Mibelis Acevedo
Intoxicados por la
angustia, víctimas del maltrato y la rabia, nariceados por la tiranía de
la pulsión y el deseo, ¿cómo saber si, en efecto, nuestra visión del mundo es la correcta, la equilibrada? ¿Somos capaces de notar en qué instante la "dorada medianía" -ese
término medio entre dos opuestos que, según el pensamiento de los
clásicos, repele los vicios del exceso- pierde terreno frente al fogoso sex-appeal
de los extremos? ¿Cuáles pistas nos indicarían que es la razón política
y no otra clase de mendaz insumo lo que marca el pulso de decisiones
que comprometen el bien común?
Son recelos especialmente pertinentes en el caso venezolano: si de algo hay que percatarse es que el desbarajuste del afuera no deja incólume a lo que discurre en el adentro. Hace rato que nuestra psique pasea y se ajusta a las siniestras dimensiones de una casa para lunáticos, con todo y sus estructuras colapsadas, sus guardianes impíos, sus celdas sin luz; una suerte de Bedlam tropical,
movedizo, donde trajinar con el caos perenne mutó en método y rutina.
Esta otra “normalidad” no podía pasar de largo sin dejar sus detritus…
¿cuánto daño ha hecho vivir en esos fondos?
Lo
cierto es que el otrora anhelado centro ya no lo es tanto; incluso la
ventaja de incorporar como hábito aquello que Aristóteles llamó "phrónesis”, prudencia (esa sabiduría práctica que lleva a actuar conforme a la virtud del justo medio)
resulta mera majadería para algunos, un refugio de blandengues. La raya
entre lo juicioso y lo insensato, lo real y lo ilusorio, en fin, no
deja de borrarse.
Seguramente, superar una perturbación así requiere -para decirlo con Rafael Cadenas- de “exactitudes aterradoras”,
parte de ese cable a tierra que tienden los líderes; pero todo indica
que una dirigencia llamada a facilitar tal sanación sufre también los
cuerazos del desconcierto. No es poca la miseria cuando los primeros que
deberían salvar su vista de la sierpe del entorno o reivindicar las
bondades del equilibrio que otros confiscaron, son esclavizados por sus
particulares espejismos. A merced de la tensión que plantean los
extremos, lidiar con la pérdida de referentes de moderación nos hace más
vulnerables.
¿Qué aprietos derivan de la
dificultad para ubicar ese punto medio entre el exceso y el defecto, el
todo y la nada? Si asumimos que la política es el espacio ideal para
tramitar, contener, rehabilitar y transmutar en acción eficaz toda esa
potencia que el delirio colectivo tiende a dilapidar, su ausencia debe
alertarnos. Sí, porque la historia muestra cuán fascinante y popular
puede ser la efervescencia antipolítica en condiciones límite, todo ese
éxtasis velando la falta de sentido de responsabilidad objetiva que
conduce al extravío; o cuán costoso resulta desairar esa señal que ataja
a los pueblos minutos antes de entregarse a las promesas de “gran
purificación” que enmascaran el abismo.
No
en balde el desprecio temerario por los límites, la borrachera de
confianza de los poderosos, el ego desmedido o la falta de control sobre
el instinto (males avivados por Ate, frenética deidad que
encarnaba al orgullo) eran síntomas tan mal vistos por los antiguos
griegos. Es la “locura política” lo que allí opera, eso que lleva a
elegir la camisa de fuerza de la profecía autocumplida y no la
posibilidad de abrir puertas y torcer la circunstancia. Por eso también
Max Weber critica la vanidad y pondera la mesura, ese “hábito de la distancia” que logra domar el alma del político apasionado (a menudo secuestrado por la ética de la convicción) y lo distingue “del simple diletante político estérilmente agitado”.
Ante
tareas de índole política -en tanto oportunidades de gestionar el
conflicto por la vía estratégica de la razón, no de la fuerza- como las
elecciones o el diálogo, el jacobinismo local no deja de consumirse en
la exaltación, de agitarse estérilmente. El rotundo y machacón “no”
sigue siendo su única respuesta: “odre lleno de viento”, pura
pasión que aún sincera carece de sentido de responsabilidad o mesura.
¿Cómo dispensar eso cuando la gran verdad de facto, la crisis económica,
hace obvios estragos? ¿Es justo en este caso encerrarse en la
pulcrísima celda del arrebato e ignorar deliberadamente las voces de la
realidad?
La cura comienza por
interpelarnos. Ante una tragedia que parece proclive a la más aberrante
estabilización, ¿conviene seguir evadiendo el justo medio, el
plan que lleve a una solución ni más ni menos perfecta que la que
promuevan nuestros humanos empeños? ¿Conviene desligarse de esa promesa
de poder que, liberada de recetarios ideológicos, se enfoca en la
utilidad de la acción; o desligarse de esa centralidad política capaz no
sólo de desactivar la muerte y el silencio, sino de evitar que se
filtre la irracionalidad de los extremos?
Y
si después de todo porfiamos en el despropósito: ¿no estaríamos
forjando así nuestra propia condena a la distopía: no salir de esta
“casa de lunáticos” que sólo mima, complace y da cuerda a los devotos de
la desmesura?
@Mibelis
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