CIUDAD
DE MÉXICO — El tiempo entre el triunfo electoral de Andrés Manuel López
Obrador y el día en que, por fin, tome protesta como presidente de
México es demasiado largo. Lo que fue una avasallante victoria se
ha ido diluyendo. La Cuarta Transformación comienza a parecer más bien
una decimosexta modificación. Por eso, supongo, el nuevo presidente
necesita mantener en alto la polarización. Le conviene permanecer
siempre bajo los focos mediáticos y en el centro de la discusión
pública. Necesita hacer sentir que algo pasa, que no se ha dormido, que
el cambio está en movimiento.
Por eso apuró una consulta inconsistente sobre
el nuevo aeropuerto. Más que un acto democrático, la encuesta era una
provocación. Por eso, tal vez, también parece disfrutar de las
indignadas reacciones ante la invitación a Nicolás Maduro a su toma de
posesión el 1 de diciembre. “Somos amigos de todos los pueblos y de todos los gobiernos del mundo”, dice sonriendo.
Pero
esa respuesta es una fórmula retórica. Suena bien pero puede ser muy
contradictoria, incluso incoherente. A veces, proclamarse amigo de un
gobierno implica convertirse en enemigo de su pueblo. Nicolás Maduro no
cuenta con ninguna legitimidad internacional. Su
popularidad, dentro y fuera del país, es también ínfima. Sin duda, se
trata de un invitado incómodo, de una presencia irritante. Su asistencia
a la toma de posesión obliga a un rápido estreno de López Obrador en el complejo y frágil equilibrio diplomático que vive la región. El nuevo gobierno puede defender el principio de la “no injerencia”, pero ¿cómo reacciona ante las fehacientes pruebas de corrupción y de violación a los derechos humanos que acorralan a Nicolás Maduro?
No
se trata de una opinión personal. Tampoco es una conspiración del
capitalismo internacional. Hay informes, datos concretos, confesiones…
Si alguien representa en Venezuela a “las mafias del poder” es Nicolás Maduro.
El
discurso de Maduro aprovecha la gramática de la izquierda, invoca a los
pobres y ataca al imperialismo, pero detrás de su lengua hay una caja
registradora que nunca se detiene. Está siendo investigado por el
desfalco y blanqueo de 1200 millones de dólares a la empresa estatal petrolera. Un miembro directivo de Odebrecht lo denunció al señalar que recibió 35 millones de dólares para su campaña electoral. Su propios excompañeros de gobierno, todavía chavistas, exigen que responda ante el país por 350 mil millones de dólares desaparecidos en el vaho de muchas empresas fantasmas. Su gobierno está implicado en una trama de corrupción en una red de distribución de alimentos comprados
en el exterior para ser supuestamente vendidos a precios solidarios a
los pobres de Venezuela. Se trata de una estafa gigantesca, que supone
una cifra de 5000 millones de dólares y que ha desatado la persecución oficial de los periodistas que investigan los hechos.
Y
esto podría ser solo una pequeña muestra de todo el gran sistema de
corrupción que se mueve detrás de su gobierno. Para cualquier mexicano,
invitar a Maduro podría ser algo parecido a convidar a Javier Duarte a
la inauguración presidencial. El exgobernador de Veracruz, actualmente
en prisión, es el emblema de la corrupción y del descaro político en
México, una imagen de la perversión del PRI en el manejo de los dineros
públicos y en el ejercicio de la violencia. Eso, ya tal vez mucho más,
es Nicolás Maduro en el Caribe.
Otro
de los elementos importantes que problematiza la alianza entre AMLO y
el gobierno de Venezuela tiene que ver con el respeto a los derechos
humanos. Insisto: no se trata de un asunto de criterios íntimos, de
elucubraciones sesgadas. Casi desde el comienzo de su gobierno, Nicolás
Maduro ha desatado una guerra feroz desde el Estado en contra de sus
ciudadanos. En Venezuela hay actualmente 232 presos políticos y
7495 personas sometidas a procesos judiciales, ligados a motivos
políticos. Esto sin contar la cantidad de programas y medios de
comunicación censurados o suprimidos, periodistas a quienes se les
retiene el pasaporte, ciudadanos cuyos derechos son vulnerados por
participar en protestas en contra del gobierno.
En
términos de uso de fuerza contra la población, las estadísticas de
Nicolás Maduro son sangrientas. Un informe de la OEA reseña que solo en
las protestas del año 2017 se cuentan 163 muertos.
Naciones Unidas, por su parte, ha pedido una investigación especial
sobre los operativos de seguridad diseñados por el gobierno, en los que,
según denuncias, ha habido 505 ejecuciones extraoficiales. A todo esto, habría que sumar el supuesto suicidio de un concejal opositor, detenido de forma ilegal, en una prisión de la policía política; así como el reciente testimonio de un joven,
desterrado a España tras cuatro años de prisión, sobre las diferentes
modalidades de tortura que padeció. Es evidente que no se trata de un
caso aislado sino de una política de Estado. Si, en 1968, Nicolás Maduro
hubiera sido presidente de México, tal vez la masacre de Tlatelolco se hubiera perpetrado de la misma manera. O peor.
Dice López Obrador que “México ya cambió”.
Tiene una enorme fe en sí mismo. Como lo sostuvo también en su campaña
electoral, piensa que su sola presencia puede tener un efecto mágico en
el sistema, en la vida pública, en la condición humana. Lamentablemente,
la historia demuestra que todo es mucho más complejo. Si algo, por
ejemplo, contradice toda su prédica, es la presencia de Nicolás Maduro
en el inicio de su mandato.
Maduro
encarna toda la corrupción, el abuso y la represión que AMLO pretende
combatir. Incluso para sus seguidores puede resultar una incongruencia
monumental. La dicotomía entre la izquierda y la derecha se ha vuelto un
sinsentido. La primera posverdad que hay que enfrentar es la ideología.
Maduro no representa ninguna revolución popular y latinoamericanista.
Representa un gobierno ilegal, corrupto y autoritario.
Ha señalado el historiador Rafael Rojas que “para
emprender cualquier gestión diplomática mediadora, en relación con
Venezuela, el rechazo al autoritarismo y a la violación de derechos
humanos es una premisa insoslayable”. Ese es un gran desafío que
tendrá el nuevo gobierno de México por delante. Estará obligado a
participar en una crisis internacional sin establecer complicidades, sin
traicionar sus propias promesas.
En
estos momentos, no se puede ser amigo del pueblo de Venezuela y amigo
del gobierno de Nicolás Maduro al mismo tiempo. Si AMLO quiere ser
coherente con todo lo que ofreció en su campaña, si desea ser leal a sus
votantes, no puede entonces establecer una alianza ciega con “la mafia del poder” que oprime al pueblo venezolano.
Alberto Barrera Tyszka es escritor y colaborador regular de The New York Times en Español. Su novela más reciente es “Patria o muerte”.
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