LA MUERTE DE LOS OJOS
Jean Maninat
Ni su ceguera de
nacimiento, ni su consecuente desatención a los colores y formas del
mundo, habrían vaticinado que Anna-Liisa Järvinen Korhonen sería una de
las grandes fotógrafas del siglo XX, ni que algún día, se haría una
monumental retrospectiva de su obra en la prestigiosa galería, Ojo
Nuevo, de su Finlandia natal. Quienes tuvimos la fortuna de conocerla,
de beber vodka helada a la par con ella, y posar para algún retrato de
su serie, Los inciertos, difícilmente nos podríamos haber
imaginado lo que escondían aquellos retratos -con un aire a los pintados
por Lucian Freud- que tanto inquietaron a las galerías europeas y a sus
concurrentes habituales, siempre a la búsqueda de una copa gratis de
champán.
Nadie la ha echado de menos,
ahora que nos enteramos que murió atropellada mientras fotografiaba la
entrada a la Estación Central de Helsinki del tren proveniente de
Leppävaara por la plataforma 12, la más traficada los días sábados,
cuando se le ocurrió enfocar su Leika SL, desde la vía, para capturar el
frenesí de una locomotora desbocada que la borró para siempre de esta
vida. Ahora, la prensa de sucesos juega con la hipótesis del suicidio,
algo que obstinadamente niegan los dos gatos que dejó huérfanos: Winston
y Stalin. Por su parte, los dos maridos con los que compartió,
intermitentemente sus últimos treinta años (se turnaban semanalmente
para cumplir con el intrincado oficio de amarla), se declararon
indignados ante cualquier afirmación que insinuase que el objeto de su
pasión compartida, habría preferido morir, que seguir retratando las
grandezas y penurias que conforman la condición humana.
Alguna
vez, Henri Cartier-Bresson, se refirió a ella como el Aleph de la
fotografía contemporánea, gracias a su capacidad para capturar con el
lente de su cámara la multiplicidad de eventos, hechos históricos,
ruindades cotidianas, declive de los grandes monumentos levantados por
el hombre, y el quehacer bullicioso de los barrios obreros y
socialdemócratas que marcaron su existencia. Como es de rigor, en los
artistas de su estirpe, frecuentó los salones de la aristocracia
decadente y la burguesía emergente: su retrato de Wallis Simpson y
Edward VIII, en su domicilio parisino, es todavía considerado como una
obra maestra del “testimonialismo social” del siglo pasado.
Hay quien argumenta que la célebre disección del ojo en la película El perro andaluz,
habría sido tomada de un negativo que el mismísimo Luis Buñuel le
habría birlado de su apartamento-estudio madrileño en una noche de
farra. Pero no hay certitud del hecho, y los que saben, atribuyen el
rumor a la inquina posterior del genio venal de Salvador Dalí hacia el
cineasta aragonés. Para zanjar la importancia que tuvo la obra de
Anna-Lissa Järvinen Korhonen, en un momento especial de su parcours artístico, queda la portada que le dedicó la revista Time, el portafolio de fotos que le publicó Vanity Fair, así como el maravilloso libro que le dedicó la editorial Taschen. Todo en vida.
Pero
nada en estas noticias ayuda a responder a la pregunta que todos nos
hacemos: ¿Cómo una fotógrafa no vidente logró acaparar la atención de
tanta gente desprovista de una mirada medianamente educada y culta?
¿Cómo, unas pupilas -azules y sin luz- habrían sido capaces de atesorar
los claroscuros con ráfagas rabiosas de colores primarios
característicos de su obra iniciática e ingenua, tan bien representada
por su inquietante autorretrato, El espejo enterrado en el rostro, que cuelga en la galería Tate de Londres?
La
respuesta la tendría, Hans Kruegger, un amigo alemán de la
adolescencia, quien adelantó la versión de que Annie -como la llamaban
afectuosamente sus más íntimos- nunca estuvo privada de la vista y que
todo habría sido un alibi para atraer la atención de un amor
descariñado y renuente de entonces. A fuerza de fingir, se habría
acostumbrado a vivir entre supuestas sombras, que sólo la cámara y el
disparador bajo su dedo índice podían disipar. Las fotografías y textos
de su libro apócrifo, Jorge Luis Borges y yo en la oscuridad; y
la improbable confesión de José Saramago -el día en que le entregaron el
Nobel- indicando que ella habría sido la inspiración para su Ensayo sobre la ceguera, invitan a desmerecer las aseveraciones que sugieren una impostura de su parte. Finalmente, sus ojos muertos descansan en paz.
maninatj@gmail.com
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