Milagros Socorro
El Nacional
Un acto de habla es una acción. De eso no hay duda. Si alguien sanciona públicamente un régimen autoritario, aún si no hace más que manifestarlo de forma tal que su posición sea conocida por quienes tienen la capacidad de cobrarle el atrevimiento, eso es una acción. Incluso el silencio o la inacción constituyen un ejercicio activo. Callar ante la injusticia o, por el contrario, inhibirse de adular al autócrata o de hacerle comparsa en sus festines, son hechos. Más contundentes cuanto más omnímodo y cruel es el poder al que se enfrentan. Por eso los tiranos son tan sensibles a esas manos sustraídas al aplauso, a la sonrisa negada a aflorar ante el chiste tosco.
Pero esta certeza no debe cegarnos para detectar la sobrevaloración de la palabra en Venezuela, donde se ha impuesto una inflación del habla, debido, quizás, a la hegemonía que ejerce un jefe del Estado que habla todo el tiempo y cuyo protocolo para mentir consiste en que dice que hará algo y es como si ya lo hubiera hecho. A contravía de esto, hay gente que habla poco, pero hace mucho. Y sus iniciativas trabajan en la ruta exactamente contraria al desmantelamiento del país que adelanta el régimen. Este es un punto clave, que debe sobreponerse a la polarización. Los hechos siguen siendo más fructíferos que las palabras aún cuando éstas tengan impacto y nobleza.
Cada vez que los empresarios han acudido a reuniones convocadas por Chávez se han convertido en blanco de incomprensión. Sectores poco reflexivos se han permitido exigir a los privados que le den un portazo al Presidente, sin importar las consecuencias que esto pueda traer para la empresa, sus trabajadores, el mercado que abastecen o el servicio que prestan. Es como si la empresa privada fuera algo prescindible, algo que puede echarse al despeñadero. La verdad es que se evidencia no poco desprecio por el rol que cumple el emprendimiento privado y el lugar que ocupa en el desarrollo, prosperidad y avance democrático de la sociedad.
Cosa parecida ocurrió cuando Chávez se dignó a reunir el Consejo Federal de Gobierno, instancia crucial para la marcha de la regiones. No faltó quien censurara a los gobernadores porque asistieron; y, el colmo, se condenó a uno en particular porque sonrió al compartir con Chávez. Asimismo, se recriminó a los diputados de la bancada democrática porque no se levantaron y se marcharon el día que el bocón atormentó a la Asamblea con un discurso de más de 6 horas.
Pero nadie ha sido sometido al anatema con mayor fiereza e injusticia que José Antonio Abreu, fundador y alma del Sistema Nacional de Orquestas Juveniles e Infantiles de Venezuela. La última andanada le llegó hace un par de semanas, cuando se inauguró, -por cuarta o quinta vez, por cierto-, la sede del Sistema en un evento donde estaba Chávez con su habitual proceder: repartición de zalamerías y atribuirse logros ajenos.
El Sistema, que integra 300 mil menores de edad en todo el país, no sobreviviría un solo día sin los aportes del Estado. Es cosa sabida que incluso los créditos asignados por el BID y la CAF, por ejemplo, están sujetos a la aprobación del gobierno de cada país, socio y financista de estos organismos multilaterales. Esto es, si el gobierno de un país desaprueba el otorgamiento de un crédito para una institución local, esas instituciones no pueden dar el dinero.
Con esos fondos, así como los aportados por todos los gobiernos venezolanos y por muchas empresas privadas, Abreu ha levantado una obra social que es lo contrario del militarismo, puesto que es un monumento civil. Lo contrario de la corrupción y el dispendio de nuestros recursos en el extranjero, dado que cada centavo se invierte en niños venezolanos cuyas familias se han visto transformadas por el prodigio de la creación. Lo contrario del afán colectivizador, ya que el método de enseñanza del Sistema prevé la dedicación de los docentes a cada alumno en particular. Lo contrario del autoritarismo, porque un espíritu templado en el conocimiento, la disciplina, y el ansia de superación propios de la enseñanza de la música, jamás secundará llamados de caudillos ni la irracionalidad de los mandones. Lo contrario de la ineficiencia y la mediocridad, a la vista está.
Pocas iniciativas están abonando con tanto ahínco y eficacia por la libertad de las nuevas generaciones y la dignidad de los humildes como el Sistema labrado por José Antonio Abreu. Banalizar su aporte es criminal.
Un acto de habla es una acción. De eso no hay duda. Si alguien sanciona públicamente un régimen autoritario, aún si no hace más que manifestarlo de forma tal que su posición sea conocida por quienes tienen la capacidad de cobrarle el atrevimiento, eso es una acción. Incluso el silencio o la inacción constituyen un ejercicio activo. Callar ante la injusticia o, por el contrario, inhibirse de adular al autócrata o de hacerle comparsa en sus festines, son hechos. Más contundentes cuanto más omnímodo y cruel es el poder al que se enfrentan. Por eso los tiranos son tan sensibles a esas manos sustraídas al aplauso, a la sonrisa negada a aflorar ante el chiste tosco.
Pero esta certeza no debe cegarnos para detectar la sobrevaloración de la palabra en Venezuela, donde se ha impuesto una inflación del habla, debido, quizás, a la hegemonía que ejerce un jefe del Estado que habla todo el tiempo y cuyo protocolo para mentir consiste en que dice que hará algo y es como si ya lo hubiera hecho. A contravía de esto, hay gente que habla poco, pero hace mucho. Y sus iniciativas trabajan en la ruta exactamente contraria al desmantelamiento del país que adelanta el régimen. Este es un punto clave, que debe sobreponerse a la polarización. Los hechos siguen siendo más fructíferos que las palabras aún cuando éstas tengan impacto y nobleza.
Cada vez que los empresarios han acudido a reuniones convocadas por Chávez se han convertido en blanco de incomprensión. Sectores poco reflexivos se han permitido exigir a los privados que le den un portazo al Presidente, sin importar las consecuencias que esto pueda traer para la empresa, sus trabajadores, el mercado que abastecen o el servicio que prestan. Es como si la empresa privada fuera algo prescindible, algo que puede echarse al despeñadero. La verdad es que se evidencia no poco desprecio por el rol que cumple el emprendimiento privado y el lugar que ocupa en el desarrollo, prosperidad y avance democrático de la sociedad.
Cosa parecida ocurrió cuando Chávez se dignó a reunir el Consejo Federal de Gobierno, instancia crucial para la marcha de la regiones. No faltó quien censurara a los gobernadores porque asistieron; y, el colmo, se condenó a uno en particular porque sonrió al compartir con Chávez. Asimismo, se recriminó a los diputados de la bancada democrática porque no se levantaron y se marcharon el día que el bocón atormentó a la Asamblea con un discurso de más de 6 horas.
Pero nadie ha sido sometido al anatema con mayor fiereza e injusticia que José Antonio Abreu, fundador y alma del Sistema Nacional de Orquestas Juveniles e Infantiles de Venezuela. La última andanada le llegó hace un par de semanas, cuando se inauguró, -por cuarta o quinta vez, por cierto-, la sede del Sistema en un evento donde estaba Chávez con su habitual proceder: repartición de zalamerías y atribuirse logros ajenos.
El Sistema, que integra 300 mil menores de edad en todo el país, no sobreviviría un solo día sin los aportes del Estado. Es cosa sabida que incluso los créditos asignados por el BID y la CAF, por ejemplo, están sujetos a la aprobación del gobierno de cada país, socio y financista de estos organismos multilaterales. Esto es, si el gobierno de un país desaprueba el otorgamiento de un crédito para una institución local, esas instituciones no pueden dar el dinero.
Con esos fondos, así como los aportados por todos los gobiernos venezolanos y por muchas empresas privadas, Abreu ha levantado una obra social que es lo contrario del militarismo, puesto que es un monumento civil. Lo contrario de la corrupción y el dispendio de nuestros recursos en el extranjero, dado que cada centavo se invierte en niños venezolanos cuyas familias se han visto transformadas por el prodigio de la creación. Lo contrario del afán colectivizador, ya que el método de enseñanza del Sistema prevé la dedicación de los docentes a cada alumno en particular. Lo contrario del autoritarismo, porque un espíritu templado en el conocimiento, la disciplina, y el ansia de superación propios de la enseñanza de la música, jamás secundará llamados de caudillos ni la irracionalidad de los mandones. Lo contrario de la ineficiencia y la mediocridad, a la vista está.
Pocas iniciativas están abonando con tanto ahínco y eficacia por la libertad de las nuevas generaciones y la dignidad de los humildes como el Sistema labrado por José Antonio Abreu. Banalizar su aporte es criminal.
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