CARLOS RAUL HERNANDEZ
Cada vez que triunfa una de esas pesadillas como Jair Bolsonaro, queda
la esperanza de que finalmente se imponga la racionalidad y las
instituciones frenen esas bestias apocalípticas con la manía de destruir
una parte de la sociedad para “adecentarla” o favorecer a otra. Este stand-by
sicológico es humano, comprensible y a veces resulta. Con Chávez
quienes confiaban que tuviera su epifanía, vivieron la realidad. Pepe
Mujica, al contrario, pese a haber sido jefe tupamaro y preso político
víctima de torturas, hizo un gobierno democrático y de apertura
económica, cuyos beneficios aun no terminan. El caso de Lula es
contrario.
Realizó una gestión correcta desde los
puntos de vista democrático y de política económica, mientras edificaba
un Estado paralelo de corrupción como pocos, cosa que, por cierto, nada
influyó en los resultados del domingo pasado. Era previsible, sin
embargo, que la destitución de Rousseff se tradujera en algún cisne
negro. Con el apoyo de notorios exponentes de la cultura, generalmente
ciegos en política, López Obrador es una tensa expectativa, pero quienes
sí ven piensan que es una amenaza.
Escribió
Isaiah Berlin que cuando un pistolero poderoso y decidido se planta
frente a las instituciones democráticas, a éstas les tiemblan las
piernas y tienden a incumplir su misión de bloquearlo, reducirlo y
defenderlas. A Chávez lo coronaron entre el Presidente de la República
que lo precedió, la presidenta de la Corte de Justicia y los jefes de
las instituciones y organizaciones sociales encargadas de neutralizarlo.
El triunfo de Bolsonaro revela las taras del análisis político de
peluquería que, casi sin excepción, lo atribuye a la reacción contra las
taras del sistema, la crisis de los partidos, las fallas del liderazgo y
bla bla.
Lugar común, lugar de todos
Enumeran
la corrupción, la ineficacia, la miseria y demás lugares comunes que
sirven para todo. Pero contra esta retahíla de naderías políticamente
correctas, como se sabe, casi todos los estudios de opinión decían que
Lula, el fundador de la corrupción sistémica en Brasil, patriarca de
Odebrecht, líder de un partido tradicional, barrería con apoyo masivo si
no lo impedía el Poder Judicial. A las mayorías esos pecados no les
molestaban demasiado y deseaban votar específicamente por ellos, lo que
deberían reflexionar los análisis tapa amarilla en los que el pueblo es
el verdugo republicano par excellance a nombre de la moral pública.
Las
posibilidades de Fernando Haddad no eran brillantes. Para adular a su
jefe, dijo que con el apoyo de Lula ganaría “hasta un poste”, lo que
ayuda a comprender por qué su gestión en la alcaldía de Río de Janeiro
fue gris. Sin embargo, el PT obtuvo la altísima votación de 45%. Parte
del país quería votar por el gran corrupto carismático y benefactor.
Como no lo tuvo sino a una especie de nulidad, escogen el punisher
que suena como potencial nuevo repartidor, el antisistema que demostró
repetidamente su carisma electo muchas veces como diputado y que en
2014, fue el candidato que recibió en Río la mayor votación al
Parlamento.
Un underdog como Haddad no
tenía vida entre las figuras tan fuertes de Lula y Bolsonaro, quien como
López Obrador, tiene por delante ejecutar o no los programas con los
que ganaron. Ambos son amenazas populistas, de izquierda o de derecha lo
mismo da, que pueden o no materializarse. Que dos países gigantes de
Latinoamérica estén a un paso de lo que vivió Venezuela, tiene que
mantenernos en ascuas. Si Bolsonaro intenta llevar adelante sus
prejuicios racistas y sus políticas del siglo XIX contra las mujeres,
los homosexuales y otras minorías, iniciará la desestabilización.
El otro es López Obrador
Igual que si López Obrador pretende avanzar con sus odios contra las clases medias proyankis,
los blancos, el Acuerdo de Libre Comercio con EEUU, la modernización,
los riquitos, las empresas privadas y todo lo que ha construido la
prosperidad de México. Estamos en la era Trump y por lo tanto la
extravagancia, la irracionalidad, la inmoderación, tienen papeles de
identidad en el mundo. Vargas Llosa dijo recientemente que era el
problema de tener un presidente tercermundista en Estados Unidos.
Hillary
le dio una paliza electoral, con casi tres millones de votos por
arriba, pero por razones técnicas él está en la presidencia. El único
estadista europeo occidental es la señora Merkel, mientras los líderes
en España se debaten entre quién es el más fiel plagiario o el mejor
agente de una amenaza revolucionaria. Rajoy se sumergió en el anonimato y
Felipe mejor si hiciera lo mismo. Un grupo de países latinoamericanos
se involucró en Venezuela con el fin de ayudarla a recuperar la
democracia y sacar a Maduro, asesorados por algunos dementes, y su
efecto fue contrario.
Contribuyeron a
desvalorizar el voto ante la ciudadanía y sumergieron a Venezuela en una
laguna Estigia, sin esperanza democrática visible, con una oposición
malherida. No existe ni vale la pena que exista unidad ni niño muerto,
ni puente ni túnel, que pasen por otro lugar que no sea la estrategia
democrática, constitucional, pacífica, negociada, cuyo centro sea la
recuperación del voto y reconstruir los partidos políticos. Hablar de
unidad fuera de eso, nos tiende a ubicar entre los parámetros
conceptuales de esa categoría analítica divulgada por Norkys Batista.
@CarlosRaulHer
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