Fernando Martínez Móttola
“¡Vaya trivialidad!”, habrá
pensado usted, sin duda alguna, al leer el título de este artículo. No
obstante, si a pesar de eso ha decidido continuar su lectura hasta esta
línea, me atrevo a abusar de su consentimiento para añadir otra obviedad
de igual o mayor envergadura: ni un mango es una manzana ni tampoco
Nicolás Maduro es Isaac Newton.
Hey,
¿todavía sigue allí, estimado lector? ¿Todavía no me abandona?... Es
usted muy paciente; se lo agradezco. Yo sé que tal vez le cueste creerme
lo que le digo, pero –por insólito que le parezca– lo primero que me
vino a la mente cuando vi aquel mango que, volando, entraba por la
ventana del autobús y golpeaba la cabeza del primer mandatario nacional
no fue otra cosa que la bucólica imagen del insigne científico inglés:
sentado bajo un frondoso árbol, reflexivo, observando cómo una manzana
caía por su propio peso. Y entonces, en medio de este afán en que
vivimos todos, en busca de una esperanza por pequeña que esta sea y
desesperada que parezca; capaces de agarrarnos de un clavo ardiendo, si
es necesario, para no perder el último anhelo, vi un rayito de luz y me
pregunté: si una manzana que apenas cae por fuerza de la gravedad fue
capaz de estimular el pensamiento que generó las bases de toda la
mecánica clásica, ¿un mango a quince o veinte millas por hora no será
capaz de mover algunas neuronas en la mente de cualquier ser humano?
¿Iluso
yo? Es posible. He aquí mi respuesta, nada original: la esperanza es lo
último que se pierde. Tampoco es que vamos a aspirar –ni se necesita
para hacer un buen gobierno– a que, como efecto del “mangazo”, se vaya a
producir un nuevo tratado sobre la gravitación universal ni nada que se
le parezca. Estoy seguro de que tanto usted como yo –al igual que la
gran mayoría de los venezolanos– nos conformaríamos con mucho menos que
eso; de que tan solo con una parte infinitesimal de esa reflexiva
actitud newtoniana nos daríamos por más que satisfechos.
Bastaría
que por un segundo el conductor de la nave se preguntara: ¿cuál es el
grado de desesperación que debe tener una persona para escribir un
mensaje en la concha de un mango y lanzarlo contra la cabeza del
mismísimo presidente de la república? ¿Hasta qué punto la angustia de
esta señora –que, sin ser Johan Santana, atinó un lanzamiento con tanta
puntería– no representa la necesidad de hacerse escuchar de todo un
país?
Mientras tanto, la popularidad
del gobierno se desploma como las manzanas del árbol; y, muy pronto, el
próximo mensaje no se lo daremos con mangos ni con ninguna otra fruta,
sino con votos.
@martinezmottola
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