MARIO VARGAS LLOSA
Hace algunas semanas estuve en Estados Unidos en una conferencia
económica que organizó el Citibank dedicada a América Latina. Había unos
trescientos empresarios, banqueros y analistas que pasaron revista a lo
largo de un par de días al estado de la región. No creo exagerar si
digo que la impresión general de los asistentes sobre la situación del
Perú no podía ser más positiva. Sin excepciones, reconocían que, desde
la caída de la dictadura de Fujimori, el año 2000, la democracia había
funcionado y que, durante los Gobiernos de Valentín Paniagua, Alan
García, Alejandro Toledo y el actual de Ollanta Humala, las
instituciones operaban sin mayores trabas, la economía había crecido por
encima del promedio latinoamericano, la reducción de la extrema pobreza
era notable, así como el crecimiento de las clases medias. Y que, dada
su estabilidad institucional y su apertura económica, el Perú era uno de
los países más atractivos para la inversión extranjera. No es ésta la
única ocasión en que oigo cosas parecidas. La verdad es que nunca, desde
que tengo memoria, la imagen de mi país ha sido tan positiva en el
resto del mundo.
Y, sin embargo, quien vive en el Perú, donde acabo de pasar una
temporada, puede tener una impresión muy diferente: la de un país
exasperado, al borde de la catástrofe por la ferocidad fratricida de las
luchas políticas, y al que las huelgas antimineras, en Cajamarca y
Arequipa sobre todo, la corrupción que se encarniza en las regiones por
culpa de las mafias locales y el narcotráfico y la agitación social
están haciendo retroceder y acercarse de nuevo al abismo, es decir, a la
barbarie del subdesarrollo e, incluso, del quiebre constitucional.
¿Cómo explicar semejante incongruencia entre la imagen externa y la
interna del país? Por la falta de perspectiva, la concentración fanática
en la rama nubla la visión del bosque. Es, probablemente, el defecto
mayor de la prensa en el Perú —escrita, radial y televisiva—, controlada
en un 80% por un solo grupo económico, que, como está en su inmensa
mayoría en la oposición al Gobierno, propaga una visión apocalíptica de
una problemática social y política que, hechas las sumas y las restas,
es bastante menos grave que la de la mayoría de los países del resto del
continente. Y, por otra parte, olvida y trata incluso de quebrantar la
más alta conquista que ha alcanzado el Perú actual en toda su historia:
un amplio consenso nacional a favor de la democracia política y la
economía de mercado. Sin este acuerdo nacional, del que, con la
excepción de grupúsculos insignificantes, participan tanto la derecha
como la izquierda, jamás hubiera progresado el Perú tanto como lo ha
hecho en los últimos 15 años.
A fines del mes de marzo la situación se agravó de tal manera que
cualquier catástrofe hubiera podido ocurrir. El Parlamento censuró a la
primera ministra, Ana Jara, en una sesión que seguí en parte en la
televisión, abrumado por los niveles de ignorancia y demagogia a que
podían llegar algunos de nuestros legisladores. El presidente Humala
nombró el 2 de abril un nuevo gabinete presidido por Pedro Cateriano,
que había sido, por dos años y ocho meses, su antiguo ministro de
Defensa. Casi todo el mundo vio en este nombramiento una provocación del
mandatario, a fin de producir una nueva censura, lo que le permitiría
constitucionalmente cerrar el Congreso y convocar nuevas elecciones
parlamentarias. Cateriano ha sido, a lo largo de toda su gestión
ministerial, un crítico implacable del fujimorismo y del aprismo, las
dos fuerzas más hostiles al Gobierno y cuyos dirigentes —Keiko Fujimori y
Alan García— son seguros candidatos presidenciales en las elecciones
del próximo año.
Pero nada ocurrió como estaba previsto. En vez de ser el pugnaz
provocador que se esperaba, Pedro Cateriano mostró desde el primer
momento una sorprendente voluntad de coexistencia y de diálogo. Y
explicó: “Voy a tener que cambiar. Como presidente del Consejo de
Ministros, mis opiniones políticas personales tendrán que ser, en muchos
casos, reemplazadas por el criterio del Gobierno”. Visitó a todos los
líderes políticos, sobre todo a los de la oposición, les explicó sus
planes, escuchó sus críticas y hasta se fotografió dando la mano a sus
archirrivales Keiko Fujimori y Alan García. El resultado es que, después
de casi 10 horas de debate, el nuevo gabinete presidido por Cateriano
fue aprobado por 73 congresistas, con la abstención de 39 y el rechazo
de 10. Y, lo más notable, una insólita paz y clima de convivencia parece
haberse instalado de pronto en un país que hace muy poco parecía al
borde de un golpe de Estado o una guerra civil.
En buena hora, desde luego, y ojalá que esta civilizada tregua dure,
pueda el Gobierno gobernar en paz en su último año y haya una campaña
electoral y unas elecciones libres y genuinas que no destruyan sino
consoliden este proceso que desde hace 15 años ha traído un progreso sin
precedentes en nuestra historia.
Hay que felicitar al presidente Humala por su audaz apuesta de haber
elegido a Pedro Cateriano como su nuevo primer ministro, pese a su fama
de peleón y arrebatado. Supo ver en él, por debajo de las apariencias
pendencieras, a un político fuera de serie en la escena peruana. Yo lo
conozco bien, desde hace muchos años. Pero es completamente falso, como
se ha dicho, que yo hubiera intervenido para nada en sus nombramientos.
Jamás le he pedido —ni le pediré— favor alguno al presidente Humala, a
quien, pese al apoyo que le he brindado, también he criticado cuando lo
he creído justo. (Por ejemplo, por no haber recibido ni apoyado
públicamente a la oposición democrática venezolana que resiste
heroicamente los zarpazos dictatoriales del inefable y despreciable
Maduro). Y tampoco se los pediré, claro a está, al nuevo primer
ministro, precisamente porque es un viejo amigo.
La primera vez que lo vi, durante la campaña electoral en la que fui
candidato, Cateriano arengaba al vacío en la Plaza de Tacna, donde
habíamos convocado un mitin al que asistieron apenas cuatro gatos. Lo
hacía con una convicción insólita y sin importarle para nada el
ridículo. Expresaba ideas en vez de lugares comunes o improperios y era
un hombre culto y decente, y honrado hasta el tuétano de sus huesos. No
sólo incapaz de perpetrar uno de esos tráficos o acomodos de
sinvergüenzas que son tan frecuentes entre las gentes de poder, sino,
también, de tolerarlos a su alrededor. No tengo la más mínima duda de
que, con él al frente del Consejo de Ministros, la lucha contra la
corrupción —una de las plagas que asola toda Latinoamérica— tomará
nuevos bríos.
A lo largo de casi toda mi vida he sido bastante pesimista sobre el
futuro del Perú. Quizás contribuyó a ello el haber pasado mi niñez y mi
juventud en un país envilecido por una dictadura militar, la de Odría,
que prostituyó todas las instituciones —entre ellas la universidad donde
estudié— y, luego, haber visto cómo se frustraban entre nosotros todos
los intentos democráticos, destruidos por unos partidos políticos
ineptos que preferían destrozarse entre sí a hacer funcionar la
democracia, aunque ello acarreara una y otra vez el siniestro retorno de
la dictadura. Desde el año 2000, con la caída de Fujimori y Montesinos
—ladronzuelos y asesinos que batieron todos los récords de criminalidad
establecidos por los dictadores peruanos—, de pronto, empezaron a pasar
cosas en mi país que me inyectaron la esperanza. Desde hace tres
lustros, con algunos tropezones e interrupciones, ella se ha mantenido.
En estos días, aletea de nuevo, viva todavía, pero como un candil en el
viento, y siempre con el sobresalto de que surja un golpe de viento que
la apague.
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© Mario Vargas Llosa, 2015
© Mario Vargas Llosa, 2015
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