Tulio Hernandez
El Nacional
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Desde lejos, Venezuela se ha convertido en un sufrimiento. Un dolor. Una urgencia. Una parte adolorida y distante del corazón. Al menos así ocurre para una buena parte de los venezolanos establecidos en el extranjero que tienen una posición crítica ante el régimen rojo y militar.
Para quienes vivimos dentro el país es también, por supuesto, una angustia. Motivo de pesadumbre y convocatoria a la acción. Pero desde lejos la sensación se hace compleja. La incertidumbre y la obsesión por informarse aumentan y el pesar, combinado en algunos casos con ataques de culpa, pesa tanto como la impotencia. Al menos eso es lo que pude percibir por estos días cuando he tenido la oportunidad de conversar con diversos grupos de venezolanos que, por diferentes razones, se han radicado en España.
Lo primero que impacta es el número. Nadie sabe con exactitud cuántos son, pero es cada vez más frecuente tropezarlos al azar o saber de amigos, alumnos o compañeros de trabajo de otros tiempos que hace rato viven en Madrid, Cataluña o cualquier otro lugar. Los hay con papeles o sin ellos y algunos, como los hijos de españoles que han regresado al lugar de origen familiar, con doble nacionalidad. Hay muchos profesionales, unos con trabajos estables, otros subempleados, profesores universitarios, médicos, abogados, pero también, y venciendo viejas tradiciones nacionales, empresarios exitosos, mesoneros, cajeros de tiendas y hasta con un guía turístico tropecé.
El incremento de la conflictividad del país los ha hecho cambiar. Personas que conocí acá años atrás absolutamente desligadas de la política hoy son activistas de diferentes organizaciones que existen por toda España. Recientes unas, y otras, como la Plataforma Democrática de Venezolanos en Madrid, con largos años de existencia haciendo trabajo opositor. Amigos antes reacios a los símbolos nacionalistas hoy portan entre sus ropas aunque sea un pequeño distintivo tricolor. La mayoría confiesa haberse convertido en predicadores y no pierden oportunidad para explicarles a amigos, vecinos o al taxista, incluso sin que les hayan preguntado, qué está pasando en Venezuela y a qué tipo de régimen totalitario nos enfrentamos.
Y, como ocurre dentro del país, también hay tendencias y conflictos entre partidos y bandos que apoyan o se oponen, unos al diálogo, otros, a la protesta violenta. En las redes sociales se generan agrios intercambios y tuve la oportunidad de presenciar debates entre algunos que, con los ojos enrojecidos por un llanto que no querían dejar salir, sostienen que la guerra civil es inevitable, que ya comenzó pero no nos hemos dado cuenta; otros, convencidos de que ahora sí se está instalando una dictadura con todas las de la ley, y quienes esperanzados afirman que, antes de diciembre, Maduró cae y la convivencia entre diferentes volverá. Como antes.
La angustia es grande y compartida. Es imposible sentarse con otro venezolano sin que una buena parte del tiempo se dedique al tema político y, aunque se intente eludir, la figura del presidente muerto se asoma siempre, fantasmal. Algunos, incluso, reconocen que se sienten como los legendarios emigrantes cubanos que llevan ya más de cincuenta años en Miami hablando día y noche de la isla de la que fueron echados y del criminal de Fidel.
A comienzos de la semana me conseguí con un trío, dos mujeres y un hombre, que salían de ver Azul y no tan rosa, la película venezolana que obtuvo recientemente el Premio Goya. Tenían los ojos blandos de quien acaba de llorar. Y así era. Me contaron que al momento de la secuencia del viaje de los protagonistas a Mérida, mirando los paisajes de los valles de Aragua, los llanos y las montañas andinas, se descubrieron llorando amargamente y, lo más impactante, que en la sala había otras personas llorando igual. En la salida se reconocieron, otros venezolanos, y se saludaron solidariamente.
De regreso, ya sentado en el avión, cierro los ojos, recuerdo sus rostros y pienso que, de lejos, tu país puede ser también un mal presagio. Una razón para llorar.
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