Jean Maninat
Si algún arqueólogo
político del futuro, en su oficio de desentrañar el pasado para entender
el presente (según el lugar común de la historiografía), se topara, en
sus pesquisas, con la caja negra que guarda los secretos de la entrega
de la democracia venezolana, se daría de bruces con la más exótica de
las razones para cualquier investigador submarino de accidentes
históricos: "autosuicidio".
*Hurgaría en las grabaciones de voz de los pilotos de la nave
siniestrada -es de rigor- trataría de identificar sus rangos, sus
responsabilidades, su destreza a la hora de anticipar el siniestro, su
disposición de seguir los protocolos de cómo evitar lo que estaba
palpitando en los instrumentos de navegación que les orientaban el
viaje.
Descubriría, por ejemplo, que la
elite, los capitanes de la nave estrellada y sus ayudantes, se
maravillaban con el magneto que los atraía hacia el centro de su propia
destrucción, pensando que al fin acabarían con la alternancia
democrática que les alejaba del control absoluto del aparato. Se
imaginaría que se congregaban hipnotizados a admirar el puntito verde
que hacía bip en la pantalla, mientras el aparato inclinaba la nariz vertiginosamente con destino a tierra.
(Hay
que salir de estos partidos políticos, acabar con su dirigencia, esta
democracia es un fraude, mejor un militar cuatrisoleado que los
políticos que no arriman una al mingo. Una cachucha, eso, y arreglamos
este cuento, no juegue. Se escucharía dificultosamente, entre
estática, cortes de sonido, aplausos, choques de palmas, y lo que
asemeja a un brindis con vasos de cartón).
La
caja negra develaría el incesante empeño de la tripulación -y el de los
pasajeros- por denigrar del viaje, entre sacudidas y anuncios de
ajustarse los cinturones de seguridad, que los llevaría a buen puerto en
medio de las tribulaciones de quien asume el riesgo de viajar hacia un
lugar medianamente promisorio. Entre los restos del fuselaje, se
encontrarían señales de amotinamiento: cabos de cigarrillo, asientos
rasgados, puertas de baño sacadas de su quicio, armas blancas, botellas
vacías y una mascota asfixiada dentro de un maletín de mano.
Pero
a fuerza de darle vueltas al asunto -como a un cubo de Kubrick- nuestro
detective del futuro descubriría que quienes luego exigieron, airados,
respuestas sobre el siniestro, eran los mismos que lo habían causado,
incitando al pasaje a amotinarse, mandando señales confusas desde la
torre de control, aupando a quienes a la fuerza tomaron control de la
aerolínea, mientras saludaban con entusiasmo la llegada del nuevo
comandante a la empresa.
Observaría sus
fotos en unos vetustos archivos electrónicos de prensa, se fijaría en
sus rostros desencajados, escucharía el ímpetu de sus declaraciones, sus
llamados -una vez más- al todo por el todo, a no perder tiempo en
remilgos democráticos; señalando, indiciando, haciendo juicios sumarios,
descabezando reputaciones desde un exilio no solo territorial, sino
también moral. Algo perplejo llegaría a exclamar: ¡What the fu…! Y
retornaría la caja negra a un estante coronado con el rótulo:
Autosuicidios.
@jeanmaninat
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