MIBELIS ACEVEDO
¿Que a la política la define la razón, ese intercambio de la palabra meditada y la capacidad de plasmarla en una praxis que da carne y nervio al cogito cartesiano?
¿Que esta se hace con la cabeza y no con otras partes del cuerpo o del alma, como dice Weber, lo cual lleva a trascender el yo en función del nos-otros vital
en el ámbito público? Imposible negarlo: es la razón lo que lleva a
juntarnos y organizarnos, lo que nos aleja del estado de naturaleza y de
la sujeción del mero capricho narcisista.
Montesquieu supo ilustrar el talante de la irracionalidad opuesta a la libre pero ordenada coexistencia en la polis: “cuando los salvajes de Luisiana quieren fruta, cortan el árbol. Así es el gobierno despótico”.
Fuerza bárbara, destructiva, ganada por el impulso. ¡Ah! Penosamente, a
veces cuesta mantenerla a raya. Hay que bregar con la certeza de que
las pasiones forman parte del ejercicio “demasiado humano” de la
política (lo que indica que esta no se hace “solamente con la cabeza”,
matiz que también Weber reconoce). Ni siquiera las democracias
liberales se libran de su impronta; allí están, pidiendo afinación
cuando la razón florece, dispuestas a arrimar vibrante ascua a nuestra
lumbre, a imprimir vigor y honduras nuevas, como afirma Martha
Nussbaum. O por el contrario, zafándose como un resbaloso pez de las
manos del pescador para luego encajar su tiranía, su lógica de la
devastación.
Si de pasiones que desordenan se trata, quizás el miedo se corone
como una de las más díscolas. El miedo tulle y aturde, por un lado; o
conmina a evadir el riesgo, empuja a la retirada, por otro, cuando quien
teme no opta por salirle al paso a la amenaza. Hay poderosas claves de
supervivencia surgidas de un miedo bien gestionado, claro; pero si en el
interín la prudencia termina degollada, si para trastear con la
incertidumbre, por ejemplo, gana la primitiva necesidad de anular al
individuo y de fundirse con la multitud, el estacazo es tan dañoso como
el de esa subordinación instrumental de la razón que Kant avistó en el mal radical. Y es que uno precisa del otro para existir.
De allí que las ideologías -en tanto sistemas organizadores de
creencias y aglutinadores de miedos- hayan cobrado jugoso botín en
tensos momentos de la historia de la humanidad, o que la tendencia a la
autodestrucción desvirtuase de modo tan absurdo la aspiración de ascenso
de ciertas sociedades. “Es increíble cómo un analfabeto como Hitler (…) hipnotizó a un pueblo tan culto como el alemán”,
cuenta Solomon Perel, judío que se hizo pasar por nazi para sobrevivir.
Atados al espanto, pululan algunos feos rostros de esa renuncia a la
racionalidad, de la entrega del alma a oscuros legatarios que conciben
sus doctrinas no como representación de una parte de la realidad, sino
como verdad total.
En efecto, la rendición determinista ante ciertos ismos acabó
por reducir la identidad de los individuos a la de simples veneradores
de tótems y salvadores mesiánicos, y agusanó el pensamiento con
prejuicios, dogmas, pseudo-revelaciones; con superchería, incluso.
Triste sentina para la condición humana: confinada al minúsculo
cuchitril, atajada a priori por el temblor, cuando la libertad y la
pluralidad deberían marcar la sístole y diástole del vuelo político que
conduzca a la democracia.
¿Cómo revertir la sinrazón de esos retrocesos, por qué conformarse en
ese caso con la apuesta de la lógica binaria? ¿Por qué suponer, además,
que un modelo signado por la adhesión tribal que promueve el populismo
–bestia tan antipolítica como elástica en lo ideológico- debe ser
sustituido por un hipotético contrario, su otro-yo, tan demoledor e
irracional como aquel?
Invocadas por el barrunto de una transición (¿?), de pronto cunden en
Venezuela alusiones a la “irrevocable” condena del péndulo: como en el
Brasil de Bolsonaro, salir de la fallida izquierda debería llevar a la
ultraderecha, se dice. Cabe preguntarse si acaso el miedo a la libertad
que se agazapa en ese ultimátum no es lo que incita a abrazar la
antipolítica idea de la predestinación, ese “eterno retorno”
descartando la transformación posible; esa invitación al no-movimiento.
Negación, al final, de la capacidad de generar nuevos comienzos que,
como apunta Arendt, subyace en la acción política.
El ángel de la historia clava su mirada en la ruina del pasado
mientras da la espalda al futuro, anuncia Walter Benjamin. La aspiración
a evolucionar hacia un estado de conciencia superior, uno que permita
acceder a un régimen de justicia y libertades, debería ser el único
desagravio posible ante tanto descenso. Que un miedo infantil -que
seguro impele a sumarse al grito de guerra de la tribu- sea la emoción
que arrope a la política, no es para ufanarse. Conviene recordar que
nuestra historia también brilla por personajes que se atrevieron a
soltar amarras, a desbaratar cultos y sacar provecho a la incomodidad, a
restearse con la convicción de que era la democracia y no sus fulleros
sucedáneos el fin al cual debían aspirar los venezolanos.
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