Alvaro Vargas Llosa
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La gira del canciller ruso, Sergei Lavrov, por cuatro países latinoamericanos -Cuba, Nicaragua, Chile y Perú- ha despertado inquietud en los profesionales de la inquietud, es decir los funcionarios gubernamentales, burócratas internacionales y observadores sensacionalistas cuya función es darles a las cosas más importancia de la que tienen. Lo que no quiere decir que no haya sido una visita significativa. Para Rusia -claro-, no para América Latina.
El enviado de Putin pretendía descolocar al gobierno estadounidense y a sus aliados europeos en el momento mismo en que intensifican la crítica -y las sanciones- contra Moscú y enviar a sus amigos antioccidentales el mensaje de que su gobierno no está aislado. El efecto lo consiguió, sobre todo en la medida en que Perú y Chile habían votado en la Asamblea General de la ONU a favor de la resolución presentada por Ucrania para denunciar la anexión rusa de Crimea. En la medida en que no hubo el menor reproche por lo que está haciendo Moscú en el este de Ucrania -acaso la antesala de una invasión abierta o encubierta-, Lavrov pudo reforzar en su “base” política dentro y fuera de Rusia la idea de que la proyección mundial rusa no ha disminuido sino al contrario. Se confirma la habilidad del putinismo en el plano internacional (otra confirmación: la finta reciente de Putin, después de hacer Ucrania ingobernable, pidiendo al este ucraniano postergar su referendo independentista).
América Latina no tiene, por ahora, mucho que ganar. El comercio es pequeño (en el caso chileno, apenas algo más de 400 millones de dólares) y las inversiones, mínimas. Es cierto que Rusia vende armas a algunos países, pero no vino a la región para eso. Tampoco ha habido avance alguno en la pretensión de lograr que los gobiernos latinoamericanos establezcan relaciones diplomáticas y políticas intensas con los miembros del club euroasiático controlado por Moscú (la “Unión Aduanera”) a cambio de un tratado comercial con ese bloque que conforman también Kazajstán y Bielorrusia. En cuanto a las bases militares latinoamericanas con que alguna vez soñó Rusia, lo que ha habido más bien es un retroceso. Sigue abierta, en cambio, la posibilidad de que algunos gobiernos permitan a sus barcos y bombarderos repostar en puertos y bases aéreas latinoamericanas. Se trata, sin embargo, de los sospechosos habituales -Cuba, Venezuela, Nicaragua-, lo que no impresionará a nadie.
Nada de esto importa mucho ahora. Rusia utiliza a América Latina y América Latina se deja utilizar para lo que es una mera operación propagandística. Los gobiernos más serios hubieran podido ponerse de acuerdo para decirle a Lavrov: lo recibiremos, pero en otro momento, no ahora que su jefe encarna ante los ojos de la comunidad civilizada la negación del derecho internacional. Nada de eso hubiera comprometido lo poco que Rusia puede ofrecer a la región porque si alguien no está -y lo estará mucho menos en el futuro- en condiciones de ningunear la posibilidad de hacer negocios con terceros es, precisamente, Rusia.
En última instancia, América Latina pesa poco en términos políticos y diplomáticos en la comunidad internacional, a diferencia de lo que sucede en el campo económico, donde juega un rol cada vez más visible (ha pasado de representar 6% del producto mundial a más de 8% y capta casi 300 mil millones de dólares al año en inversión extranjera). O al menos lo jugaba hasta que los países emergentes empezaron a despintarse un poco en el nuevo contexto de desaceleración paulatina.
Quizá ha llegado la hora de pleantearse si uno de los factores que impide una proyección diplomática más gravitante de esta región del mundo no es que de tanto en tanto gente como Putin nos vea como peones de su ajedrez geopolítico.
Publicado en El Independiente
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