martes, 7 de julio de 2009

Honduras y Venezuela
Fernando Mires

Venezuela Analitica

Martes, 7 de julio de 2009

Un artículo titulado “Honduras rompe paradigma en América Latina”, escrito por Margarita Montes, egresada del Instituto Político de Estudios Internacionales de la Universidad Francisco Marroquín en Costa Rica, ha circulado profusamente a través de la red. Tesis central del artículo es la siguiente:

“Y es que desde el punto de vista de la politología, Honduras sentó ayer un precedente, el cual sin duda pasará a ser un caso de estudio de universidades, diplomáticos y políticos alrededor del mundo. Por primera vez en Latinoamérica, el pueblo se rebela, sin derramamiento de sangre y sin violencia, contra un Presidente constitucional y democráticamente electo, por violar disposiciones legales y la institucionalidad vigente en el país.

“Por eso es que la prensa internacional, los organismos internacionales y gobiernos alrededor del mundo, no han comprendido aún el contexto y la esencia de este caso, y están condenando lo que ha sucedido en Honduras, pues lo están analizando en base a conceptos propios del viejo paradigma de los golpes de Estado durante la época de la Guerra Fría. La comunidad internacional, pública y privada, aún no ha tenido el tiempo, ni los elementos, para percatarse que en Honduras ayer se rompió un modelo y que se trata de un caso completamente sui generis”.

El artículo de Margarita Montes puede ser leído en:

Analítica

1. Dos observaciones

Sin ánimo de polemizar, quisiera empero emitir dos observaciones. La primera es que parece problemático referirse “al pueblo de Honduras” como ejecutor del cambio presidencial, vía militar, que tuvo lugar en ese país.

Yo viajo continuamente a Honduras a desempeñar tareas académicas. Entre mis alumnos (candidatos doctorales) y colegas, hay quienes apoyan al gobierno Zelaya y otros que lo adversan. He asistido, además, a demostraciones de ambos bandos, y estoy informado acerca de la creación de grupos del “poder ciudadano” equivalentes a los círculos bolivarianos de Venezuela. Así he podido comprobar que, como ocurre en Venezuela, el pueblo se encuentra dividido en dos partes por el momento irreconciliables. Por lo demás, la división es la condición natural de un pueblo.

En Honduras hay un pueblo zelayista y otro que no lo es, del mismo modo que en Venezuela, aunque no le guste a Chávez, hay un pueblo chavista y otro definitivamente antichavista. Esa división, repito, es la condición elemental de la política. Sólo se puede hablar de “un pueblo” en momentos fundacionales (declaración de independencia, por ejemplo) Luego, hablar en nombre de un sólo pueblo puede inducir a errores políticos enormes. Entre otros: subvalorar la dimensión del adversario. Y eso, lo sé, se paga caro. “El pueblo unido jamás será vencido” es sólo una emotiva –y chilena- consigna de las izquierdas, pero desde el punto de vista político es un absurdo pues excluye a todo el pueblo que no es de izquierda que, a veces, es mayoría. Lo mismo vale para las derechas.

Una segunda observación al artículo de Margarita Montes tiene que ver con la afirmación de que el golpe de Estado que llevó a Micheletti al gobierno es desde el punto de vista politológico, paradigmático. El de Honduras, afirman también otros comentaristas, no sería un golpe porque surgió para defender la democracia amenazada por el propio Presidente de la República lo que a la luz de los hechos es ya evidente. Pero ¿hay golpes paradigmáticos?

Quien conoce algo de la historia de los golpes de Estado en América Latina, verá que no hay ningún golpe igual a otro. Los argentinos son expertos en esta materia. Durante el siglo XX tuvieron nada menos que seis golpes de Estado. Comenzando por Iriburri (1933), siguiendo después por las dictaduras rotativas de 1945 y 1962, enseguida por Onganía (1966) hasta llegar a Videla (1977), encontramos las más diversas especies golpistas que es dable imaginar. El golpe de Onganía, por ejemplo, fue tan poco paradigmático que ni siquiera los argentinos se dieron cuenta cuando ocurrió: la gran mayoría estaba pendiente del partido Boca contra River.

El golpe del 2009 de Honduras, a su vez, es cualquier cosa menos paradigmático. Por el contrario, puede situarse en la larga tradición golpista de esa nación, tradición que se extiende a los ya lejanos tiempos del legendario Tiburcio Carias Andino.

Pero ni siquiera en las formas es, el reciente golpe hondureño, paradigmático. Basta recordar que Ramón Villeda Morales, del Partido Liberal, fue depuesto dos veces, en 1953 y en 1963, y de un modo muy similar a como ocurrió con Manuel Zelaya. En materia de destituciones también tienen escuela, los hondureños. El dictador Julio Lozano Díaz fue destituido por el propio ejército. La única diferencia con lo ocurrido en junio del 2009 es que en esos tiempos a nadie le importaba un rábano lo que pasaba en Honduras, entre otras cosas porque Hugo Chávez no había sido nombrado todavía Secretario General de la OEA (error voluntario)

Ahora, ¿surgió el golpe de Honduras para defender la democracia? Otra vez, vamos con mucho cuidado ¿No han dicho siempre lo mismo todos los golpistas? Todavía siento frío cuando recuerdo la voz de Pinochet: “Para salvar a la democracia” –dijo- “hay que lavarla cada cierto tiempo con sangre”. Pero dejando a Pinochet a un lado –caso muy singular- la idea de que los golpes surgen con el objetivo de restaurar la democracia no es tan nueva. Los golpes militares, y esa sí que es una tendencia general, aparecen como resultado de profundas crisis políticas; cuando ya la democracia está semidestruida, o tan deteriorada que se ha vuelto ingobernable.

Los golpes son, por lo general, una oferta que corresponde a una demanda. Incluso puedo imaginar perfectamente que más de algún general llevó a cabo un golpe con el honesto propósito de restaurar la democracia. Sin embargo, los golpes tienen una dinámica que nadie puede detener. Cada golpe trae consigo la resistencia de sus adversarios y ello lleva a la represión continuada que con el tiempo, como una espiral, va aumentando hasta llegar al punto del “no retorno”.

¿Y si gobierna un civil y no un militar? Tampoco ha sido raro el caso de civiles que han gobernado, durante un tiempo al menos, en representación del ejército. Sin hacer una revisión exhaustiva, se me viene espontáneamente a la memoria la dictadura civil de Benjamín Lacayo en Nicaragua (1947) o de José María Guido en Argentina (1962). En Honduras hubo casos parecidos. Y no por último, hay que recordar que el dictador peruano Alberto Fujimori también era civil. Y hasta aquí mis observaciones al artículo citado.

2. Las emociones y los pensamientos

Importante es destacar que la gran mayoría de la oposición política organizada a Chávez se manifestó contraria a la salida militar que tuvo lugar en Honduras. Yo pienso que ese es el sentimiento mayoritario de la oposición venezolana. Esa oposición simpatiza con la oposición hondureña a Zelaya, pero al igual que muchos de los miembros de esta última, tampoco está de acuerdo con una salida militar. Hay, desde luego, excepciones.

He podido leer en la prensa venezolana uno que otro artículo que saluda abiertamente la intervención militar en Honduras. Se trata por cierto, de una gran minoría. Pero al leerlos uno no puede sino pensar que si esos autores tuvieran al ejército a su lado, también estarían a favor de una alternativa militar en su país. Ahora bien; aunque discrepo radicalmente con ellos, haciendo un gran esfuerzo, podría, sin nunca justificarlos, al menos entenderlos.

Quien vive en un país cuyo presidente ocupa gran parte del espacio medial; donde no hay justicia imparcial; donde los poderes públicos están secuestrados por el ejecutivo; donde los resultados electorales son desconocidos por el gobierno; donde se cometen a diario, desde el propio ejecutivo, violaciones directas a los derechos humanos; donde los puestos de gobierno son repartidos entre militares y ex- militares; donde ha habido golpes de Estado regionales contra alcaldes y gobernadores; donde los puertos son militarizados; donde impera la voluntad unipersonal de un caudillo decimonónico -que eso y nada más es Chávez- en fin, donde más de la mitad de la población es diariamente vejada, insultada, negada en su condición ciudadana, uno no puede sino entender que mucha gente anhele salir de esa situación, aunque sea a cualquier precio y con cualquier medio.

Sin embargo, quienes practicamos este oficio de escribir, emitiendo públicamente opiniones, no debemos, sí, diría, no tenemos derecho a dejarnos llevar por los primeros impulsos y usar las tribunas que se nos conceden como medio para hacer explotar nuestras emociones. De una manera u otra estamos obligados a pensar y a repensar las situaciones, analizar los pros y los contras y, sin dejar de tomar partido, emitir juicios, aunque estos no sean populares. No se escribe por autocomplacencia. O, por lo menos, no vale la pena hacerlo.

3. Es difícil la democracia

¿Hay golpes buenos y hay golpes malos? preguntaba la revista Analítica en un editorial. Mi respuesta es que desde una perspectiva política “pura”, si los hay. Todo golpe es bueno para sus partidarios y malo para sus adversarios. Así de simple. Ese es el ABC de la política. Más, en este caso, hay que diferenciar entre una política “pura” y una política democrática. ¿Cuál es la diferencia? A través de una política “pura” de lo que se trata es de derrotar al adversario, aún utilizando aquellos medios que están más cerca de la guerra que de la política. Fue esa “política pura” la que llevó al jurista alemán Carl Schmitt a apoyar al nazismo en contra del peligro estalinista, o a Jean Paul Sartre a apoyar al estalinismo en contra del peligro nazi. En los dos casos ambos intentaron ahuyentar al Diablo con la ayuda del Demonio (o al revés).

La política democrática en cambio no es “pura”. Está sujeta a reglas y a leyes, a límites y a principios éticos que no se deben jamás transgredir aun al precio de aceptar la propia derrota.

“Es difícil la democracia” me escribe una amiga desde Tegucigalpa quien, como muchos hondureños inteligentes, condena las barbaridades cometidas por Manuel Zelaya, pero tampoco está de acuerdo con la intervención militar. Sí, es difícil la democracia. Es por eso que no todos los demócratas son tan demócratas como piensan. Hay, por ejemplo, demócratas de ocasión, que son aquellos que consideran que la democracia es un simple medio para alcanzar un “objetivo superior”. Hay también demócratas por obligación, que son aquellos que se ajustan a las reglas porque simplemente no tienen otra posibilidad, de la misma manera que alguien con predisposición a robar no roba, no porque sea honrado sino por miedo a la policía. Los demócratas por convicción forman una muy extrema minoría. O si no, no estaríamos donde estamos.

La ética democrática tiene un sustrato en la ética filosófica. “Es preferible ser objeto de una injusticia que cometer una injusticia” fue el veredicto de Sócrates. Dicho veredicto encuentra plena expresión teológica en el amor al prójimo que proclaman el cristianismo y el judaísmo. La versión laica más propagada del mismo principio se encuentra en una de las tantas máximas de Kant: “No hagas a nadie lo que no quieres que te suceda a ti”. En fin, la democracia implica una predisposición ética que, para serlo tal, requiere de cierta universalidad la que en el caso que estamos comentando se traduce de la siguiente manera: “no apoyes a ninguna intervención militar, aunque esa intervención aparezca favorable a tus ideales o intereses”. O lo mismo dicho en lenguaje corriente: “nunca intentes apagar el fuego con bencina”. Y, para que quede claro, no se trata de un pontificado moral (Dios me libre y me guarde) sino de un postulado esencialmente político.

Para Chávez por ejemplo, hay golpes buenos y hay golpes malos. Los por él cometidos, deben festejarse con bombo y platillo. Los que atentan en contra de sus objetivos expansionistas, deben condenarse. Sustentar la misma opinión aunque sea en un sentido inverso, significa, por lo tanto, someterse a la lógica del chavismo.

Sin embargo, diferentes hechos históricos han demostrado persistentemente que con la superioridad moral es posible derrotar a enemigos armados hasta los dientes. La razón es simple: la primera condición para derrotar al enemigo, es la posesión de la legitimidad política. Puede haber, por cierto, legalidad sin legitimidad. Pero una legitimidad sin legalidad es mucho más difícil. En el caso de un gobierno que viola la Constitución, la defensa de la Constitución y las leyes es un objetivo político prioritario para la oposición. Mas, si alguien está de acuerdo con qué las leyes sean transgredidas en otro país, difícilmente puede alcanzar legitimidad política en su propio país. Esa superioridad ética y nunca militar, fue el arma secreta de Vaclav Hável o de Nelson Mandela. Con ello quiero decir que para practicar una política democrática hay que tener un mínimo de credibilidad. Esa es la misma que no pudieron tener los nuevos “demócratas” reunidos en Managua. Un falsificador de elecciones como Daniel Ortega, un gorila como Raúl Castro, y un golpista tan refinado como Hugo Chávez, no son los personajes más indicados para dar lecciones democráticas a nadie. Ello ya están desacreditados, y quizás, ante ellos mismos. Como escribió Teodoro Petkoff con su tan vivaz estilo: “Chávez declara que está dispuesto a hacer valer, hasta con la guerra, los 999 mil votos que sacó Zelaya, hace tres años y pico, pero los 700 mil votos de Ledezma se los puede pasar por el forro con toda tranquilidad”.

4. Golpes desde el Estado

Si hay golpes de Estado paradigmáticos, el de Honduras no lo es. Por el contrario: continúa la tradición autoritaria del país de un modo casi repetitivo. En otras ocasiones habría pasado casi desapercibido. El problema es que Micheletti no contó con “el espíritu del tiempo”, espíritu refractario a los golpes de Estado de tipo “tradicional”. Repito: de “tipo tradicional”.

Frente a los golpes de Estado de tipo “tradicional” están programadas las instituciones como la OEA, la ONU y la UE. Sin embargo, hay que decirlo, se trata de un programa ya obsoleto. Los golpes de Estado post-modernos adquieren otras características que los organismos internacionales desconocen. A diferencia de los golpes antiguos o tradicionales como el de Honduras, los golpes de Estado actuales se realizan no en contra del Estado, sino “desde” el mismo Estado. En este sentido hay que diferenciar entre un “golpe de Estado” y un “golpe desde el Estado”. Para simplificar, podría decirse que el golpe tradicional de Micheletti fue una reacción frente al “golpe desde el Estado” que llevaba a cabo Zelaya.

El caso más paradigmático de los “golpes desde el Estado” se encuentra, sin duda, en la Venezuela chavista. A diferencia de los golpes de Estado cuyos ejecutantes se hacían de inmediato del poder total, los “golpes desde el Estado” se realizan de modo gradual y progresivo. Un día es destituido un alcalde; otro día un gobernador; otro día son secuestrados los poderes públicos, incluyendo defensorías del pueblo y Contraloría. Las empresas son militarizadas, los sindicatos verticalizados, las universidades acosadas, los políticos de oposición acusados de cargos falsos, la televisión y la prensa estatizada, y así sucesivamente.

Las ciencias políticas no han analizado todavía el nuevo tipo de golpismo que avanza a lo largo de América Latina. Así se explica la reacción desproporcionada frente a ese mini-golpe tradicional y tradicionalista que tuvo lugar en Honduras. Mas, aquello que sucede en Honduras, comparado con la gravedad de lo que está ocurriendo en Venezuela, es muy poco. Por cierto, no es este artículo el lugar adecuado para hacer un análisis del fenómeno del “golpe desde el Estado”. Sólo me limito a llamar la atención sobre ese nuevo hecho y, si es posible, proponer que ese candente tema, el de “los golpes desde el Estado”, sea materia, no sólo de preocupación académica, sino que, sobre todo, pase a ocupar algún lugar en los debates políticos de nuestro tiempo.


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