Sobre la naturaleza del conflicto político venezolano
MICHAEL PENFOLD
Para Teodoro Petkoff, In memoriam
PRODAVINCI
Desde
hace algunas semanas atrás viene revoloteando en el ambiente político
venezolano algo que trasluce como el principio de una posible nueva
negociación. O, por lo menos, la revelación de algunos actores, tanto
nacionales como internacionales, que asoman querer entrar en un espacio
que abra con mayor certeza esa posibilidad. Todo esto ocurre en un
momento en que la terrible muerte del Concejal Albán —que aconteció en
las ergástulas de las oficinas de inteligencia del Gobierno— nos
recuerda el lado más oscuro de un régimen que profundiza
sistemáticamente la persecución y la violencia política.
Entre la evidencia informativa de que algo efectivamente está en
movimiento destacan la visita a Caracas del senador Corker de los
Estados Unidos, las declaraciones del canciller de España hablando del
10 de enero de 2019 como la fecha de vencimiento de la legitimidad de
origen de Maduro, el anuncio de la directora de Relaciones Exteriores de
la Unión Europea explicando la imperiosa necesidad de buscar acuerdos
sin dejar de aumentar la presión internacional en caso de que fuese
necesario, el anuncio de Bruselas de la creación de un Grupo Contacto
para Venezuela, cuyo objetivo sería explorar las bases para una
potencial mediación; la activación del Grupo de Boston como punto de
encuentro entre chavistas y opositores, las palabras de algunos voceros
de oposición sobre la importancia de entrar en una negociación que
permita fijar una nueva elección presidencial con condiciones justas y
transparentes, el rechazo de otros actores a repetir una ronda sin que
haya acuerdos previos que sean verdaderamente sustantivos, e incluso el
reconocimiento de algunos líderes —que hasta hace poco estaban
completamente renuentes a la posibilidad de un acercamiento— que dicen
ya haber entrado en contacto con facciones internas del chavismo.
Todas estas afirmaciones hacen pensar que algo está pasando, que
muchos factores, bastante disímiles entre sí, andan construyendo túneles
para abrir la comunicación política entre diversos grupos. Los
partidos, como los topos, han terminado cavando pasos subterráneos,
muchas veces de forma paralela, para poder intercambiar puntos de vista
sin ser observados. Como resultado de esta mancilla todos prefieren
mimetizarse, pues saben que la simple sospecha de que una ronda de
acuerdos con el chavismo pudiese llegar a ocurrir causaría un enorme
escozor, ante una opinión pública que ve cualquier transacción como una
traición irreparable.
Es indudable que en Venezuela existen muy buenas razones para pensar
de antemano que cualquier nuevo intento de negociación es una pésima
idea. Las experiencias previas con dichos procesos terminaron más bien
por desprestigiar a los partidos políticos que de buena voluntad
decidieron participar en ellos, hundió en la desesperanza a la población
que avaló la idea de buscar acercamientos, y también condenó al
escepticismo a la misma comunidad internacional que los ha promovido. En
el pasado, el Gobierno ha utilizado muy hábilmente a la negociación
como una táctica para ganar más tiempo en su esfuerzo por posponer la
entrega del poder y dividir al liderazgo opositor. En cada uno de los
episodios en los que se abrió un compás para intentar alcanzar algunos
convenios, el proceso culminó con un deterioro aún más acentuado de las
condiciones políticas y económicas del país.
Los malos frutos están a la vista. La mesa de negociación que lideró
El Vaticano en noviembre de 2016 le permitió al chavismo la posibilidad
de bloquear el referéndum revocatorio. Esa suspensión fue una violación
constitucional, que estuvo seguida por la inhabilitación judicial de la
Asamblea Nacional y que abrió el camino para profundizar la cruel
represión de las protestas ciudadanas. La negociación que lideró el
expresidente Rodríguez Zapatero en República Dominicana, en marzo de
2018, culminó abruptamente sin acuerdos, y llevó a un evento electoral
sin ningún tipo de reconocimiento internacional, con la ilegalización de
los principales partidos políticos de oposición, con el exilio forzado
del antiguo presidente de la Asamblea Nacional y con un mayor
recrudecimiento del autoritarismo. De modo que cada una de esas mesas
se cristalizó en decepciones, que se han traducido a su vez en un mayor
abatimiento general. ¿Para qué insistir en este tipo de alternativas?
La pregunta no es retórica. Esto es exactamente lo que argumentan
aquellos que nos recuerdan que cualquier negociación en Venezuela no
sólo es inmoral, sino estructuralmente imposible. Un tercer episodio de
acercamientos tan sólo terminaría por deteriorar aún más las frágiles
condiciones de lucha de las fuerzas democráticas del país. La
alternativa es esperar. Incrementar la presión internacional. Elevar las
amenazas creíbles. Dejar que el tiempo, conjuntamente con el deterioro
de las condiciones socio-económicas, produzca un quiebre interno del
chavismo. Tan sólo en un eventual momento de ruptura será conveniente
negociar.
¿Pero por qué Maduro permanece en el poder a pesar de que la crisis
ha adquirido proporciones ciclópeas? Muchos insisten en que las fuerzas
oficialistas se van a terminar debilitando con la próxima ola de
presiones internacionales —ayer encabezados por Macri o mañana por Duque
y Bolsonaro—, así como con la aceleración hiperinflacionaria y la
perpetuación de la crisis económica. Sin embargo, hasta ahora todos
quedamos más bien sorprendidos ante la capacidad de resistencia del
régimen. Eso no quiere decir que un evento en un futuro próximo no pueda
ocurrir, pues es evidente que podría suceder, pero quizás también sea
conveniente preparase o planificar lo que también se puede presumir con
una altísima probabilidad: que el conflicto político permanezca
incólume. ¿No será que una vez que suavicemos ese supuesto haremos
nuevamente relevante a la lucha interna y nos obligue a planificar otro
escenario? ¿No será acaso que nos hemos equivocado, tanto chavistas
como opositores, en la concepción del tipo de conflicto que vivimos en
el país y que, sin importar el escenario, siempre vamos a terminar en
una negociación?
La visión compartida de ambos bandos es que el conflicto político
venezolano es por su propia naturaleza uno de desgaste y que es, además,
temporalmente finito: alguien terminará por imponerse. Ante esa
realidad, el juego del Gobierno es desmantelar la institucionalidad
democrática, movilizar recursos para reprimir la protesta social, elevar
capacidades para desarbolar cualquier amenaza interna o externa,
incrementar las rentas económicas a sus aliados más cercanos y controlar
directamente a la población. Todo esto siempre acompañado de algún
barniz electoral que les permita mantenerse en el poder. Esta bárbara
manera de ver la realidad política asume que, una vez que se alcancen
todos estos objetivos, el país va a quedar en paz, sin oposición y con
mucha revolución por delante.
Sin embargo, para sorpresa del propio chavismo, esa rotunda victoria
nunca ha sido definitiva a pesar de haber logrado cada uno de los
objetivos que se propusieron. La oposición, aunque disminuida y
reprimida, no desapareció. Las sanciones internacionales se
incrementaron. El declive del sector petrolero se aceleró. La
hiperinflación explotó. El acceso al financiamiento internacional se
cerró. Las elecciones del 20-M no fueron reconocidas. Y las protestas
sociales aumentaron. Es así como, aun logrando mantener el poder, el
conflicto de desgaste para el chavismo nunca llegó a producir un triunfo
irreversible.
La oposición mantiene una visión similar sobre la naturaleza del
conflicto político venezolano. Para derrotar al chavismo, y restaurar la
democracia, es fundamental construir todo tipo de opciones que
incrementen los costos de la coalición dominante asociados a mantenerse
en el poder. Para ello la clave es deslegitimar y construir amenazas
internacionales con un alto grado de credibilidad que hagan ver que si
no hay concesiones políticas, especialmente electorales, o, incluso, si
no abandonan el poder, esas amenazas terminarán siendo implementadas.
El peso de las acciones internacionales, que implican explorar el uso
de “todas las opciones que están sobre la mesa”, pasan a ser el
principal eje de la actual estrategia disuasiva opositora. El supuesto
central detrás de esta concepción es bastante simple: el aumento de los
costos asociados a esas amenazas “obligará” a los chavistas a cambiar su
comportamiento y posiblemente a negociar pacíficamente su salida del
poder. Otro supuesto colindante de esta manera de ver el cambio político
es que el deterioro de las condiciones internas, entre ellas la
depresión económica, así como el colapso de la infraestructura básica
del país, ineludiblemente van a llevar a una implosión política dado el
incremento exponencial de las presiones sociales.
Hasta ahora todos estos supuestos no han producido los resultados
esperados: el chavismo ha logrado atrincherarse con cierto éxito. La
ruptura final no se ha producido —lo cual no quiere decir que pueda
ocurrir más adelante—. Los militares parecieran mantenerse leales o han
sido efectivamente purgados. La amenaza internacional tampoco termina
siendo ni suficiente, ni perfectamente creíble. Y la presión social,
aunque mayor, hasta los momentos no ha alcanzado una gran escala como
para dinamitar el proceso político. Es indiscutible que el diseño y la
ejecución de esta estrategia han disminuido reputacionalmente al
chavismo en la esfera internacional y también ha reducido sensiblemente
su campo de acción, pero es necesario comenzar a reconocer que tampoco
lo ha dejado fulminado domésticamente. Alguien podría responder que es
cuestión de tiempo y que, por lo tanto, hay que seguir aguardando.
El problema es que la idea de que este conflicto de desgaste es
temporalmente finito, es decir, que va a tener un final relativamente
pronto o incluso feliz, puede ser cuestionable. Entonces, ¿cuál es la
verdadera naturaleza del conflicto político venezolano? Mi visión es que
es un conflicto existencial sin término temporal. O lo que algunos
psicólogos sociales conocen como un conflicto grupal marcado por “odios
mellizales”. En la literatura sobre los conflictos sociales, este tipo
de situaciones ocurren cuando las “heridas” de ciertos grupos comienzan a
ser traducidos en “reclamos” y éstos, a su vez, son “ajustados” a
través de distintos medios, pero nunca logran ser saldados
completamente. En esta dinámica social, el enemigo que debe ser dominado
logra resistir: nunca termina siendo derrotado. En el fondo, es la
historia de dos grupos filiales que están condenados a vivir juntos pero
que preferirían que el otro no existiese o que fuese reducido a su
mínima expresión. La tragedia de este conflicto consiste en que el
“otro” encuentra imposible prescindir totalmente del “mellizo”, pues no
sólo no lo puede eliminar, sino que, al tratar de hacerlo, deteriora su
propia probabilidad de supervivencia.
La mejor solución a este tipo de conflictos es la construcción de
instituciones fuertes que otorguen garantías mutuas a ambas partes
indistintamente del tamaño social y político de cada grupo. Este fue el
conflicto que caracterizó a la transición sudafricana de los años
ochenta, que no era otra cosa que el conflicto de una minoría blanca que
pretendía ejercer un dominio de facto sobre el resto del país, pero
que, al hacerlo, aumentó considerablemente los riesgos de terminar
destruyendo su propia supervivencia debido a las crecientes presiones
internacionales. Esta élite política, que tenía cómo mantenerse en el
poder autoritariamente e independientemente de esas
mismas presiones, terminó aceptando que dependía del “otro” para poder
construir instituciones lo suficientemente sólidas, que le permitiese
preservarse y blindarse frente a cualquier amenaza futura. Esto fue lo
que Nelson Mandela logró resolver tan magistralmente después de décadas
de duras luchas sociales y políticas.
Quienes dicen que en el país no hace falta una negociación tienden a
subestimar la posibilidad de que la nefasta situación actual se siga
extendiendo en el tiempo. La negociación es más bien un instrumento
valioso, que es necesario preservar y que requiere estar técnicamente
bien conducido. Para todos los que vivimos aquí en Venezuela, y que
padecemos el conflicto directamente, comienza a ser cada vez más
evidente que el Gobierno puede seguir resistiendo tan sólo con hacer su
coalición cada vez más pequeña, pero también cada vez más extractiva y
cada vez más autoritaria y mejor alineada ideológicamente. La oposición
también ha demostrado su capacidad de infligir daños internacionales al
chavismo, cada vez más severos, pero todavía sin lograr su objetivo
final. De modo que la posibilidad de que ambos grupos puedan construir
una salida sin una negociación, por la vía del dominio, de la implosión o
de un colapso, es algo que luce cada vez menos probable. Es más: que
hayamos quedado traumados por las experiencias anteriores no hace que la
negociación requiera ser desechada o que, por lo menos, deba ser
planificada. Es fundamental reconocer que las heridas que el chavismo ha
dejado son enormes y grotescamente graves, pero no por ellas un
movimiento político que ha dominado la escena venezolana durante las
últimas dos décadas va a desaparecer instantáneamente. Persiste. La
oposición tampoco puede ser ignorada. También existe. El chavismo sabe
que si esa misma oposición se vuelve a unificar llegaría a tener una
amplia mayoría electoral.
Ante este panorama, sin garantías mutuas, visto con crudeza desde el
chavismo, ¿para qué negociar unas condiciones electorales perfectamente
justas y transparentes de unos comicios que inevitablemente perderían?
El único atractivo para el chavismo de una negociación de ese tipo sería
entregar condiciones parciales en materia electoral que les permita una
razonable probabilidad de ganar a cambio que se les otorgue legitimidad
internacional o entrar a obtener esas garantías plenas (incluyendo la
remoción de las sanciones) a cambio de la reinstitucionalización
completa del país.
Ambos resultados son diferentes. El primer escenario de esa
negociación podría terminar en una sucesión para el chavismo (que podría
presentar otro candidato), y si llegase a perder culminaría en una
transición pacífica dominada por la oposición. La negociación sería un
“replay” con algunos ajustes menores de las rondas anteriores pues los
temas estarían centrados en los asuntos estrictamente electorales.
Dentro del chavismo es cada vez más notorio cómo el Gobierno comienza a
pasearse por la posibilidad de una segunda sucesión revolucionaria y
para poder asegurar ese resultado necesita una nueva elección general
con aval internacional y continuar promoviendo la división completa de
la oposición. El chavismo se prepara, al menos se planifica, para ese
escenario. Lo que es más difícil de anticipar es más bien cuál va a ser
la repuesta opositora. Lo que sí es evidente es que en el plano
normativo, si la negociación se va a centrar simplemente en lo
electoral, el objetivo no puede ser otro que obtener todas las garantías
y, muy especialmente, un nuevo Consejo Nacional Electoral independiente
así como la presencia de observación internacional.
El segundo escenario de esa misma negociación implica la
reinstitucionalización completa del país a cambio de amplias garantías
políticas y judiciales para el chavismo. Este acuerdo conllevaría
ineludiblemente a un cambio político. De ahí que insistir en aumentar
los costos asociados a las amenazas internacionales es insuficiente sin
dar claras señales de estar dispuesto a ser igualmente creíbles a la
hora de otorgar ciertas concesiones. Este intercambio pasa por comernos
varios sapos: justicia transicional, sobrerrepresentación de las
minorías, transferencias fiscales aseguradas y amnistías de todo tipo.
Bajo esta perspectiva, la negociación no sería tratada como una simple
transacción comicial, sino como un mecanismo para consensuar un conjunto
de instituciones constitucionales, judiciales y electorales que
garanticen a ambas partes que perder la presidencia no se convierta en
un drama, que ejercer el poder no sea un burdo botín y que pasar a la
oposición no implique andar desnudo o preso. Este resultado va a
depender de la confluencia de cuatro factores diferentes: la presión
interna del chavismo, la unificación opositora, la condicionalidad
internacional y la aceptación militar.
En el fondo, indistintamente de los escenarios, lo que hay comprender
es que la negociación sólo sirve si cumple con el objetivo de
restaurar el orden democrático y el estado de derecho. Si la negociación
no logra ese objetivo difícilmente puede ser justificada. A estas
alturas, soluciones parciales ya no son suficientes. Ahora bien, debido a
la naturaleza del conflicto venezolano, es cada vez más evidente que la
salida nunca va a ser sencilla para llegar a ese puerto. Si Venezuela
no es capaz de resolver el punto neurálgico de su problema
político-institucional, es poco lo que en materia económica, social o
incluso de reconstrucción de la infraestructura básica podremos realizar
en el futuro. La sostenibilidad y la estabilidad de la nación seguirán
totalmente comprometidas. En cambio, si por algún golpe de suerte
comenzamos a entender que el conflicto puede ser procesado
institucionalmente, sin perder las garantías básicas que mutuamente nos
hemos concedido, y que perder elecciones no implica quedarse sin
libertades y sin derechos económicos y políticos, entonces, y sólo
entonces, quizás el país pueda salir de este primitivismo tan salvaje,
de este perfecto infierno en el que la irresponsabilidad autoritaria del
actual Gobierno nos ha condenado a vivir a todos los venezolanos. Es
más que evidente que la negociación es inevitable. Lo difícil es
explorar la forma de condicionar lo incondicional.
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