miércoles, 2 de marzo de 2011

VIÑETAS DEL ESTALLIDO
Ibsen Martinez

1

De las centenas de víctimas de aquel febrero en Caracas, no alcancé a ver ningún cadáver de cuerpo presente. Todos los muertos que ví estaban en cinta de video y fotografías.

En una de esas fotos un joven motociclista y el cadáver que lleva a cuestas tienen ambos el torso desnudo. El cadáver cuelga cabeza abajo, echado hacia atrás, como si hubiese estado sentado en hombros de su compañero de acrobacias al recibir un disparo en la cabeza. El motociclista conduce la máquina de poca cilindrada con una mano y con la otra aferra fuertemente las pantorrillas del cadáver, no vaya a deslizarse de cabeza al pavimento. En el rostro y la musculatura de brazos y torso se notan la tensión y el esfuerzo del motociclista que luce perplejo y acaso piensa que todavía puede hacer algo por su amigo llevándolo de ese modo a un hospital.

Todo ocurre en una explanada al pie de una favela, por la que, dando la espalda a la cámara, se dispersan guardias nacionales armados de fusiles y subametralladoras. Es claro que los militares milicos acaban de llegar. Relevan a una remisa y mal armada policía metropolitana y ponen en fuga a los habitantes que no han comenzado a subir el cerro y que, al ver llegar a los militares, dejan caer el fruto del saqueo y corren escalinatas arriba. El motociclista con el cadáver a cuestas mira a la cámara; los guardias nacionales pasan a su lado sin mirarlos, atentos al fuego esporádico del malandraje.

2

En el canal de televisión donde yo trabajaba como esribidor de culebrones, pasábamos revista al material de video virgen que traían nuestros reporteros.

Lo más turbador de todas las escenas de saqueo era la euforia, la descomplicación, la risa.

3

Vinieron después las noches de toque de queda y toda la gente que yo frecuentaba por aquel entonces se dedicó a organizar veladas que duraban hasta el amanecer.

La gente se allanó a hacer de cada casa un reclusorio desde las 6:00 de la tarde hasta el amanecer a cambio de canjear anécdotas y festejar sabrosamente las más entretenidas ocurrencias sobre “el estallido social”.

La fórmula “estallido social” brotó espontáneamente del almácigo de frases hechas regado por la clase política. La televisión polinizó con ella el habla de todos. Significaba rabia, jacquerie, degollina, juicio final.

La animación de la primera noche de toque de queda en Macaracuay, digamos, parecía exclusivamente aérea. Mirar directamente hacia abajo era mirar calles desiertas. Todo sonido de humana catadura venía de azoteas y balcones de clase media: risas, conversaciones, música.

A ratos parecía Nochebuena.

4

En la Avenida México saquearon una fábrica de zapatos y, extrañamente, sólo se llevaron zapatos para el pie derecho.

Enviaron un equipo de cámaras a constatarlo y resultó cierto. Recogías un zapato del piso e indefectiblemente era del pie izquierdo; todos los zapatos robados eran del pie derecho. A los peritos de la compañía de seguros no les gustó esa ruptura de la simetría bilateral. Sospecharon algo que no atinaban a nombrar y, por las dudas, no acreditaron el saqueo como “siniestro asociado a motines o alteraciones del orden público”.

Los saqueadores de Caracas prefirieron los electrodomésticos a la hogaza de pan y no hubo político que no los condenase por ello. Jean Valjean habría deslucido en el Caracazo como un pendejo ladrón de panaderías. “Robaban whisky y no pan”, repetían, suspicaces, los señorones invitados a los paneles mañaneros de la televisión.

Según aquellos analistas, para calificar como saqueador verdaderamente confinado entre los corchetes del desempleo y bajo la línea de “pobreza crítica”, el candidato debía mostrar una selectiva contención a la hora de saquear un supemercado que lo llevase a preferir lo urgente, lo no transable, a todo lo que el invitado al programa de desayuno imaginaba superfluo en la vida de un barrio cerro arriba.

De acuerdo con aquella lógica, quien roba una caja de champán – y robaron miles de cajas de champán- en lugar de un lote de sardinas enlatadas no puede ser tenido por un desesperado del Banco Mundial, ni siquiera por un sibarita, sino, en el mejor de los casos, por un resentido que desea “enviar un mensaje a la élite”.

5

Lo cierto es que también se robó comida, mucha comida; sobre todo comida. Una foto, publicada en Newsweek, muestra una partida de saqueadores que a toda máquina atraviesa Caracas a bordo de un sedán Chevrolet.

Es un Malibú del 82 o del 83, con la carrocería a medias trabajada por la fresadora del latonero, con parches de masilla todavía sin pintar en las puertas. Traen el torso desnudo, se tocan con sus propias franelas arrolladas a la cabeza y su atávico gesto triunfal es cinegético. Repartida sobre el capó, el maletero y el techo, viaja una res abierta en canal, fruto del asalto a un frigorífico.

Nada sugería en absoluto una “intifada” palestina o una revuelta magrebí contra el Fondo Monetario Internacional y el Consenso de Washington.

Pero quien puede hacer de Simón Bolívar un “afrodescendiente” y adivinar su asesinato en Santa Marta puede también declarar los saqueos del 27 de febrero de 1989 como la toma de La Bastilla o el asalto al cuartel Moncada del socialismo del siglo XXI.

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