viernes, 23 de noviembre de 2018

Teodoro Petkoff: el deber de resistir

Enrique Krauze

Aunque la esperaba desde hace meses, me dolió mucho la muerte de Teodoro Petkoff. Fue un gran dirigente de la izquierda democrática venezolana. Sufría una depresión profunda. No salía de su cuarto. Me dicen que apenas hablaba. Su semanario Tal Cual –valiente, provocador, lúcido– había dejado de circular en la versión impresa (no en la digital), pero desde hacía muchos años era el blanco de la represión bajo la forma de acosos violentos y demandas judiciales. En 2015, Teodoro tuvo la osadía de señalar los nexos de Diosdado Cabello con el narcotráfico. El todopoderoso militar, número dos en la jerarquía de aquel régimen, lo demandó penalmente bajo el cargo de “difamación”. Siguieron otros juicios con “agravantes”. Previsiblemente, el Poder Judicial –servil, como todos los otros poderes, excepto la casi exangüe Asamblea Nacional– lo condenó a una cruel prisión domiciliaria que él encaró, como todo en la vida, con estoicismo: “Continúo con mi editorial. Los juicios no me afectan en absoluto”, declaró por entonces. Sentía “el deber de resistir”.
En mi libro El poder y el delirio recogí su testimonio sobre Hugo Chávez. Había llegado a la conclusión de que Chávez bordeaba el fascismo, pero le dolía esa convicción. Le había dado el beneficio de la duda. No comulgaba con el comandante, pero comprendía las raíces de su ascenso. Pensaba que en los regímenes neoliberales de fines de los ochenta habían aplicado “una operación sin anestesia” a la sociedad venezolana, y le parecía natural que esta hubiese reaccionado. Todavía en 2002, durante el frustrado golpe de Estado que por unas horas mantuvo al país en vilo, Teodoro había visto marchar a una viejita con una pancarta que decía “Devuélvanme a mi loco”. Repetía esa anécdota para recordar la llama de esperanza que Chávez había prendido en vastos sectores del pueblo. Pero cuando lo conocí en 2008 su veredicto sobre el chavismo era irreversiblemente negativo.
En su testimonio sobre Chávez advertí una gravedad inusitada, un peso de la historia. Y es que Petkoff no provenía solo de la Revolución cubana sino de la original, la Revolución rusa. Los Petkoff (Luben, Teodoro y un tercer hermano que murió joven) eran hijos de una familia de comunistas europeos, el padre búlgaro, la madre judía polaca, que habían llegado a Venezuela en los años veinte y plantaron en sus hijos el espíritu revolucionario. Ese era su linaje. Por eso a Teodoro le indignaba tan profundamente que un líder que se ostentaba de izquierda hubiese terminado por adoptar la política intolerante y autoritaria, la prédica polarizadora, la mentira sistemática y el odio ideológico de los enemigos históricos del socialismo: los nazi-fascistas.
A fines de 2009 lo invité a presentar aquel libro en la Feria de Guadalajara. Pasamos todo el día juntos. Por la mañana, mientras recorríamos los murales de Orozco en el Hospicio Cabañas, me contó tramos de su vida. Había sido junto con Luben uno de los primeros guerrilleros entrenados en Cuba que desembarcaron en las playas venezolanas para replicar la revolución en América Latina, pero no tardó en tomar conciencia de que la vía armada al socialismo desembocaba, por necesidad, por fatalidad, en la dictadura. El apoyo inmediato de Castro a la invasión de los tanques rusos a Checoslovaquia en agosto de 1968 lo apartó para siempre de Fidel, quien no tardó en condenar públicamente a Teodoro argumentando, si mal no recuerdo, su tibieza, su falta de fe, su traición.
A principio de los setenta Petkoff comenzó a valorar al expresidente Rómulo Betancourt, cuyo tránsito del socialismo revolucionario a una versión democrática y liberal de los mismos ideales coincidía con el suyo. También Betancourt se había formado en el marxismo, pero su oposición al dictador Juan Vicente Gómez lo había llevado a Chile y Costa Rica, dos países donde aprendió que la democracia y la libertad son valores convergentes e irrenunciables para la vida civilizada. Petkoff creyó siempre que ambos deberían ser consustanciales a la búsqueda de un orden social distinto, incluso socialista. Sobre este tema escribió varios libros. Y bajo esta convicción, fundó MAS, Movimiento al Socialismo, que, si bien no triunfó en las sucesivas contiendas por la presidencia, demostró la viabilidad de la opción democrática para la izquierda. Una opción que Chávez usó para acabar con la economía de su país y con la democracia.
En el hotel de Guadalajara encontramos a Gabriel García Márquez, que nos invitó a cenar. Se querían mucho. Petkoff no podía olvidar que a principio de los años setenta “Gabo” le había donado el dinero del Premio Rómulo Gallegos para ayudar a MAS. García Márquez ordenó champaña para brindar con su viejo amigo. De pronto, Teodoro le pidió un vehemente favor: “Gabo, consígueme una cita con Fidel. Quiero ver a Fidel. Por favor, Gabo”. Quería verlo –me dijo después– para reclamarle la indiferencia con su hermano Luben que, víctima de una enfermedad terminal años atrás, había viajado a Cuba para despedirse del líder histórico a quien había servido por décadas. Fidel nunca lo visitó. García Márquez no prometió nada. Hizo elogios de Fidel. Aseguró que los rumores sobre su mermada salud eran falsos. El rostro de Teodoro, siempre melancólico a pesar de su fácil sonrisa, se ensombreció. Nunca podría volver a ver de frente al hombre que en tantos sentidos había marcado su vida.
Llegará el día en que la izquierda latinoamericana renuncie al culto fascista de la personalidad y adopte los valores de la democracia en libertad. Entonces apreciará la dimensión histórica y moral de Teodoro Petkoff.


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