Sergio Dahbar
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Las palabras ya no tienen el poder que exhibían en el pasado. No sirven, por ejemplo, para apuntalar el diálogo entre gobierno y oposición. Así lo descubrimos esta semana. Se utilizan sí, de manera ostentosa, para sabotearlo, para satanizarlo y también para boicotearlo.
La realidad no podría lucir más huérfana ante semejante despropósito. De acuerdo con cifras de la encuesta ómnibus de Datanálisis, sabemos que “79,5% del país evalúa negativamente la situación del país. 59,2% reprueba la gestión del presidente Nicolás Maduro. 31,8% lo considera el principal responsable de los problemas que aquejan al país. Y 59,1% estima que no debe permanecer en Miraflores hasta 2019”. Tan solo cuatro respuestas de esa investigación bastan para alarmarse.
Mientras pensaba en la obcecación de quienes rechazan o bombardean cualquier posibilidad de entenderse y el panorama aterrador del país en estos días, recordé una vieja historia que oí en la Feria del Libro de Bogotá, contada con la gracia y el talento de quien quizás es el mejor cronista de América Latina, Alberto Salcedo Ramos.
Le pido disculpas a Salcedo Ramos y a su maestro, el periodista Juan José Hoyos, si cometo algún error al referir la historia que se me quedó grabada como una flecha milagrosa en la memoria. Advertí entonces, y lo sé ahora, que su significado era profundo y me ayudaría a entender también las oscuridades de Venezuela.
Un periodista viaja a lo más hondo de la selva y entrevista a un chamán. La conversación es rica en matices sobre la idiosincrasia de esa comunidad, así como sobre sus ritos y creencias más notables. El diálogo se extiende.
En algún momento el chamán le cuenta al periodista el poder que encierra un hacha pequeña, pero altamente simbólica, que casi nunca se desprende de su mano. Es su poder, su credibilidad, su fuerza para conducir los destinos de su pueblo.
La entrevista le permite a este reportero, en estado de gracia, advertir la grandeza de ese pequeño hombre que tiene al frente, el poder de convicción que contagian sus palabras y la serenidad con la que es capaz de hablar de los milagros del cielo y de la tierra.
El periodista regresa a la civilización, de donde ha partido para realizar esta entrevista. Y conversa con el editor del periódico donde trabaja porque siente que esta historia merece una página dominical, bien diagramada. Hay carne en ese viaje que los lectores agradecerán.
Finalmente, la entrevista se despliega a página completa, con llamada en primera. Siente que ha podido devolverle algo valioso a ese hombre humilde que le regaló su conocimiento.
A los pocos días llegan noticias desalentadoras desde el corazón de la selva. Comenzaron a visitarlos antropólogos, movidos por la curiosidad que despertó aquella entrevista dominical, y en el entrevero de nuevas conversaciones y visitas, el chamán perdió el hacha.
Cosa grave. Le robaron la herramienta más poderosa, el vínculo que le permitía traducir la compleja realidad a una comunidad necesitada de estabilidad como del oxígeno y del agua.
El periodista se siente horrible. Su curiosidad, su devoción, su entrega, le han deparado una tragedia a la tribu, y una enorme consternación al chamán, que a partir de ese episodio se siente desnudo y a la intemperie.
Entonces se reúne de nuevo con el editor y le pide una página del periódico dominical para intentar reparar el daño causado. Le conceden la gracia y escribe una nota larga con toda la historia que ahora titula: “Devuélvanle el hacha al chamán”.
A las pocas semanas el chamán mandó a llamar al periodista. Lo recibió con tranquilidad. Le contó que había recuperado el hacha, ya que quien se la había robado, con pena, la devolvió de manera anónima.
La tribu se encendió en una sola celebración. El periodista confesó que estaba feliz porque el chamán había recuperado el poder. Pero el chamán lo contradijo: “Quien tiene el poder verdadero eres tú –le dijo–. Tus palabras recuperaron el hacha. Mi desesperación no sirvió de nada”.
Aseguran que palabra proviene de parábola. Vaya uno a saber. Lo cierto es que esta alegoría indígena, ocurrida en la vida real en Colombia, demuestra que el poder no lo tiene quien dice tenerlo, sino quien es capaz de modificar la realidad para que las mejores cosas ocurran.
Quizás sea hora de que restauremos el poder sagrado de las palabras. Como en la parábola del chamán, nuestra tribu necesita imperiosamente recuperar el entendimiento, la tolerancia, el sentido común, el respeto por el otro. La desesperación es nuestro peor enemigo.
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