LA ÉTICA DEL CAPRICHO
CARLOS RAUL HERNANDEZ
Tropecé con un libro que no
veía desde la Escuela de Sociología, un texto sagrado que si lo leyeran
los activistas, sacarían gran beneficio. El político y el científico
de Max Weber (en mejorable edición de Alianza Editorial) agrupa
conferencias del autor en 1919, año de la trágica comuna de Berlín, la
insurrección que llevó a los comunistas radicales espartaquistas
a la muerte junto con quienes creyeron en su fantasía revolucionaria de
calle. En zanjas aparecieron los cadáveres de Rosa Luxemburgo, la rosa roja de la revolución y Karl Liebknecht. Es un texto útil para quien se dedique al oficio.
Weber concede máximos elogios al político profesional, que vive para y de la política dedicado en cuerpo y alma, contra la tendencia a que los plutócratas la compren como hobby y hagan organizaciones-nómina, para jugar al dirigente sin tener con qué, tendencia tan perniciosa como el liderazgo de notables. El político profesional conoce su oficio porque se ha formado en él, es su especialidad y su modo de vida, distinto de los semipolíticos, miembros de sindicatos, asociaciones, intelectuales, escritores, artistas, gremialistas.
Ellos
dedican parte de su tiempo a la defensa de intereses sectoriales,
actividades que lindan con la política sin serlo y que no califican para
ejercer esta última. Luego dice que todos los ciudadanos somos políticos eventuales,
que vamos a actos públicos, votamos y tenemos sesudas opiniones sobre
algo de lo que conocemos solo la apariencia. Con mucha frecuencia
ciertos oportunistas se dedican a la retórica moral con finalidades
evidentes. Ese ha sido siempre uno de los negocios más peligrosos de la
lucha de poder.
La amenaza de los moralistas
Un
grupo de aventureros que al no tener más nada, asumen la moral como
programa. No hay que olvidar que los más grandes criminales
revolucionarios, en el peor de los casos, y los más protervos bribones,
en el mejor, han llegado al poder con la hoja de parra de la moral y eso
es ya una tradición. Weber reconoce además, la importancia de la
maquinaria organizativa del partido, formada por profesionales.
Considera natural y deseable que la maquinaria se imponga históricamente
a los notables, los parlamentarios o los grupos plutocráticos, como
avance hacia la política moderna.
¿Cuántas
veces no vimos a plutócratas y notables, al contrario de Weber,
descalificar las maquinarias y los políticos de oficio? Y también el
esfuerzo de grupos de poder económico que han pretendido “comprar” la
política. Dice Weber en uno de los momentos más importantes de la obra,
que las tres características esenciales de un gran líder, un estadista,
son pasión, responsabilidad y mesura. La pasión consiste en entregarse
en cuerpo y alma a la causa. Pero no se trata de la excitación estéril del alocado que pone a los demás en peligro y no le importa si tal cosa corresponde a su fanatismo.
La segunda cualidad, es la responsabilidad.
Naturalmente que las ambiciones son legítimas y un político que no las
tenga no es un político, pero cuestiona al carrerista, que mide sus
actos como si estuviera en la estructura de una empresa. Concibe la
política como entrega a una razón de vivir, causa trascendente que se
abraza con responsabilidad en beneficio de los demás (y también del suyo
propio) Y finalmente la mesura, el equilibrio, la capacidad para
alejarse de los extremos y discernir lo conveniente “la cualidad
sicológica… para dejar que la realidad actúe sobre uno sin perder… la
tranquilidad, guardar distancia con los hombres y las cosas”.
Estadistas y aventureros
La
carencia de mesura lleva a negarse a aceptar la realidad o falsearla
para que se adapte a nuestros esquemas preconcebidos, distorsionar los
hechos y engañarse o engañar. “…Cómo puede conseguirse que vayan juntas
en las mismas almas la pasión ardiente, y la mesurada frialdad”. Cuando
eso ocurre tenemos a Betancourt, Churchill, Reagan o Billy Brandt.
Finalmente hay dos aproximaciones a la ética que definen un gran
político y lo diferencian de un aventurero cualquiera. Y es la
contraposición entre la ética de la responsabilidad y la ética de la convicción.
La
primera cuando un dirigente rectifica un error inicial, al darse
cuenta que debe modificar el rumbo, por muy convencido que esté de la
justicia de éste, porque los daños que ocasiona a sus seguidores, a su
entorno o a su país son tan grandes que insistir en lo que cree, es un
crimen (el gobierno venezolano debiera leer el libro). En cambio
políticos de poca monta, vanidosos, sin quilates para las grandes
empresas, se abrazan a la ética de la convicción: que con frecuencia es
capricho. Tolstoy en Guerra y Paz cuenta la batalla de Moscovia desde la perspectiva de los soldados.
Desmembrados
por los cañones, quemados, machacados por los caballos, sosteniendo sus
vísceras, porque la rendición ofendía a un petimetre imbécil en
funciones de general. Uno tiene derecho a martirizarse por sus
convicciones, pero no a obligar que otros deventurados lo hagan. No dar
marcha atrás en una idea, aunque se esté consciente de los estragos que
produce, o de que no sirve, es sencillamente un crimen. De esta manera
puede decir con una lamentable satisfacción personal, que fue firme en
sus principios aunque por ellos logró acabar con la empresa que se había
propuesto. Esto lo deberían entender algunos en la oposición.
@CarlosRaulHer
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