Carlos Canache Mata
La
historia es conocida. Cinco días antes, el 19 de noviembre, a las 11 de la
mañana, tres tenientes coroneles uniformados están sentados, en el Palacio de
Miraflores, frente el escritor-Presidente de la República, Rómulo Gallegos. Un
solo testigo, Gonzalo Barrios, Secretario General de la Presidencia, relató
después, en detalle, la entrevista.
Los tres tenientes coroneles eran Carlos
Delgado Chalbaud, Ministro de Defensa, Marcos Pérez Jiménez y Luis Felipe
Llovera Páez. El Presidente los invitó a hablar en vista de que eran los
solicitantes de la audiencia y permanecían en silencio. Fue el ministro Delgado
Chalbaud, el que en nombre del Ejército, leyó el pliego de cinco peticiones:
Expulsar del país a Rómulo Betancourt, prohibir el regreso del comandante Mario
Vargas (enfermo en Estados Unidos), destitución del teniente coronel Gámez
Arellano como Jefe de la Guarnición de Maracay, designación de los edecanes
presidenciales por el Estado Mayor, y que el Presidete Gallegos decidiese su
“desvinculación con el partido Acción Democrática”. Después de escuchar las
demandas de los conjurados, el Presidente les respondió que “de acuerdo con esa
Constitución que ustedes también han jurado respetar, defender y hacer respetar,
no puedo ni debo aceptar imposiciones ni rendir cuenta de mis actos ante ese
otro organismo llamado las Fuerzas Armadas Nacionales, cuyos deberes y derechos
de cuerpo no deliberante los define claramente la Carta Fundamental de la
Repoública y que no son, precisamente, los que ustedes en estos momentos están
pretendiendo ejercer”. Luego refutó, una
a una, las cinco peticiones que se le hacían. Fue como la reencarnación del
José María Vargas de 1835 respondiéndole a los Carujos de 1948.
El 24 se consumó el golpe Estado. En
relación a la conducta de Carlos Delgado Chalbaud, quien era como un “hijo
espiritual” de Gallegos y convivió con él en su casa del exilio en Barcelona,
España, hago tres referencias. Una, cuando inmediatamente después del golpe se
pasa revista en la Cárcel Modelo a los ministros presos, el militar que leyó la
lista dijo al final “el gabinete está completo”, a lo que Gonzalo Barrios
observó que faltaba un ministro, “¿cuál?” preguntó el militar y Barrios, con
fino sarcasmo, le respondió “el Ministro de Defensa” que, como sabemos, había
pasado a ser el Presidente de la Junta. Dos, Delgado, ya Presidente de la Junta
facciosa, le envía un emisario a Gallegos, detenido en la Academia Militar,
ofreciéndole que podía volver a su casa, a lo que el gran escritor le
contestó que hasta el 19 de abril de 1953
había dos lugares para él: Miraflores o la cárcel. Tres, el periodista y
cineasta Napoleón Ordosgoiti cuenta en su libro “Gallegos, el poder y el exilio”que
fue portador de una carta completamente lacrada, cuyo contenido desconocía, de
Delgado, Presidente de la Junta Militar de Gobierno, para Gallegos, a quien se
la entregó personalmente en México y que al leerla “su rostro cambiaba de
expresiones”, diciendo al final: “Todo es mentira, es un Judas”, mientras
rompía la misiva echándola al cesto de los papeles. Esto es distinto a lo que le escuché
después al insigne novelista. Durante el
destierro en México, en el año 1956, al ex -presidente Gallegos se le presentó una
crisis de hipertensión arterial y por 15 días consecutivos el médico tratante
le ordenó reposo en cama y tomarle la tensión y la temperatura diariamente. Me
correspondió hacer esto último (yo era un médico recién graduado exiliado,
después me gradué de abogado), y en una conversación sobre el golpe del 24 de
noviembre dijo, palabras más, palabras menos, que “Delgado hizo todo lo posible
por evitar el golpe, pero al ver que eso era imposible, se plegó a Pérez
Jiménez y se perdió para la historia”, concluyendo con la frase, que me quedó
grabada, de que “él fue un traidor pasivo, no un traidor activo”. Muchos
discrepan de esa opinión, que consideran generosa, del gran novelista.
El golpe del 24 de noviembre de 1948 y su
paréntesis dictatorial hasta 1958 fueron una manifestación más de la histórica
tradición de confrontación entre el militarismo y el civilismo que Venezuela
conoció a lo largo del siglo XIX y se había prolongado en el siglo XX hasta
1935, cuando con su muerte, termina la dictadura de Juan Vicente Gómez. Esa
confrontación revivió con el golpe fallido
del 4 de febrero de 1992, y con el triunfo electoral de Hugo Chávez en 1998 y
la sucesión, mediante el fraude comicial, de Nicolás Maduro, quien es un
presidente nominal en manos de los militares. Salir de esta situación es la
asignatura pendiente.
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