Pertenezco a una generación que, hacia 1958, nació con los inicios de la democracia venezolana. Éramos niños, pero también nuestra democracia era una niña, con traje de luces que todos le habíamos puesto. Si éramos traviesos e inconscientes, la democracia también lo era porque no sabía cómo dar sus primeros pasos: no tenía un padre que la guiara o una madre que le susurrara algunos consejos. Antes había habido impulsos, amagos, para olerla o intuirla, pero siempre el militarismo decimonónico estaba al acecho, frustrando todos los pasos. Algo había madurado el estamento civil y político para cuidar a la criatura, para entender que con ella podíamos vivir a nuestro aire, crecer todos juntos, respetar las diferencias y sentir en carne propia lo que podía ser el concepto de libertad. Mi infancia en los años 60, vivida en campos petroleros, me permitió tener todo tipo de amigos: los que venían de la montaña, del mar, de los llanos, de la selva, del extranjero. Cada salón de clases estaba lleno de rostros multicolores, de costumbres distintas, de apetencias disímiles, pero cada quien se reconocía como parte de un todo indisociable: éramos una apuesta al futuro y todos teníamos muchas ganas de vivir.
Pronto comenzamos a reconocer la política por los colores: blancos eran los socialdemócratas; verdes los socialcristianos; amarillos los republicanos; rojos los comunistas. Los partidos se alternaban y exponían sus programas de gobierno, y cada cinco años cambiábamos de presidente. Los primeros tres gobiernos democráticos (Betancourt, Leoni, Caldera) fueron los mejores: la educación pública era insuperable, las campañas sanitarias curaban todas las enfermedades, los planes de vivienda pululaban, la reforma agraria sembraba los campos de cultivos, y por primera vez el país tuvo una red de carreteras que unía a todos los poblados. Sin embargo, surgían amenazas: una escisión del Partido Comunista copiaba la receta cubana y se iba a la guerrilla, y también a partir del gobierno de Pérez aparecían los primeros indicios de corrupción. Los que para entonces ya éramos jóvenes, el bipartidismo verdiblanco nos parecía insuficiente, pero lo preferíamos a una izquierda claramente anquilosada. Cuando votábamos en los años 70 ya lo hacíamos por el menos malo, sin que nunca tuviéramos un candidato de nuestra preferencia. Los aires de cambio, para los que buscábamos una profundización de la democracia, llegaban con un breve libro llamado Checoeslovaquia: el socialismo como problema, escrito por Teodoro Petkoff, un prominente militante que había roto con el Partido Comunista y que también regresaba desencantado de la guerrilla. Era la primera vez que leíamos una crítica rotunda contra el estalinismo y que nos proponían una tercera vía: la del socialismo democrático. Luego en un libro posterior, Proceso a la izquierda, Petkoff profundizaba todavía más y ejercía la crítica para condenar el modelo soviético y la autocrítica para condenar su propio pasado político.Pronto tuvimos en la escena política venezolana un nuevo partido de color naranja, el Movimiento al Socialismo, por el que votábamos los estudiantes, los jóvenes profesionales, las clases medias y los izquierdistas demócratas. En las elecciones siguientes nunca superó el 7% del voto general, lo que no dejó de ser frustrante, porque claramente el electorado venezolano nunca apostó por esa vía, pero al menos nos quedaba una referencia ética con la cual medir el deterioro progresivo de la democracia que tanto nos había costado alcanzar. Podríamos decir que hasta allí llegó la vida política de Petkoff, pero a mi manera de ver allí realmente comenzó, porque sin proponérselo se convirtió en el observador más agudo, más asertivo, más devoto, más imparcial, de los procesos democráticos venezolanos, alertando los peligros, denunciando los desvaríos y asumiendo posturas muy valientes que, por ejemplo, le significaron prohibición de salida del país: la cárcel grande donde prefirió morar hasta el fin de sus días. Desde los periódicos que pudo dirigir, desde las tribunas en las que supo hablar, desde las entrevistas que consintió ofrecer, sus opiniones siempre fueron una luz, una guía, y más en tiempos de chavismo, cuando con una retórica izquierdosa se quería revestir un nuevo asalto al poder de militares redivivos.
Una vez me tocó entrevistar a Petkoff para la revista Encuentro que dirigía en Madrid el narrador cubano Jesús Díaz, y cuando le pregunté por los riesgos de la fatiga democrática, esta fue su respuesta: “Si en democracia no haces las reformas necesarias a tiempo, le estás abriendo el camino a las respuestas aventureras, demagógicas y hasta dictatoriales. De modo que el antivirus de la democracia está en el reformismo avanzado. Eso fue lo que Europa pudo hacer después de la Segunda Guerra Mundial, ideando respuestas políticas y sociales a una crisis sin precedentes. Tenemos el gran desafío de darle a la vía democrática el sólido sustento que supo darle Europa cuando, en una alianza tácita entre los dos grandes centros políticos –la socialdemocracia y el socialcristianismo– pudo aislar progresivamente a los extremos y reducirlos a los márgenes de la sociedad”.
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