EDITORIAL TALCUAL
FERNANDO RODRIGUEZ
É rase una vez un canal que era
prácticamente el único bastión televisivo de la oposición venezolana. Es cierto
que en abstracto podría ser considerado inusual su radical compromiso con una
causa.
Pero
esa postura militante se justifica en un país en que el gobierno logró
concentrar una verdadera batería de plantas televisoras estatales que
practicaban un tipo de posición aun más sesgada y propagandística que la del
canal en cuestión. Anotemos, de paso, dos cosas: dichos canales, al ser
estatales, deberían permanecer abiertos a todos los venezolanos, como pasa en
los países civilizados y, dos, hacen tan mala televisión que a pesar de su
pluralidad y abundancia presupuestaria tienen un rating desolador. Los otros
canales privados vegetan temerosos, eunucos políticos e informativos.
Un
día los dueños de Globovisión que habían jurado ser patriotas capaces
de enfrentar cualquier ataque represivo del gobierno gorila, de suyo los hubo y
muchos y los recibieron con valor y gallardía, pero ese día del que hablamos,
al parecer recordaron que eran empresarios y que el enemigo tenía ya armas muy
temibles y decidieron vender el canal a un suculento precio, a unos sujetos afectos
al gobierno (que según el agudo periodista chavista Clodovaldo Hernández tienen
prontuario y no currículos). Preferibles ricos que inmolados, se habrán dicho,
y se acabó lo que se daba.
Los
nuevos dueños boliburgueses trataron de aparentar amplitud, para no perder
anunciantes y público. Y algunos periodistas le compraron el paquete, otros
abandonaron el barco desde un principio (hasta sus "anclas" mayores),
y otros más se fueron yendo posteriormente ante el mal olor que no soportaron o
simplemente los echaron al mar sin salvavidas.
Porque poco a poco emergió, era de
esperarse, la mano negra de la censura. Hasta quince se cuentan hasta ahora y
unos cincuenta incluyendo ejecutivos, productores, locutores y otros. Algún
día haremos la lista pormenorizada de esta razzia.
El canal se deterioró sobremanera. Pero resulta que en el horario estelar apareció una estupenda periodista, Shirley Varnagy, que con un eclecticismo legítimo y una singular agudeza al preguntar brilló entre tanta oscurana y seguramente ha debido generar una audiencia considerable. Entrevistó a tirios y troyanos y amplió la gama de entrevistables, cosa loable en nuestra triste TV, y no se guardó las preguntas inquietantes o incorrectas políticamente. Acaba de renunciar. Y la razón es especialmente sórdida. Estaba entrevistando muy acertadamente, literatura y política, nada menos que a Vargas Llosa, un lujo para ese canal grisaceo, hasta que apareció un avance noticioso que le robó "el último negro" y ni siquiera agradecimiento y despedida hubo con el célebre entrevistado. El avance era para dar dos noticias que se iban a transmitir escasos minutos después en el noticiero y que ya, de por sí, eran caliche. La razón: el autor de La ciudad y los perros opinó sobre García Márquez, éste sí eterno, que ya se sabe era el amigo de Carlos Andrés y nunca le paró al gigante endógeno y, ¡horror!, el entrevistado se explayó sobre el gobierno de Chávez y el insólito desastre en que convirtió el país. Carajo, objetividad y democracia, pero no tanto. Es obvio que la orden censora fue tajante, seguramente en conexión con Palacio, y la pobre locutora del intempestivo Avance, sucesora de la insustituible Gladys Rodríguez, no pudo sino acatarla. Por fortuna la censurada se portó como pregonaba diariamente en la entrada de su programa. Como se verá, muy canallesco todo. Váyase al cable o a las redes, amigo televidente, que seguramente allí se enterará mejor de lo que pasa en esta patria amordazada.
OTRO
ASESINATO MÁS
SIMÓN
BOCCANEGRA
El
asesinato de Eliécer Otaiza es un inquietante signo de los tiempos. A él,
como a tantos otros, una vez muerto le cosieron el cuerpo a balazos, en una
muestra de saña que ya se ha hecho común en esta clase de hechos. La
criminalidad está adquiriendo, cada vez más, características de particular
crueldad. El reciente asesinato de un joven que, sabiéndose condenado, rogó a
sus victimarios que no lo mataran delante de su mamá, no valió de nada. Igual
lo mataron ante los ojos, llenos de horror, de su madre. Le metieron trece
balazos. No es un caso aislado. Hace poco, a comienzos de febrero fue
asesinado uno de los escoltas del presidente Maduro. La muerte a tiros es ya
un hecho común en nuestros barrios, que es fundamentalmente donde viven los
que mueren y los que matan. No existe un signo de descomposición social mayor
que este.
Un
país donde matar se ha hecho tan corriente como en el nuestro, es un país
enfermo. La sociedad venezolana está enferma, gravemente enferma. Nuestros
indicadores de violencia criminal nos colocaron en el año 2012, según la ONU,
como el segundo país donde se comente más asesinatos. Esto es un horror, que
habla de un fenómeno que desborda largamente los límites de lo que, con un
cierto exceso de lenguaje, podríamos denominar, los niveles relativamente
tolerables de violencia criminal. Esta existe en todas partes, ningún país
del mundo está exento de convivir con aquella. Pero no en muchos ocurre lo
que entre nosotros, donde la violencia cotidiana se ha banalizado hasta
extremos insoportables. No es por antichavismo, pero aunque la violencia
criminal ha venido creciendo con el paso de los tiempos, no es menos cierto
que en los últimos años estamos ante un desenfreno de la criminalidad que
supera la de casi todos los países del planeta. Sobrepasar esta realidad no
es fácil. Como sociedad nos va a costar un esfuerzo terrible; es la triste
realidad.
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