Preguntas sobre la revolución egipcia
BERNARD-HENRI LÉVY 20/02/2011
El País
Dicho esto, una cosa es saludar, celebrar o incluso abrazar el amanecer veraniego de esta primavera egipcia en invierno; una cosa es decir una y otra vez, como vengo haciendo desde hace semanas, que estamos pasando una página de la historia de la región y, por tanto, del mundo, y que debemos alegrarnos de ello sin reservas, y otra muy distinta es hacer nuestro trabajo intentando ser no cómplices del acontecimiento, como dicen algunos medios de comunicación, sino testigos exigentes que se hacen las mismas preguntas que se están haciendo, en el momento en que escribo, los demócratas egipcios más lúcidos y sagaces.
La primera de estas preguntas tiene que ver con las consecuencias del movimiento. Para continuar en una vena sartreana, ¿qué ocurre con un grupo en fusión que recae en la inercia? ¿Qué ocurre con ese orden en la Tierra que, como decía otro revolucionario -chino, en este caso-, siempre termina sucediendo al desorden en la Tierra? ¿Y el precio de esa sucesión? ¿Venganza o no de la realidad y de su prosa? ¿Astucia o no de una historia que, como decía Marx, tiene más imaginación que los hombres? ¿Y qué pensar, por ejemplo, de las declaraciones de Ayman Nur, líder de Al Ghad (partido laico liberal) y figura histórica de la oposición, que, cuando el Consejo Supremo de las Fuerzas Armadas anunciaba que "los tratados y pactos internacionales" serían respetados, se pronunciaba en cambio a favor de la revisión del tratado con Israel?
La segunda tiene que ver con esos Hermanos Musulmanes que, lo repito, han sido los grandes ausentes del levantamiento, pero nada permite descartar que vayan a intentar, como el zorro de la fábula de La Fontaine, hacerse con su control después. Y, sobre todo, nada permite afirmar que hayan cambiado tan profundamente como explican esos distinguidos islamólogos que vienen encadenando patinazos y errores de análisis durante los últimos 30 años. Porque ¿qué dice exactamente la dirección de la hermandad? ¿Qué nos revela no tanto la decisión táctica de ceder provisionalmente el turno, sino su ideología profunda y su proyecto de sociedad? ¿Ha renunciado a la sharía? ¿Se ha alejado de Hamás? ¿Y de Sayyid Qutb, teórico moderno de la yihad y, mientras no se demuestre lo contrario, su principal guía intelectual?
Finalmente, la tercera pregunta concierne a ese Ejército que, tras la caída del rais, ha asumido la dirección de las operaciones y cuyas profesiones de fe democráticas parece creer todo el mundo a pies juntillas. ¿Hace falta precisar que es el mismo Ejército, y comandado por los mismos generales, que durante los últimos 58 años ha sido la columna vertebral de un régimen aborrecible? ¿Hay que recordar que las grandes ONG, como Amnistía Internacional, llevan décadas denunciando su brutalidad y sus repetidas violaciones de los derechos humanos? ¿Estamos seguros de estar tratando con un Ejército como el de Ataturk o como el de la Revolución de los Claveles portuguesa? ¿Debemos descartar completamente la hipótesis de un Egipto que al final caiga en manos de un Gobierno, civil o no, que no sea sino una variante del régimen instaurado antaño por Nasser y cuyas bases no cambien sustancialmente?
Plantear estas preguntas no es pretender aguarle la fiesta a nadie ni, aún menos, insultar al futuro. Es aportar una modesta contribución a una revolución que está solo en su primer acto y cuyas repercusiones no afectarán solo a Egipto, sino al mundo.
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