TRINO MARQUEZ
El triunfo de Jair Bolsonaro debería convertirse en motivo de
reflexión para los demócratas del
continente y el mundo civilizado. Muchos opositores venezolanos, desesperados
por la mediocridad y sordidez del régimen, han celebrado su victoria con
entusiasmo. Ven al militar retirado como un firme aliado en la lucha contra
Nicolás Maduro. El asunto va más allá. Bolsonaro representa la derecha recalcitrante,
anclada en el pasado más remoto; en un pasado que se creía superado por los
avances civilizatorios alcanzados de forma continua por la humanidad desde el
triunfo de la Razón y la ruptura provocada por el Iluminismo en el siglo XVIII.
Hasta el entusiasta Steven Pinker, autor
de un libro imprescindible, En defensa de
la Ilustración, debe de sentirse
escandalizado por el tipo de afirmaciones que convirtieron al opaco diputado
brasileño en un líder de opinión pública
y en el Presidente electo de Brasil.
Bien avanzado
el siglo XXI, el señor Bolsonaro ha defendido la dictadura que derrocó a Joao Goulart
en 1964 y que se entronizó en el poder durante casi dos décadas. Coloca esa
autocracia militar como ejemplo del orden y progreso alcanzados por ese país
durante esa etapa. Su afirmación ignora, además de la violación sistemática de
los derechos humanos, el proceso tan regresivo que se produjo en la
distribución del ingreso y en el aumento de la pobreza. Caída la dictadura, se
supo que el “Milagro Brasileño”, como se le llamó a ese período desarrollista,
había servido para crecer, pero sobre todo para enriquecer algunos cuantos
grupos que se movían en la periferia del poder militar y a los propios
uniformados. Bolsonaro ha sostenido que el error de los dictadores fue no haber
matado a los opositores. No bastaba con torturarlos. Ha señalado en reiteradas
oportunidades su desprecio por los homosexuales. Ha manifestado sus
inclinaciones racistas, misóginas, chauvinistas y machistas. Desprecia todo lo
que significa apertura, inclusión, tolerancia, empatía, componentes
fundamentales de la política en el sentido más digno del concepto.
¿Por qué este
militar retirado, paracaidista del ejército para más señas, devenido el
caudillo civil, tuvo un éxito tan arrollador en las pasadas elecciones brasileñas?
La respuesta hay que buscarla por el lado del comportamiento de la clase
política tradicional, el hastío de la gente ante la corrupción y su desencanto
por el estallido de la burbuja en la que se movió la economía durante varios
años. Bolsonaro no es un advenedizo, ni un forastero de la política. Ha sido
diputado desde 1991. Ha militado en nueve organizaciones diferentes, incluido el partido ecologista. En los
recientes comicios fue apoyado por el Partido Social Liberal (PSL), una pequeña
agrupación, insignificante hasta el triunfo del nuevo líder.
El malestar por
la corrupción podría ser la causa fundamental de la decepción de los brasileños
frente a los políticos convencionales. Petrobras se transformó en el símbolo de
la podredumbre promovida por la cúpula del Partido de los Trabajadores (PT) de
Lula y Dilma Rousseff. El castigo contra la presidente defenestrada fue
despiadado. Recibió una paliza como candidata a senadora por el estado de Minas
Gerais. El deterioro económico, asociado con la corrupción, representa la otra
fuente de desagrado. A los brasileños se les creó la ilusión de que el
crecimiento económico y la equitativa distribución del ingreso y los
beneficios, aumentarían en las próximas décadas. No ha sido así. Brasil ya no
es la promesa que fue en el pasado reciente. Los ciudadanos lo saben y lo
padecen.
Para los
demócratas, de centro izquierda y de centro derecha, lo ocurrido en Brasil
tiene que convertirse en una fuente de enseñanzas. Si no aprenden las lecciones
y corrigen los defectos, aparecerán más
personajes como Hugo Chávez y Donald Trump; o, más allá, como Erdogan, el más
reciente amo de Turquía. Se trata de líderes que se valen de las elecciones
para alcanzar la cúspide del poder, desquiciar el sistema republicano, basado
en los contrapesos institucionales, y crear un nuevo orden donde ellos son el
centro.
Jair Bolsonaro
resulta una incógnita en ese momento. Aún no se sabe cuál será su desempeño
como Presidente. Si nos atenemos a los antecedentes y a sus discursos previos,
existen suficientes motivos para preocuparse. Las instituciones brasileñas han
demostrado una fortaleza rocosa frente a los caudillos. Lula se encuentra
preso. A Dilma la sacaron de la presidencia. Pero, ya sabemos lo que pasó en
Venezuela, cuya democracia se veía tan robusta.
Brasil sigue siendo la nación más
importante de la región. Su peso es gigantesco. El lugar común dice que hacia
donde se incline Brasil, se inclinará América Latina. Es verdad. Las
dimensiones de su economía y de su población le confieren esta primacía. En el
plano político también se cumple el principio. Una autocracia cívico-militar en
ese inmenso país sería trágico para el continente. Esperemos que Bolsonaro
cumpla con la promesa expresada en el discurso cuando se declaró ganador de las
elecciones. Allí dijo: respetaré la
Constitución. Esperemos que sea cierto.
@trinomarquezc
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