Las imágenes me llevan atrás en el
tiempo, primavera de 1974, cuando España miraba hacia Portugal retenido
el aliento, con un escalofrío de admiración y esperanza. Os rapazes dos tanques, se
titula el libro de fotografías: los chicos de los tanques. Fotos
bellísimas, rostros de jóvenes capitanes, oficiales y soldados que ese
25 de abril, decididos y silenciosos («Quien quiera venir conmigo, vamos
a Lisboa y acabemos con esto», dijo el capitán Fernando Salgueiro Maya)
salieron de sus cuarteles para derrocar la dictadura y consiguieron,
sin sangre, la rendición del gobierno de Marcelo Caetano. Ayer por la
mañana compré el libro en el Chiado; y por la noche, cenando con Manuel
Valente en un restaurante del Barrio Alto –Manuel, viejo amigo, fue mi
primer editor en Portugal–, lo comenté con él. Qué formidable galería de
imágenes, le dije, todos aquellos rostros casi de muchachos, lo que
fueron y lo que hoy son. Qué lección de patriotismo, de orgullo y de
coraje. Manuel estuvo de acuerdo, y me contó que precisamente fue él
quien hace cuatro años editó ese libro. Después, mientras seguíamos
cenando, comentamos con melancolía los resultados de aquella revolución
de los claveles. Todas las esperanzas desatadas y cómo se fue diluyendo
todo cuando los políticos entraron en escena, pusieron a un lado a los
jóvenes que se la habían jugado y se hicieron dueños del nuevo paisaje,
hasta el punto de que algunos de los capitanes de abril, como Otelo
Saraiva de Carvalho, cerebro del golpe militar, terminaron en la cárcel.
Esta mañana, dando otra vuelta por mis
librerías habituales de la ciudad –siguen abiertas casi todas, lo que en
estos tiempos es un milagro–, he vuelto a pensar en aquellos jóvenes de
abril. En sus rostros, su juventud y su hazaña. En la canción Grándola vila morena sonando
en la radio esa madrugada, como señal convenida para actuar, y en los
soldados y sus vehículos abandonando sus cuarteles bajo la luz incierta
del amanecer. En los blindados del capitán Salgueiro Maya rodeando el
cuartel donde se refugió el gobierno, en las guarniciones de todo el
país sumándose una tras otra a la revolución, en la gente que al llegar
el día se echó a la calle para apoyar y aplaudir a aquellos muchachos
encaramados en los tanques y apostados en las esquinas. En lo guapos y
serenos que en las fotos se les ve a todos. En Celeste Caeiro, la
camarera que volvía a su casa con un manojo de flores sobrantes de una
cena y que, al no tener un cigarrillo que darle al soldado muerto de
frío que se lo pedía desde un tanque, le dio un clavel. Y ese soldado,
al ponerlo en el cañón del fusil y ser imitado por sus compañeros,
corriéndose el gesto por toda la ciudad, creó sin pretenderlo el símbolo
de lo que se llamaría Revolución de los Claveles.
He pensado en todo eso, como digo,
mientras paseaba por Lisboa. Y al observar las hordas de visitantes que
en los últimos tiempos inundan esta ciudad puesta de moda por los
operadores turísticos, caigo en la cuenta de que nada hay en las calles
que recuerde a aquellos jóvenes soldados y cuanto hicieron posible.
Aunque el nombre del 25 de Abril está muy presente en la ciudad, nada
recuerda a sus verdaderos protagonistas. Que yo sepa, sólo hay una
película –que me parece mediocre– de María de Medeiros, con el hermoso
título Capitanes de abril, y un monumento levantado junto al
cuartel de Santarem en memoria del capitán de caballería Salgueiro Maya,
con una estatua de éste junto a un blindado de los que salieron de allí
para empezar la jornada. Pero no tengo constancia de que en Lisboa haya
nada espectacular que recuerde aquello. Ningún monumento, ningún
espacio dedicado a ese día. Nada que mostrar al mundo con legítimo
orgullo. Nada de nada. Y pensando en eso, y en el capitán Salgueiro
Maya, que se negó a ocupar cargos políticos y murió de cáncer a los 47
años, valiente y honrado como había vivido, caigo en la cuenta de lo
iguales que somos portugueses y españoles en lo de marginar héroes y
darlo todo a la desidia y el olvido. Qué gran ocasión perdida, en esa
Lisboa que ahora se remoza y embellece para acoger a millares de
visitantes diarios, la ausencia de un Museo de la Revolución, o tan
siquiera de una plaza dedicada a esos chicos que hoy son sexagenarios.
Es como si aquellos muchachos incomodaran. Como si los políticos
portugueses, incapaces de reconocer su deuda con ellos, necesitaran
borrar el recuerdo. Imagino sus escalofríos al suponer a los turistas
fotografiándose ante un monumento con un carro blindado M-47, sobre la
inscripción También los tanques pueden traer la libertad.
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