viernes, 14 de agosto de 2009

CESARISMO AMENAZADO
Foreing Policy Agosto-Septiembre 2009
Pedro Medellín


Desde hace tres décadas, América Latina vive su periodo más largo en democracia. Pese a ello, la reciente obsesión de sus presidentes por perpetuarse en el poder, aupados en elecciones libres, no sólo está debilitando las instituciones, sino que amenaza con desatar el caos en la región.
Pese a que la democracia parecía consolidada, América Latina vive en los últimos tiempos un inquietante retorno al pasado. El último ejemplo ha sido el golpe de Estado en Honduras, pero una crisis similar habría podido estallar en cualquier otro lugar del continente que, salvo excepciones, tiene un panorama más complicado que el del pequeño país centroamericano (Venezuela, Colombia, Argentina, Bolivia, Ecuador, Guatemala o Paraguay, sin ir más lejos). Presidentes, a izquierda y derecha del espectro político, que cambian las reglas del juego político e institucional a su favor en medio del partido, buscando eternizarse en el poder y alterando el sistema de pesos y contrapesos que rige el equilibrio entre poderes. Gobiernos que, por vías legales o ilegales, recortan derechos, restringen libertades o persiguen a los opositores. Terreno fértil para el enfrentamiento.

No hay duda. América Latina está entrando en un proceso de ebullición y las causas son evidentes: los arreglos políticos e institucionales, que en los 80 habían permitido la transición a la democracia y en los 90 habían sostenido la “paz social”, están comenzando a dar señales de fragilidad y de agotamiento. Los movimientos populares que, entre 2001 y 2009, sacaron del poder a más de media docena de presidentes, en realidad no eran otra cosa que manifestaciones esporádicas de un gran conflicto que estaba gestándose.

Esa década de prosperidad económica no ha sido suficiente para producir un Estado de bienestar que desactive las tensiones. El hecho de que uno de cada cuatro jóvenes esté fuera del sistema educativo y del mercado laboral, que el 40% de los trabajadores carezca de cobertura sanitaria y de seguridad social, que más de 51 millones de personas sufran desnutrición o que haya más de 16 millones de desempleados muestra que la brecha social se agranda. Y el futuro, con las cifras en la mano, no es nada halagüeño.



DESPOTISMO DEMOCRÁTICO

En regímenes políticos con instituciones tan débiles como los latinoamericanos, la apuesta por la democracia ha sido muy costosa y se ha convertido en una especie de absolutismo, en el que el sistema democrático se invoca como la única forma de gobierno que puede ser concebida y aceptada por todos, pero sólo en las formas, no en el contenido. En efecto, cada vez se extiende más la convicción de que la legitimidad proviene del hecho simple, concreto y verificable de que ha habido elecciones libres. Es el único requisito. No importa que el elegido haya recurrido a mecanismos extrainstitucionales para mantenerse en el poder, que haya cambiado la Constitución para eliminar los obstáculos que le impedían presentarse como candidato o que haya cerrado los espacios de debate público, persiguiendo o encarcelando a sus opositores.

La multiplicidad de reformas políticas y electorales, que han proliferado en las dos últimas décadas, han servido para consolidar las formas democráticas. Los cambios para favorecer la reelección presidencial inmediata, fortalecer los sistemas electorales y ampliar los espacios de participación ciudadana han concentrado la atención de los responsables de las reformas. Las medidas que promueven la salvaguarda o la ampliación de los derechos, la protección del orden jurídico o el ejercicio de las libertades civiles son una mera invocación que termina, muchas veces, en letra muerta.
Por este camino, América Latina ha llegado a una democracia electoral. Es decir, un régimen que se sustenta en la existencia de la convocatoria a las urnas, pero no en la custodia de sus instituciones o en el desarrollo de contenidos democráticos. Se gobierna contra la ley y se legisla en beneficio propio. Los que llegan al poder imponen su sello particular. No es la inercia institucional la que define, ni el ordenamiento jurídico el que limita, sino el talante de quien detenta el poder. Todo se ordena según los requerimientos del gobernante de turno, y los problemas se acumulan para el siguiente. Elegir es tan importante que todo puede cambiar o permanecer incierto, menos las fechas de las elecciones. Las grandes batallas políticas e institucionales se concentran en eso.

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