La anhelada renuncia del rais abre el crucial interrogante del traspaso del poder a los militares egipcios, decisivos en el manejo y el desenlace de la crisis, anunciado por el efímero vicepresidente, Omar Suleimán. Una Junta dirigida por el general Mohamed Tantaui, ministro de Defensa, teóricamente garante de una auténtica reforma democrática, como la exigida por la calle, pero que también podría acabar erigiéndose en valladar del cambio.
El historial de los militares en las naciones árabes no es precisamente alentador y los ambiguos mensajes castrenses que han puntualizado desde el jueves la vorágine egipcia, más allá de sus buenas intenciones, no aportan demasiada luz. En su "comunicado número tres", anoche, los generales tomaban nota de las demandas ciudadanas para "iniciar cambios radicales" y anunciaban una declaración posterior sobre los pasos y procedimientos a adoptar, necesariamente de una "legitimidad aceptable por el pueblo".
El dictador Mubarak podía haber elegido salir dignamente hacia su mundano retiro en el mar Rojo. Ha decidido lo contrario, prestando un flaco servicio al pueblo al que aseguraba servir en su retórico mensaje del jueves por la noche. No solo porque su abandono se ha producido horas después de asegurar altanero que continuaría en el poder hasta septiembre, sino, sobre todo, porque deja tras de sí la inquietante incógnita militar. Durante las casi tres semanas que ha durado su acoso popular, tuvo tiempo para perfilar una transición ordenada para la que el guion estaba escrito: disolución del Parlamento títere, fruto de las fraudulentas elecciones de noviembre; abrogación de la eterna ley de emergencia y formación de un Gobierno provisional y representativo que preparase unas elecciones libres y con ellas una nueva Constitución. La actual, de 1971, blindada, está hecha a la medida del déspota derrocado y consagra la total impunidad de los militares y los poderosos servicios secretos.
Más allá de su enorme trascendencia para 80 millones de personas, en Egipto se ha abierto una espita incontrolable para un mundo árabe superpoblado de déspotas, algunos de los cuales ya han iniciado maniobras de distracción. Pero la caída del rais, que abre para una sociedad semifeudal la posibilidad de incorporarse al orden de las democracias modernas, modifica también el tablero geopolítico de Oriente Próximo, tan inmutablemente sostenido por las fuerzas combinadas y convergentes de sus propios dictadores y el interés de las potencias occidentales (EE UU y la UE sobre todo) por mantenerlos en el poder a cambio de apoyo a sus objetivos en materia exterior: petróleo sin sobresaltos, control del islamismo radical y mantenimiento de la paz con Israel. Un Israel al que la crisis en el país vecino coloca de nuevo en el ojo del huracán.
El camino de Egipto hacia la libertad acaba de comenzar y todo está por verse. El país árabe entra en una difícil fase de efervescencia, en la que los actores del cambio deberán hacer las cosas rápido y bien para evitar su degradación. Si determinante va a ser el papel de unas fuerzas armadas hasta ahora aparentemente más alineadas con los intereses populares que con los del régimen autocrático (que prometían ayer levantar un estado de excepción de 30 años y elecciones presidenciales limpias), también debería serlo el apoyo occidental a una reforma democrática sin letra pequeña. Tareas inmediatas de esa reforma son liberar a los prisioneros políticos y hacer real la participación de los partidos opositores en el diseño del nuevo orden. Por su importancia intrínseca y su condición de espejo en el mundo árabe, lo que suceda en El Cairo atronará en adelante en la región más conflictiva del planeta.
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