jueves, 10 de julio de 2014

EL DES-MILAGRO BRASILEÑO

Jorge Zepeda Patterson

Invertir políticamente en el fútbol equivale a meter los ahorros en un desarrollo inmobiliario: puede multiplicar tu capital de manera ingente o esfumarlo en un instante (o varios instantes, los que le tomó a Alemania meter los primeros cuatro goles: 26 minutos exactamente).
El problema no es que Brasil haya perdido, sino que lo haya hecho de manera tan humillante en su propia casa luego de una deslavada participación en el Mundial. El 7-1 es la peor derrota brasileña en los 107 partidos disputados en copas mundialistas a lo largo de 84 años. Elmaracanazo de 1950 fue traumático por la sorpresiva final ante Uruguay, perdida por 2-1, pues venía de vencer a España 6-1 y a Suecia 7-1. Los brasileños nunca pudieron asimilar que una copa celebrada en casa se les escapara de las manos cuando la sentían prácticamente asegurada.
Lo que sucedió este martes en el estadio Minerao es distinto. El 7-1 no será asumido como una anomalía futbolística o un capricho de los astros, sino como la confirmación de un estados de cosas, de un fin de ciclo. Desde luego no es la primera vez que el equipo brasileño desilusiona a su público luego de un deslucido desempeño en un Mundial. En los dos últimos había sido eliminado en cuartos de final. Pero siempre quedaba la sensación de que la camiseta verde-amarela había sido la representante del jogo bonito. Se asumía que en ocasiones el buen manejo de la pelota no bastaba para superar a un equipo canchero y práctico, y no siempre la defensa estaba a la altura de sus espectaculares delanteros. Pero de una forma u otra, el prestigio brasileño nunca quedaba mal parado del todo. Jugadas prodigiosas y errores del portero eran parte de la magia desplegada por un futbol que rechazaba la mecanización y premiaba la inspiración.
El problema para Brasil es que llegó a su Mundial con argumentos futbolísticos agotados. Salvo Neymar ninguno de sus delanteros tendría la calidad para alinear en los equipos de antaño y sus creativos de media cancha se encuentran a años luz de Xavi, Pirlo, Iniesta, Mesut Ozil, Luka Modric o Sneijder. Más allá de chispazos inconsistentes, el equipo fue incapaz de mantener una circulación creativa y fluida de la pelota. En otras palabras, el jogo bonito fue aportado por colombianos y alemanes, no brasileños. Ante el sinsabor de la derrota los aficionados no pueden en esta ocasión consolarse con la idea de que su equipo aportó la belleza a lo largo del torneo.
Si el descalabro deportivo es en sí mismo una tragedia, las implicaciones políticas pueden ser catastróficas. Brasil obtuvo en 2007 la aprobación de la FIFA para organizar el mundial de 2014. Eran tiempos en que el mundo hablaba del milagro brasileño y se le comparaba con China; su economía crecía a tasas de 5 y 6 por ciento anual y Lula da Silva era percibido como la nueva estrella del firmamento político internacional. En ese contexto, la organización del Mundial fue asumido por el gobierno como la consagración de la marca Brasil. La construcción de los estadios, la infraestructura urbana y la prosperidad del país amazónico serían exhibidas al mundo, de una sola vez y para siempre, como muestra de que Brasil había dejado atrás el subdesarrollo y se había convertido en la nueva potencia internacional.
Siete años después lo que iba a ser un motivo de orgullo se convirtió en escaparate de vergüenzas. Ni siquiera Sudáfrica en 2010 exhibió tal ineficiencia para cumplir con los compromisos asumidos. En el camino la economía se desinfló y las viejas asignaturas pendientes (pobreza y desigualdad, principalmente) regresaron al primer plano acrecentadas por las expectativas incumplidas. Dilma Rousseff llegó al Mundial de hurtadillas, literalmente, esperando que al menos el triunfo de la selección extendiera la tregua en las protestas por el descontento popular.
La apuesta política por el futbol resultó de alto riesgo, pero al final fue a lo único a lo que Rousseff pudo encomendarse. Los once mil millones de dólares invertidos en la fiesta tan duramente criticados habrían sido legitimados en el ánimo popular con una victoria de la selección. Como en toda apuesta de alto riesgo, los dividendos del triunfo eran tan categóricos como las consecuencias que acarrea la derrota. El problema es que las autoridades nunca imaginaron un descalabro deportivo de tal magnitud. El futbol es una religión en Brasil, ahora se convertirá en política. Una variable de consecuencias imponderables que no se encuentra en los manuales de teoría política. El des-milagro económico era mal soportado por los brasileños, el des-milagro futbolístico pude ser letal para la presidencia de Dilma. Veremos.
@jorgezepedap

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