Momentos estelares de la revolución
Fernando MiresCuando veo las calles de El Cairo me siento cautivado por las mismas escenas como si fuera la primera vez. Se trata - permítaseme por un segundo la cursilería- de algo muy parecido al amor
Hoy el mundo árabe vive el momento estelar de una revolución.
Olas de solidaridad recorren las multitudes en cuyas vanguardias se ven los rostros de los jóvenes, llenos de repentinas esperanzas. Musulmanes y laicos forman cadenas humanas unidos en un sólo objetivo: derrocar al malvado dictador. Casi nadie piensa en el mañana. Viven de modo existencial ese instante efímero donde todos, como si fueran una única persona, parecen animados por un sólo espíritu: el espíritu de los pueblos; espíritu que nadie sabe de donde les viene.
¿Cuántas veces he visto la misma imagen bajo distintas formas y colores? Son ya muchas, demasiadas. Suficientes como para saber que no vale la pena ilusionarse tanto. Como para no adivinar que muy pronto vendrán problemas cotidianos: los desabastecimientos, la formación de nuevos gobiernos burocráticos o fundamentalistas o quizás militares, y siempre corruptos, como sólo el ser humano sabe serlo.
Y sin embargo, no lo puedo evitar: cuando veo las calles de El Cairo me siento cautivado por las mismas escenas como si fuera la primera vez. Se trata - permítaseme por un segundo la cursilería- de algo muy parecido al amor. ¿Quién cuando descubre una belleza inusitada en otro ser, piensa que mañana ese ser sólo será "una vieja (o viejo) tres cuartos de cogote, con una percha en el escote, bajo la nuez"? Las revoluciones, y a veces el amor, son un simple café instantáneo. Después se apagarán la estrellas. Hasta que brillan de nuevo en otro lugar y fecha como en la Tosca de Puccini (e lucevan le stelle)
Al ver a los jóvenes árabes, no puedo sino recordar cuando muy lejos de ahí, desde la Sierra Maestra, esos guerreros también jóvenes, con sus fusiles viejos y gastados, fueron recibidos por una Habana multitudinaria que pedía a gritos la libertad. Después vinieron los racionamientos, la conversión del martiano Fidel en un Castro militar y stalinista (y apoyado por la estupidez norteamericana de la Guerra Fría) los escritores perseguidos y desterrados, los homosexuales en prisión, los torturados, los muertos en las aguas que llevan a Miami, hasta terminar todo en esa pocilga custodiada por dos viejos carceleros que temen al pensamiento libre como el fuego al agua. Y sin embargo ¿no fue bella esa entrada del Ejército Rebelde en la Habana? Había que ser un amargado o no tener sangre en las venas para no apoyar ese momento estelar de la revolución.
O esa primavera de Praga -tan hermosa, tan divina la primavera en Praga- cuando el tranquilo Alexander Dubček prometía la utopía de “un socialismo con rostro humano”. Probablemente los checos sabían que el imperio ruso no iba a permitir jamás un socialismo democrático. Pero sin embargo, aún sabiendo que se trataba de una revolución imposible, no querían perderse esos días, esos pocos días de plena libertad.
No puedo sino también recordar la última, multitudinaria concentración de la izquierda chilena, una semana antes del sangriento golpe. Yo ya sabía -lo habíamos discutido en mi partido- que esa larga muchedumbre marchaba derecho al abismo. Los dirigentes políticos chilenos no habían dejado locura sin cometer. Sólo una transacción –es decir el regreso a la política pues sin transacciones no hay política- podía salvarnos. Mas, todos gritaban “avanzar sin transar”. Y sin embargo, cuando uno estaba dentro de la multitud y escuchaba corear “el pueblo unido jamás será vencido”, era imposible evitar un vuelco en el corazón, aún sabiendo que lo que vivíamos ya no era de verdad.
¿Y la revolución de los claveles en Portugal cuando las muchedumbres en lugar de lanzar piedras a los militares de un Estado colonial y semifascista, instaló claveles en los cañones de los fusiles? Hoy Portugal es una nación a punto de ser declarada en quiebra, un simple patio trasero de la EU. Pero es una nación democrática, y los claveles no fueron en vano.
Pero sobre todo ¿cómo olvidar el Berlín del muro derrumbado, la gente abrazada en las calles húmedas y repletas de tarros de cerveza que celebraban no sólo la unificación de una nación que nunca había dejado de ser una nación? ¿ese encuentro de un pueblo consigo mismo a través del subversivo coro: “nosotros, nosotros somos el pueblo”? Los alemanes al menos no han traicionado a su revolución. Cierto es que su estrella ya no brilla más. Cierto es que después de la democratización, los alemanes del Este no eran muy bien recibidos en el Oeste. Todavía circulan chistes muy malos en contra de los “Osis”. Pero el muro ya no existe, y si existe, sólo existe en algunas cabezas que no son sólo alemanas.
La mayoría de las revoluciones han sido traicionadas, es triste constatarlo. De ellas sólo quedan, en el recuerdo, breves momentos estelares. ¿Qué son esos momentos? Quizás son anunciaciones, o tal vez, un recuerdo. Sí: un recuerdo. Algo que nos recuerda que si existe Dios –o quien más se le parezca- nos hizo para que fueramos libres y no vasallos.
Es una lástima que durante los días de la revolución francesa no haya existido la televisión y la Internet. Quizás todo comenzó allí como hoy en Túnez, en Yemen o en Egipto. Nadie conocía todavía a Robespierre y Napoleón era sólo un oficial acomplejado por su baja estatura.
De la revolución rusa tenemos al menos algunas imágenes borrosas Lenin llegando a Moscú en el tren blindado. El acorazado Potenkim de Eisenstein, Alexandra Kolontai llamando a la igualdad de la mujer y al amor libre. La música de Shostakovich. La prosa de Gorki. Los poemas de Maikovski. La fina intelectualidad de Trotsky ¿Quién iba a pensar que todo eso iba a terminar con millones de asesinatos? ¿Con el satánico Gulag?
¿Qué hacer cuando los revolucionarios de ayer nos traicionan, como suele ocurrir tan a menudo?
Hay muchos -y no son pocos- que continúan siendo fieles a las revoluciones traicionadas; así suele ocurrir también con algunos amores psicóticos. En el fondo se trata de seres que se traicionan a sí mismos. Por suerte, si existe Dios –o quien más se le parezca- recibimos como regalo el pensamiento.
Ese pensamiento nos dice que nada es eterno y las revoluciones, como todas las cosas de este mundo, tampoco lo son. Ese pensamiento también nos dice que las verdaderas revoluciones son muy breves y que cuando los gobernantes hablan de “la revolución” después de un par de años de su aparecimiento, es claro signo de que esa revolución ya ha sido traicionada. Quiero decir: las revoluciones no se “hacen”. Ocurren. Cuando alguien comienza a “hacerla”, la revolución muere.
Gracias al pensamiento inventamos la política –esa prótesis colectiva- para evaluar en conjunto el curso de la historia y cambiar de opinión cuando las evidencias nos muestran que hemos sido traicionados. Solamente quien cambia puede ser fiel a sí mismo, así dice una canción de Wolf Biermann.
En cierto modo la libertad es la vida. Y la vida – como en el mito de Sísifo- es un eterno comenzar de nuevo. Esa es, al menos, la vida de nosotros: los mortales.
(TOMADO DE VENEZUELA ANALÍTICA)
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