lunes, 5 de noviembre de 2018

DE BILIS A BALAS
 
JOHN CARLIN

CLARIN
“A quienes los dioses quieren destruir primero los enloquecen”, dijo una vez un griego. Parece que nos quieren enloquecer a todos y los demonios que están soltando para calentar nuestros cerebros son viajan por internet.
No lo digo yo, lo dice Tim Cook que sabe de estas cosas ya que es el sucesor de Steve Jobs como jefazo máximo de Apple, empresa cuyo colosal éxito depende precisamente de nuestra internet-dependencia. En un discurso ante el parlamento europeo Cook declaró lo siguiente: “Plataformas y algoritmos que prometen mejorar nuestras vidas pueden magnificar nuestros peores comportamientos. Actores ‘rogue’ e incluso gobiernos se aprovechan de la confianza de las personas para profundizar divisiones, incitar violencia y socavar la percepción común de lo que es real y lo que es falso.”
Esto lo dijo Cook el 24 de octubre, días antes de que detuvieran a Cesar Sayoc, el reponsable de enviar paquetes bomba a Barack Obama, Hillary Clinton y la CNN, entre otros, y antes de que Robert Bowers entrara en una sinagoga en Pittsburgh y matara a tiros a once feligreses judíos.
¿Qué tienen en común estos dos personajes?. La soledad, el fracaso, el resentimiento. ¿Cómo lo combaten? Buscando gente que padece los mismos males. ¿Dónde encontraban sus almas gemelas antes de internet? En un bar, si tenían mucha suerte, quizá en una iglesia. Pero eran pocos. ¿Dónde encuentran a miles hoy? En redes sociales como Facebook y Twitter o en foros a medida para gente enojada con la vida. Ahí descubren que por fin alguien les toma en serio. Sus paranoias se vuelven respetables. Sus vidas cobran dignidad. El resentimiento, un ácido que corroe por dentro, se expulsa y se convierte en algo más heroico: un deseo justificado de venganza.
Los más trastornados a veces actúan de manera consecuente con su verborrea y el bilis se convierte en balas, como en los casos de Sayoc y Bowers; o de un tal Alek Minassian que, por falta de sexo, se subió un día en abril de este año a una camioneta y atropelló y mató a diez personas en Toronto. De la masturbación a la masacre.
Minassian encontró el consuelo que necesitaba en un foro virtual cuyo lema era “incel rebellion”: la rebelión de los “involuntariamente celibatos”. El canadiense tuvo al menos la virtud de la honestidad. ¿Cuántos más de estos asesinos de inocentes serían ciudadanos perfectamente apacibles si no padecieran la frustración de la inocencia carnal? Buena parte de los mártires del yihad, cuyo premio por matar a infieles es orgías en el cielo.
Sea cual sea el diagnóstico, crean en lo que digan creer, lo que une a la mayoría de estos terroristas solitarios es que cocinan sus sueños de muerte y destrucción en la web. Pero solo son las puntas de lanza de un fenómeno mucho más generalizado. No es casualidad que el extremismo ideológico reinante en el mundo hoy, especialmente en el mundo occidental, coincide en el tiempo con la aparición en nuestras vidas de internet. Digo “extremismo” pero me equivoco. Los otrora extremistas ocupan hoy el centro. Internet es el megáfono que ha sacado sus mensajes de las cuevas y los ha vuelto mainstream.
Trump sin su tuitorrea no sería hoy presidente de Estados Unidos; sin el altavoz de las redes Jair Bolsonaro, el “Trump tropical” que acaba de ganar las elecciones presidenciales en Brasil, seguiría siendo lo que había sido durante 30 años, un diputado rarito, repugnante pero impotente a la hora de afectar las vidas de la gran mayoría de brasileños. En Italia, en Polonia, en Hungría, más de lo mismo. En Alemania los neonazis salen del armario.
Criminales como Sayoc y Bowers se convierten en metáforas enfermizas de una tendencia generalizada: por lo que sea, la gente está resentida. Descubren que no están solos; ven que los Trump o los Bolsonaro les dan licencia para escupir temores o prejuicios que antes se habían tragado y se suelta una avalancha de veneno que consume todo lo que aparece en en su camino, empezando por la complejidad y el matiz, que es donde reside la verdad, seguido por el sentido del humor y el diálogo, donde se encuentran las soluciones civilizadas a los problemas.
Vemos algo parecido, aunque por ahora quizá más cómico que dañino, en cómo pervierten la realidad los ultras en el terreno social. Algo decente y necesario como defender los derechos de ciertas minorías se convierte demasiadas veces en una grotesca caza de brujas.
Un ejemplo entre miles: un estudiante en la Universidad de Durham, Inglaterra, fue masacrado en las redes y despedido de su puesto como director adjunto de un pequeño diario porque tuvo la audacia de escribir en Twitter que “las mujeres no tienen penes”. ¿Su pecado? La “transfobia”; ofender a las personas transgénero.
En cuánto a la urgencia por acabar de una vez con los abusos ancestrales contra las mujeres la frivolidad amenaza con restar fuerza a la causa. Nada atípico, al menos en los países anglosajones, fue el caso reciente de Waitrose, una importante cadena de supermercados inglesa, que puso en venta un sandwich de pollo gourmet con el nombre de “Gentlemen’s roll”. Le pusieron ese nombre porque el roll, el sandwich, contenía una pasta de anchoas conocida como “Gentleman’s Relish”. ¡La que se armó en Twitter! Un sandwich “sexista”, “otra atrocidad más del patriarcado” y tal. Waitrose alzó la bandera blanca en cuestión de horas: “Nunca fue nuestra intención ofender a nadie…tenemos pensando cambiar el nombre del sandwich lo antes posible…”
De lo meramente tonto a lo cruel y sanguinario, pasando por la elección de gobiernos que antes solo hubieran llegado al poder a través de un golpe de estado, el denominador común es internet. Además de vidas hay valores en juego por los que nuestros antepasados han luchado y sufrido. ¿Qué hacer? Me limito a identificar el problema, como Tim Cook, que con suerte dará un día con la solución.
Esta es una crisis real, no es imaginaria, ni exagerada o loca,” dijo el jefe de Apple en su discurso en Bruselas. “Ahora más que nunca-como líderes de gobiernos, o como personas que toman decisiones en empresas o como ciudadanos-debemos hacernos una pregunta fundamental: ¿en qué mundo queremos vivir?”.

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