José E. Boscá Mares y Javier Ferri Carreres
El economista es un arrogante profesional que, creyéndose siempre en
posesión de la verdad, se empeña en ofrecer recomendaciones de política
que se han demostrado inútiles y en predecir, con muy poco éxito, las
crisis financieras. Esta definición no consta en ningún diccionario,
pero podría construirse juntando los principales mensajes de dos
artículos de opinión publicados recientemente por EL PAÍS: La fraudulenta superioridad de los economistas de Moisés Naim y El economista y las manos sucias
de Joaquín Estefanía. Como la crisis económica ha impuesto un notable
sufrimiento a la población, esta definición encontrará sin duda terreno
abonado para su aceptación. Sin embargo, la caracterización que se hace
del economista es cuanto menos parcial y, en lo que sigue, se ofrecen
argumentos en dicho sentido.
La acusación al economista de creerse una élite superior está en
parte apoyada por su supuesto menosprecio por otras disciplinas. Sin
embargo, a lo largo de su historia, la economía se ha nutrido del
conocimiento importado de muchas de ellas, y lo sigue haciendo. De
hecho, es difícil encontrar otra ciencia tan interdisciplinar como la
economía. El nexo con otras áreas del conocimiento ha sido tan estrecho
que ha dado lugar a campos de especialización como la historia
económica, la geografía económica, la economía evolutiva, la economía
del medio ambiente, la economía del transporte, la economía de la salud,
la economía de la educación, la economía conductual, o la economía
política, entre otras.
La tacañería para referenciar artículos publicados en revistas
académicas que no sean de economía, se argumenta como otro ejemplo de la
prepotencia del economista. Por ejemplo, Moisés Naím comenta que de
todas las referencias en la revista The American Economic Review,
una de las publicaciones más importantes en economía, sólo un exiguo
0.8% se dirigen a revistas de ciencias políticas. Sin embargo, si
hacemos el ejercicio inverso, observamos que del total de citas
bibliográficas que aparecieron en American Political Science Review, la revista con mayor impacto científico dentro de las ciencias políticas, sólo un 4.1% son para revistas de economía.
Aunque existe una asimetría, a razón de 5 a 1, entre el porcentaje de
citas de artículos de economía en las revistas de ciencias políticas y
el porcentaje de citas en sentido inverso, las principales causas de
dicha asimetría guardan muy poca relación con la atribuida cicatería del
economista con otras ciencias sociales. Una razón es que al incorporar
la economía otras disciplinas en su cuerpo de conocimientos, como la
política, un conjunto amplio de artículos académicos relacionados con
las ciencias políticas ha terminado publicándose en revistas bajo el
epígrafe de ‘economía’, artículos que a su vez son referenciados tanto
en revistas de economía como de ciencias políticas.
Pero también existe un componente de escala importante, que influye
directamente sobre la probabilidad de realizar citas
extra-disciplinares. Y es que, para el mismo número de revistas, hay más
artículos publicados en economía que en ciencias políticas, lo que
provoca que las ciencias políticas tengan más artículos afines donde
elegir fuera de su disciplina, o que la economía tenga menos artículos
potenciales que citar. Hecha la corrección por esta razón, la ratio
entre la probabilidad de citas extra-disciplinares de las ciencias
políticas y de la economía se reduce a la observada entre, por ejemplo,
la psicología y las ciencias políticas.
Pero al economista se le recrimina no sólo creerse un ser superior
sino representar un fraude para la sociedad, básicamente por no haber
sido capaz de predecir la crisis financiera y haber fallado en las
recomendaciones de política para sacarnos de ella. Esta acusación
también es injusta. Los economistas tratan de entender y explicar la
realidad por medio de modelos económicos. La modelización económica, a
su vez, satisface dos condiciones deseables: por una parte, plantea el
razonamiento económico en un lenguaje, el matemático, que impone una
gran disciplina lógica, estableciendo un claro hilo conductor desde los
supuestos iniciales a las conclusiones finales y, por otra parte,
facilita la contrastación empírica, es decir, la confrontación
cuantitativa de la teoría y los datos.
La consistencia lógica impuesta por los modelos económicos distingue
el razonamiento económico serio de las diatribas sectarias que tanto
abundan en las tertulias televisivas, con o sin la presencia de ciertos
economistas más interesados en recibir el aplauso de la grada que en
descifrar las causas últimas de los problemas y en ofrecer soluciones.
Además, la contrastación empírica de las teorías sienta las bases,
mediante la refutación, para la evolución del conocimiento científico.
Los modelos económicos, como ha sucedido también con los modelos de
la física, la astronomía o la medicina, por ejemplo, han evolucionado
constantemente a lo largo de la historia, y esa evolución nos ha
conducido a un mejor conocimiento de los fenómenos económicos. Una
explicación de cómo los avances de la economía han mejorado la calidad
de las políticas económicas, también durante esta crisis, requeriría
otro artículo. De momento, lo que interesa destacar es que este proceso
de selección natural de las teorías, en el que las mejores perduran y se
abandonan las más débiles, forma parte del progreso de la ciencia. Sin
embargo, y de forma paradójica, la última crisis económica ha desatado
la furia de los que podríamos llamar enemigos del método científico.
La deslegitimación de la economía como disciplina, en base a su
incapacidad para prever con la suficiente antelación los peligros que se
cernían sobre el sistema financiero, es inmerecida. Y lo es por dos
razones. En primer lugar porque muchos de los economistas serios, sin
llegar a predecir la crisis, llevaban tiempo avisando de los grandes
desequilibrios macroeconómicos en un mundo globalizado, desequilibrios
que como se ha demostrado contribuyeron a hinchar la burbuja de activos
hasta su explosión. Y en segundo lugar, porque el objetivo de la
economía, nunca puede llegar a ser la predicción de las crisis
financieras, porque éstas están casi inevitablemente aparejadas a
“sorpresas”, es decir, variables típicamente no previsibles.
A fin de ilustrar esta última afirmación, piénsese en otras
disciplinas del conocimiento mucho más respetadas. Supongamos que no
habláramos de economistas sino de físicos, ¿deberíamos concluir que la
geofísica, es una ciencia inútil porque los sismólogos no fueron capaces
de predecir el tsunami que devastó Indonesia y no alertaron de los
terremotos de Haití o Chile? Y si en lugar de los economistas se tratara
de médicos, ¿estableceríamos la invalidez de los avances habidos en el
diagnóstico y tratamiento de enfermedades durante el último siglo
simplemente porque la medicina no vio venir el SIDA o el Ébola, se
equivocó en la predicción de la incidencia de la gripe A, o no acierte a
decirnos cuándo y de qué moriremos? Y si nos referimos a las ciencias
políticas, ¿tendríamos que rechazar por fraudulentos los avances en el
conocimiento durante las últimas décadas porque los politólogos no
avisaron del desmembramiento de Yugoslavia, de la irrupción de la
Primavera Árabe o del inicio del conflicto en Ucrania?
Tal vez esos errores deberían llevarnos a cerrar no sólo los
departamentos de economía, como apuntan algunos periodistas, sino
también los de física, medicina o ciencias políticas. O llenarlos de
brujos y hechiceros. Y entonces podríamos discutir sobre quien tiene la
bola de cristal más grande.
José E. Boscá Mares y Javier Ferri Carreres son profesores de Análisis Económico de la Universidad de Valencia e investigadores asociados de FEDEA.
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