición estatal de una especie de «religión» laica y política. Condorcet escribió: «Los mismos que quisieron liberar a los hombres del yugo de la religión se arriesgan a convertirse en servidores de un culto no menos opresivo. A partir del momento en que es el poder el que dice al pueblo lo que hay que creer, nos encontramos con una especie de religión política, apenas preferible a la anterior». El poder temporal aspira así a imponer las creencias que le convienen. El poder podrá de este modo vigilarlo y controlarlo todo, hasta las conciencias. Es un camino, lento y seguro, hacia el despotismo. Se equivoca quien piense que los ciudadanos no necesitamos defender la libertad frente a nuestros representantes. La tradición liberal ha rechazado la pretensión de los Estados de determinar el contenido de la educación. Por lo demás, un Estado educador es casi una contradicción en los términos. Una cosa es el poder y otra la verdad. John Stuart Mill afirmó que el Gobierno debe promover y exigir una buena educación para los niños, pero jamás proporcionársela por él mismo. La función del Estado en la educación es garantizar el ejercicio del derecho a ella, pero nunca determinar su contenido. A menos que uno opte por el totalitarismo.
La verdad no depende del sufragio universal. Un buen Gobierno no se opone a que el conocimiento aumente, pero jamás puede legítimamente determinar lo que es verdadero o bueno. Si el poder público impone como verdad sus opiniones, destruye la libertad. Creo que lo ha sentenciado recientemente Tzvetan Todorov, en El espíritu de la Ilustración: «No corresponde al pueblo pronunciarse sobre lo que es verdad o mentira, ni al parlamento deliberar sobre el significado de los hechos históricos del pasado, ni al gobierno decidir lo que debe enseñarse en la escuela. La voluntad colectiva o soberana del pueblo topa aquí con un límite, el de la verdad, sobre el cual no tiene influencia. Esta independencia de la verdad protege al mismo tiempo la autonomía del individuo, que puede apelar a la verdad ante el poder. La verdad está por encima de las leyes. Por su parte, las leyes del país no son fruto de una verdad establecida, sino expresión de la voluntad pública, siempre sujeta a variación. La búsqueda de la verdad no depende de la deliberación pública, ni esta de aquella».
A veces, se diría que algunos atacan a la religión (cristiana) o a la Iglesia Católica para ocupar su lugar como poder espiritual. Pero si el poder espiritual y el temporal llegaran a reunirse en las mismas manos, la libertad sucumbiría irremediablemente.
Por lo demás, la lógica del Estado del bienestar conduce en la práctica a invalidar el criterio de Mill para delimitar cuándo la sociedad puede interferir legítimamente en la libertad de una persona. Todo lo que hago o dejo de hacer puede, en alguna medida, afectar a otros. Por lo tanto, todo puede ser regulado o prohibido. Parece que en esas estamos. Lo mismo cabe decir de la intromisión en las costumbres. Como el Estado aspira a regularlo todo, no puede dejar fuera nada, ni siquiera lo que el buen sentido encomienda al civismo o a la buena educación. Hay cosas que no se pueden imponer mediante el Derecho, o que, si se intenta, resulta contraproducente. Cedo la palabra a Amartya Sen, quien no es, creo, un ultraliberal: «La importancia ética de la libertad de un tartamudo a no ser menospreciado o ridiculizado en público puede ser muy importante y merecer protección, pero no es probable que sea un buen tema para que la legislación punitiva (con multas o encarcelamientos para los desaprensivos) suprima la violación de la libertad de expresión de la persona afectada. La protección de ese derecho humano tendría que procurarse de otra manera, por ejemplo a través de la influencia de la educación y la discusión pública sobre la civilidad y la conducta social». Dejemos de lado el detalle de que si se trata de un derecho humano, entonces deberá intervenir el Derecho. Salvo en esto, Sen tiene razón.
La libertad, la civilización y la prosperidad se encuentran amenazadas entre nosotros, aunque la mayoría, algo miope, solo repare en la tercera. Nadie sensato comparará nuestra situación con la que impusieron los totalitarismos del siglo pasado. Pero existe un totalitarismo, acaso más débil y benigno, pero no menos totalitario, que oprime directamente las conciencias sin necesidad de violentar los cuerpos. En este sentido, no es que la libertad nos esté siendo arrebatada; más bien la perdemos por desuso, por falta de afecto y apego a ella. Por eso, me parece mucho más urgente reivindicar hoy la libertad que la igualdad, pues está mucho más amenazada. En cualquier caso, no estamos ante un destino inexorable. De nosotros depende que la democracia nos lleve hacia la libertad, la civilización y la prosperidad, y no hacia la servidumbre, la barbarie y la miseria.
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