TEODORO
FEDERICO VEGAS
PRODAVINCI
El miércoles 31 de octubre, murió a los 86 años Teodoro Petkoff, economista, político, ministro, exguerrillero y fundador del diario Tal Cual.
En 2015, fue galardonado con el premio Ortega y Gasset por su carrera
profesional. Petkoff no pudo asistir al evento por tener prohibición de
salida del país. Compartimos un texto de Federico Vegas que fue
publicado originalmente en Prodavinci el 26 de abril de 2015.
Para empezar con buen pie y sin ambigüedades, debo decir que Teodoro
Petkoff es el único líder político que ha llegado a apasionarme, quizás
por haber tenido siempre un aire trágico de candidato ideal y constante
perdedor. Una paradoja que recuerda la frase de Groucho Marx: “Yo jamás
pertenecería a un club que acepte a un tipo como yo”. De igual manera,
yo jamás votaría por un candidato capaz de ganar una elección, una gesta
que exige adular a los adulantes y estirar al máximo la capacidad de
inventar mentiras.
Dice Hanna Arendt que “el mentiroso no tiene que hacer grandes
esfuerzos para aparecer en la escena política, cuenta con la gran
ventaja de estar siempre ya en medio de ella. Es un actor por
naturaleza; dice lo que no es porque quiere que las cosas sean
diferentes a lo que son, es decir, quiere cambiar el mundo”.
He llegado a pensar que la tragedia de Teodoro ha sido pretender cambiar el mundo con la verdad.
La primera vez que nos sentamos a conversar tuve que disimular mi
admiración para mantener la prestancia de un entrevistador serio. En su
oficina del diario Tal Cual hablamos sobre Domingo Urbina, el
sobrino de Rafael Urbina que participó en el asesinato de Carlos Delgado
Chalbaud, presidente de la Junta Militar que derrocó a Rómulo Gallegos.
Domingo estuvo doce años preso, hasta que logró fugarse y se refugió en
las montañas de Falcón, donde se incorporó al frente guerrillero “José
Leonardo Chirinos”, bajo el mando de Douglas Bravo y Teodoro Petkoff.
Esa tarde de la entrevista a Teodoro le estaban colocando, por
primera vez en su vida, unos aparatos auditivos. La encargada de
graduarlos era su sobrina, hija de su hermano Luben. Entre la belleza de
la experta y el humor con el cual Teodoro se adentraba en el arte de
aceptar la vejez, la escena me resultó conmovedora y no hallaba cuál
volumen darle a mis palabras, las cuales, de paso, sirvieron para que la
sobrina fuera graduando el nivel de aquellos mínimos dispositivos. Hubo
momentos de confusión pues, mientras Teodoro trataba de responder a mis
preguntas y a las de su sobrina, yo no sabía si sus afirmaciones con la
cabeza se debían a que me estaba oyendo o entendiendo.
En un capítulo de la novela Sumario utilicé esta historia
que Teodoro me contó. En las leves dosis de ficción que introduje, un
padre está conversado con su hija, llamada Emiliana, quien había
conocido a Teodoro::
Emiliana primero analizó la figura del hombre que admiraba:
—Ese Teodoro nunca llegará a ganar una elección.
—¿Por qué lo dices? ¿No te gustaba para presidente?
—El problema es que tiene algo de
lupa y de espejo… puedes ver lo que tiene adentro, en el fondo, y,
hablando con él, se entiende mejor lo que uno mismo piensa.
—¿Y entonces?
—Así nadie puede mentir.
Teodoro le contó a Emiliana que él y Douglas Bravo se fueron a
Churuguara, donde Domingo estaba enconchado, y lo invitaron a participar
en el nuevo frente. Ya instalados cerca de San Luis de la Sierra,
Teodoro decidió darle clases de historia a la tropa. Usaba el método que
proponía Bolívar, ir de adelante hacia atrás. Empezó con historia
contemporánea y les habló de las contradicciones internas de la Junta
Militar en 1950. Así llegó al asesinato de Delgado. Mientras ofrecía sus
interpretaciones, notó que Domingo lo miraba desconcertado, pero en ese
momento no ató cabos. Fue después de la charla cuando Domingo se le
acercó con mala cara y le preguntó:
—Todo ese asunto de la clase… ¿tendrá que ver conmigo?
Entonces fue que Teodoro cayó en cuenta de a quién tenía entre sus alumnos:
—¡Chico, perdóname, se me había olvidado que tú fuiste uno de los asesinos!
No era la mejor manera de arreglar el asunto y agregó:
—…uno de los personajes históricos.
Con este segundo remate pidió excusas y le aseguró a Domingo que
no había segundas intenciones, pero el alumno seguía mareado, aún
tratando de asimilar su rabioso lugar en la historia de Venezuela.
Domingo, el llamado “Comandante Indio”, no resultó un hombre
confiable. Al hacerse evidente la derrota se pasa al SIFA y dirige el
desmantelamiento del Frente Guerrillero. Se va a España durante unos
años y regresa durante el gobierno de Rafael Caldera. Continúa
trabajando con los cuerpos de seguridad del Estado y se distingue por
sus maltratos a los campesinos de Falcón. En 1985 fue asesinado a golpes
durante una emboscada en la Sierra de Falcón.
La tarde de mi entrevista con Teodoro, también quise preguntarle
sobre un par de brevísimos encuentros con dos personajes de mi familia.
El primero se inicia cuando Teodoro tenía unos catorce años y veía
entrar en la iglesia de Campo Alegre a una niña muy linda a quien jamás
dirigió una sola palabra. ¿Cuántas veces se repitió esta escena al
estilo de Dante y Beatriz? No lo sé, pero el joven atesoraría ese
recuerdo por el resto de su vida. Décadas después, más de medio siglo,
Teodoro conoció a mi tío Carlos Vicente Sucre, esposo de Gloria, una de
las tías más bellas en una familia de mujeres bellas, y le contó de esas
imágenes tan lejanas, tan cercanas, que sólo pueden compartir dos
hombres con suficientes años como para saber que esas memorias de lo que
nunca fue representan a cabalidad lo fugaz de la vida.
El otro encuentro nos asoma a una zona distinta en la biografía de
Teodoro. Mi tío Leopoldo Pérez —de quien tengo suficientes cuentos para
jamás olvidarlo— se estrenaba como médico residente en el Hospital
Militar cuando llegó un paciente vomitando sangre. A mi tío le llamó la
atención que no hubieran otros síntoma acordes con un estado tan crítico
y decidieron internarlo para someterlo a más exámenes. Esa misma noche
Teodoro se descolgó del séptimo piso con una larga cuerda de sábanas
entrelazadas. Hubo un error de cálculo que debió compensar con una caída
de varios metros y la fractura de una pierna. Teodoro me contó que un
guardia pudo observar toda la escena, pero nada le dijo al prófugo
cuando éste lo saludó cordialmente y siguió su camino tan tranquilo,
como si su cojera se debiera a un dolor pasajero. Quizás al guardia le
dio miedo enfrentar a un hombre tan decidido, o le pareció que semejante
hazaña merecía el premio de la libertad.
Teodoro no se acordaba de mi tío. Después de haberse tragado medio
litro de sangre en su celda, le había dado un mareo de vampiro expuesto
al sol y poco le había costado hacer el papel de moribundo mientras se
preparaba para un lance de acróbata.
Entre esos anecdóticos límites de romanticismo y valentía lo tenía
ubicado cuando, años después, gracias a Manuel Puyana, quien nos unió en
un almuerzo fraternal sin otra intención que pasarla bien, pude volver a
ver a Teodoro y conocerlo mejor. Ese mediodía me asomé a su cansancio.
Nos separan veinte años, pero vividos por Teodoro con una intensidad
mayor que la mía y desplegada en varios frentes. Ha conocido la acción
trepidante que bordea la muerte, la irracionalidad de la política
buscando camino entre las multitudes, y la aventura solitaria y
sedentaria del escritor.
Ahora quiero pensar en sus libros, pues son los grandes ausentes en
nuestra actualidad política, la cual se ha vuelto esencialmente oral.
Cuando pensamos en un Betancourt escribiendo en el exilio Venezuela, política y petróleo, o en un Petkoff iniciando una polémica internacional con su Checoslovaquia: El Socialismo como problema,
pareciera que nos referimos a un pasado remoto y no a un futuro
necesario. ¿Por qué nuestros actuales líderes no escriben libros? ¿Por
incapacidad o por temor al ridículo?
Cuando Lenin le escribe a Gorky: “…esos intelectuales de segunda y
lacayos del capitalismo, que se creen el cerebro de la nación. Ellos no
son el cerebro de la nación. Ellos son la mierda”, no le está dando su
opinión sino haciéndole una advertencia. Todo intelectual que no se
pliegue a la revolución con servilismo y descaro es nocivo, infecto.
Lenin no es el inventor de esta suerte de especialización que
subordina el pensamiento a una idea determinada, suprema, eterna, hasta
lograr que se piense según se actúa. Esta misma corriente que pretende
convertir al intelecto en una reiteración del poder hasta hacerlo
incapaz de cuestionar y explorar ha ido relegando los libros sobre
política venezolana a los rincones de las celebraciones o de la
conmiseración. Unos textos celebran los hechos, otros recuentan y
lamentan sus consecuencias, todo se alejan de una conducción visionaria.
La ausencia de una producción nacional de suficiente pureza se hizo
sentir en los albores del chavismo, cuando el presidente se aferró a El oráculo del guerrero,
del argentino Lucas Estrella, maestro de Kung Fu, Chi Kung y
acupuntura. Este manual místico, entre orientalista y esotérico, sirvió
de guía a la política nacional hasta que Boris Izaguirre celebró con
humor sus connotaciones homosexuales. Y entonces el oráculo desapareció
de los discursos de Chávez.
Aparecieron otros libros y continuaron las referencias literarias,
citas que iban desde Simón Bolívar hasta Eduardo Galeano creando la
ilusión de vivir un período de esplendor intelectual. Pero, a la larga,
se impuso una oralidad fundamentada en una repetición obsesiva que
sustenta verdades impuestas. Esta tendencia incluso determinó el estilo
de los opositores, quienes terminaron imitando lo coloquial como único
medio de expresión. Lo oral terminó por dominar a lo textual.
Hago este recuento porque, en aquel almuerzo con Puyana, tenía frente
a mí a un hombre que había creído en la palabra escrita y había
defendido y difundido su derecho a existir, a congregarnos, a guiarnos.
Al leer el ensayo de Hannah Arendt “Verdad y política”, y referirlo a
la situación de Venezuela, surgen varias interrogantes: ¿Es la esencia
misma de la verdad ser impotente, y la esencia misma del poder ser
mentiroso? ¿Se aplica al país la máxima de James Madison, “Todos los
gobiernos descansan en la opinión”, o en Venezuela la opinión se asfixia
en brazos del poder? ¿Son los hechos y los acontecimientos cosas más
frágiles o más fuertes que los axiomas, los descubrimientos y las
teorías?
Las respuestas nos asoman a una evidente y creciente desvinculación
entre el poder y la verdad, los hechos y las teorías. Este peligroso
distanciamiento tiene muchas razones. Yo quiero asomarme a esa oralidad
que ha ido predominando e invadiendo la comunicación entre el gobierno y
los gobernados. Lo oral es ciertamente un sistema válido, el más
directo, pero también se presta a la superficialidad, al encantamiento y
la reiteración, a un confuso registro y una débil profundización, al
arte y las artimañas de la mentira política, al primitivo y tribal
mensaje de los gritos y las muecas agresivas. Leer la transcripción de
alguna cadena del presidente Maduro, además de ser una faena insufrible,
rebelaría este descarado cisma entre lo oral y lo escrito.
Arendt propone que hay dos instituciones públicas para las cuales “la
verdad y la veracidad siempre han constituido el criterio más alto del
discurso y del empeño”. Son la prensa y la justicia. Ambas se
fundamentan y se manifiestan, esencialmente, a partir de textos; ambas
viven la paradoja de ser independientes del poder y, a la vez, de
necesitar la protección del poder.
He dado esta larga vuelta para tratar de entender la arremetida de Diosdado Cabello contra el diario Tal Cual,
dirigido por Teodoro Petkoff, pues tiene mucho que ver con el conflicto
entre lo oral y lo escrito. Y también con el sacrificio público y
notorio de la justicia y la prensa en el altar de los poderosos.
La historia comienza con un artículo de Carlos Genatios donde cita
una frase que se le atribuyó a Diosdado Cabello, al punto de haberse
puesto de moda en la red: “Si no les gusta la inseguridad váyanse del
país”. El mismo Diosdado había ya negado decir tal cosa, y demanda por
difamación a Genatios junto a toda la directiva del periódico, editores y
propietarios. La arremetida adquiere tanta fuerza en manos de las
autoridades judiciales que Tal Cual comienza a agonizar.
Diosdado es un hombre acostumbrado a moverse en la pura oralidad y en
la esfera del absoluto poder, que ha sido agresivo y despectivo desde
la presidencia de la Asamblea con los congresistas opositores. Y en las
manifestaciones de lo oral lo que se cree entender no siempre es
textualmente lo que ha sido dicho, precisamente por no predominar el
texto, sino la actitud, las expresiones, el contexto.
Partiendo de este equívoco, el poder encontró la manera de imponerse
sobre la justicia y sobre la prensa. Como ya sabemos, la receta de la
demanda pica y se extiende hasta arrasar con todos los medios
opositores. La censura del gobierno había sido hasta ahora muy
inteligente al advertirte: Puedes decir lo que quieras, pero cada vez contarás con menos espacios donde decirlo. Ahora toca eliminar los últimos reductos y, como en el caso de Tal Cual, se está utilizando una especie de lotería emocional: Puedes decir lo que quieras, pero alguna vez habrá una frase que me ofenderá y te aplastare a ti y a todos los que te acompañan.
Pero yo venía a hablarles de Teodoro, sobre todo de esa paradoja de
haber sido el hombre que más necesitábamos y el que con menos apoyo
contó. Puede que esta contradicción, como antes proponía, sea parte de
su esencia y que su impotencia política radique en la búsqueda de la
verdad. Lo que es, a su vez, su gran fortaleza: una lucidez y una
persistencia que han sido premiadas internacionalmente.
Otra característica que admiro de Teodoro es la manera en que sus
pensamientos guían a sus acciones. Su paso desde los métodos violentos a
una política de paz fue guiada por sus lecturas y sus escritos. Su
honestidad hacia sus ideas se manifiesta con transparencia en su manera
sencilla de vivir. Insisto en que no conozco a un hombre que haya estado
más cerca del poder y más lejos de sus beneficios y de nuestra
comprensión.
En este momento de su vida siento que todas sus aparentes debilidades son una demostración de su grandeza.
Si tal como propone Anaximandro —en uno de los pocos fragmentos
escritos que sobrevivieron a los presocráticos—, existe una ley de
compensación que con el paso del tiempo genera una justa retribución
entre las acciones, según sus mutuas injusticias, puede que la fortaleza
de Diosdado Cabello, al enfrentar con tanta saña un hombre que está
cerrando su ciclo vital, se convierta en una de sus mayores debilidades.
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