TEODORO Y LA TRAGEDIA DE LA DEMOCRACIA VENEZOLANA
TOMAS STRAKA
TOMAS STRAKA
PRODAVINCI
La muerte de Teodoro Petkoff coincidió con el sesenta aniversario
del Pacto de Puntofijo. Aunque la conjunción de fechas puede atribuirse
al azar, las circunstancias que envolvieron al fallecimiento del
político y al aniversario no lo son. Ni Teodoro —como, a secas,
lo llamamos— alcanzó a ver la Venezuela de sus sueños, ni Puntofijo
llegó a la tercera edad con el país que sus firmantes imaginaron. Por el
contrario, justo aquello que en los dos casos quisieron atajar es lo
que pareció haberse impuesto: un gobierno cada vez más distante de una
democracia representativa y más parecido al “socialismo real” —sin que
haya dejado de ser completamente lo primero, ni convertido en lo
segundo—; en el que los militares ejercen una enorme influencia.
El punto para reflexionar es, entonces, porqué un país que fue capaz
de producir consensos como los de Puntofijo y pensamiento como el de
Teodoro, haya visto colapsar no sólo a un sistema democrático que se
creyó modélico en la región; sino también a todo su modelo de
desarrollo, al extremo de que en 2018 es menos moderno que en 1990, y no
sólo en términos relativos, sino en aspectos tan concretos como el
control de ciertas enfermedades o las vías de comunicación. ¿Qué pasó?
¿Dónde estuvo el Talón de Aquiles de todo aquello, la grieta por la que
se vino abajo? Hay mucho escrito al respecto, por lo que sabemos que los
puntos flacos eran bastantes más que el talón. De hecho, como esperamos
demostrar, uno de los más importantes estaba al otro lado del cuerpo,
en la cabeza, y no tanto por los conocimientos que albergaba, sino por
el modo en el que decidía (o no) usarlos. Es decir, en la moral.
Hagamos primero un poco de historia. Vale la pena sacar del olvido a
la ristra de pactos del que Puntofijo fue tan sólo el más importante: el
de Avenimiento Obrero-Patronal (1958), Unidad estudiantil (1958),
Programa Mínimo de Gobierno (1958), Declaración de Maracay (1960), la
Constitución de 1961, el Modus Vivendi con la Iglesia (1964),
Pacto de acción legislativa (1970) y el Pacto Institucional de 1973. Si
nos paramos a ver las cosas desde el día de hoy, o incluso desde las
duras experiencias de otros países, no deja de ser muy llamativo que
durante algo más de una década fuimos capaces como sociedad de llegar a
grandes acuerdos para consolidar un régimen de libertades, estabilidad
institucional y encima derrotar a la violencia, especialmente, la de las
guerrillas comunistas. Son, inicialmente, ejecutorias que merecerían de
nuestro orgullo. Si además pensamos que aquella era una sociedad con
casi la mitad de la población analfabeta (en los sesentas), en la que
muy pocos de los que no lo eran contaban con un título bachillerato y en
el que cosas como un postgrado en el exterior era asunto de un puñado,
aquel país sorprende todavía más. Era el primero del mundo en erradicar
la malaria y uno de los más exitosos conjurando la insurrección
guerrillera, que en vez de desembocar en una larga y sangrienta guerra
civil, terminó en una rápida victoria de la democracia, que le abrió las
puertas a los guerrilleros pacificados. Es verdad, había bastantes
petrodólares, pero la experiencia posterior ha demostrado que ellos
solos no bastan, que lo importante es cómo y en qué se decide usarlos.
Pero hay más. Era también un país que produjo pensamiento sustantivo.
El caso de Teodoro, uno de aquellos guerrilleros pacificados, es
emblemático. Después de masticar y digerir su derrota, llegó a un
conjunto de conclusiones que son mucho más fáciles de entender en 2018
que en 1968. Justo cuando las juventudes de clase media de Europa y
América Latina se rebelaban soñando en el Che Guevara, Teodoro, como
escribió recientemente Ibsen Martínez, “miró a Checoslovaquia y no a
París”. Lo que reclamaban los muchachos de la Sorbona o de Tlatelolco
hubiera sido imposible bajo un gobierno con hombres como el Che Guevara.
Teodoro, que venía de una guerrilla que había tenido que ver mucho con
ellos, lo sabía, y los T-62 que aplastaron la Primavera de Praga eran la
prueba definitiva para sus dudas. No es que en Occidente no hubo
represión —he allí Tlatelolco— es que el socialismo no se estaba
demostrando superior. Eso lo llevó a escribir Checoslovaquia, el socialismo como problema (1969),
un libro muy a contracorriente en medio de la intelectualidad
latinoamericana de la época, tendencialmente comunista y muy fascinada
por la Revolución Cubana; pero con resonancia suficiente como para que
el mismísimo Leonid Brezhnev lo anatematizara en el XXIV Congreso del
PCUS. No es poco.
Así, si sumamos a los tres firmantes de Puntofijo, Rómulo Betancourt,
Rafael Caldera y Jóvito Villalba, con Petkoff, podemos decir que
Venezuela produjo algunos de los más importantes exponentes del
pensamiento democrático de América Latina en el siglo XX. A ellos
podemos agregar a Carlos Rangel y a Alfredo Maneiro. Dicho lo cual,
queda entonces la pregunta que nos hacíamos más arriba: ¿qué pasó? Hay
muchas respuestas, que en general no se excluyen entre sí, por lo que
acá nos iremos sólo por una de las aristas posibles: la intelectual.
Junto a estos y otros dirigentes de más o menos similar estatura, hubo
unas élites de profesionales, algunos empresarios, intelectuales y
académicos, así como una población bastante bien organizada y articulada
a través de los partidos políticos, sindicatos y gremios. Eso permitió
en gran medida tomar las decisiones tendencialmente exitosas de los
primeros quinces años del sistema democrático. La combinación del boom
petrolero de 1975 a 1981, que dislocó el modelo de desarrollo, con la
dificultad de pasarle el testigo a una nueva generación formada ya en la
democracia, representaron retos ante los que la sociedad no pudo
reajustarse. La generación de los baby boomers criollos (esos
que fueron niños en los sesentas y eran jóvenes durante la Gran
Venezuela) y la siguiente, la de sus hijos (los que nacimos en los
setentas y ochentas), fuimos producto de cambios que parecían fáciles y
rápidos, sobre cuya naturaleza supimos muy poco y con los cuales, al
darlos por definitivamente alcanzados, tendencialmente no nos sentimos
especialmente comprometidos. Las ideas de facilidad y rapidez consolidó
además eso que Betancourt llamó en los setentas “la religión del
billete”, con todo lo que ha implicado para la corrupción y la
delincuencia que despegaron entonces. Hay varias razones para explicar
el fenómeno, pero el progresivo declive de la calidad de la educación es
uno importante. ¿Se acuerda alguien del absoluto desprecio que todos
sentían por la Moral y Cívica que se veía en bachillerato? Es
decir, quienes disfrutábamos de los beneficios de la democracia, no nos
interesábamos justo de aquello que podían hacerlos sostenibles a largo
plazo. Éramos adolescentes, y eso es atenuante, pero en general la
sociedad pensaba igual. Podíamos ser técnicamente capaces, pero no tanto
para comprender la maquinaria del Estado y la economía que nos había
llevado adonde estábamos. Por algo pudo ocurrir una situación tan
insólita como la de una clase media que se decía “apolítica” al tiempo
de que dependía mucho del Estado.
Así, mientras un puñado de líderes junto a una masa analfabeta, pero
comprometida y consciente de las dificultades que implicaba transformar
al país, lograron dar pasos importantes hacia el desarrollo; un
colectivo mucho mejor educado, pero menos comprometido y consciente, no
logró rematar la faena. Es obvio que los de la generación de Puntofijo o
cerebros con la agudeza de los de Teodoro, Carlos Rangel y Maneiro ya
en los años setentas, tuvieron alguna responsabilidad en no lograr que
la sociedad les prestara la suficiente atención, o que prestándosela
pasara del aplauso a los hechos, por lo que no se trata de ver las cosas
como una especie de Mito de la Caída, desde una edad de oro a esta en
la que estamos. De hecho, aquellos cerebros comenzaron entonces a dar lo
mejor de sí para advertir que las cosas no iban tan bien como creíamos.
Así las cosas, lo que queremos dejar como hipótesis es que la tragedia
de la democracia venezolana, esa suerte de divorcio que parece haber
entre hombres como Teorodo y experiencias como las de Puntofijo con la
situación actual, tuvo mucho que ver con aquel desinterés olímpico por
la Moral y Cívica. La tragedia de la democracia venezolana es
una tragedia moral. Pero una tragedia para la cual tenemos experiencias
como las de Puntofijo y reflexiones como las de Teodoro como
herramientas para revertirlas. En gran medida —¡otra vez la ética!— está
en nuestras manos tomar la decisión.
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