viernes, 17 de abril de 2015

ECONOMISTAS Y HECHICEROS

José E. Boscá Mares y Javier Ferri Carreres

El economista es un arrogante profesional que, creyéndose siempre en posesión de la verdad, se empeña en ofrecer recomendaciones de política que se han demostrado inútiles y en predecir, con muy poco éxito, las crisis financieras. Esta definición no consta en ningún diccionario, pero podría construirse juntando los principales mensajes de dos artículos de opinión publicados recientemente por EL PAÍS: La fraudulenta superioridad de los economistas de Moisés Naim y El economista y las manos sucias de Joaquín Estefanía. Como la crisis económica ha impuesto un notable sufrimiento a la población, esta definición encontrará sin duda terreno abonado para su aceptación. Sin embargo, la caracterización que se hace del economista es cuanto menos parcial y, en lo que sigue, se ofrecen argumentos en dicho sentido.
La acusación al economista de creerse una élite superior está en parte apoyada por su supuesto menosprecio por otras disciplinas. Sin embargo, a lo largo de su historia, la economía se ha nutrido del conocimiento importado de muchas de ellas, y lo sigue haciendo. De hecho, es difícil encontrar otra ciencia tan interdisciplinar como la economía. El nexo con otras áreas del conocimiento ha sido tan estrecho que ha dado lugar a campos de especialización como la historia económica, la geografía económica, la economía evolutiva, la economía del medio ambiente, la economía del transporte, la economía de la salud, la economía de la educación, la economía conductual, o la economía política, entre otras.
La tacañería para referenciar artículos publicados en revistas académicas que no sean de economía, se argumenta como otro ejemplo de la prepotencia del economista. Por ejemplo, Moisés Naím comenta que de todas las referencias en la revista The American Economic Review, una de las publicaciones más importantes en economía, sólo un exiguo 0.8% se dirigen a revistas de ciencias políticas. Sin embargo, si hacemos el ejercicio inverso, observamos que del total de citas bibliográficas que aparecieron en American Political Science Review, la revista con mayor impacto científico dentro de las ciencias políticas, sólo un 4.1% son para revistas de economía.
Aunque existe una asimetría, a razón de 5 a 1, entre el porcentaje de citas de artículos de economía en las revistas de ciencias políticas y el porcentaje de citas en sentido inverso, las principales causas de dicha asimetría guardan muy poca relación con la atribuida cicatería del economista con otras ciencias sociales. Una razón es que al incorporar la economía otras disciplinas en su cuerpo de conocimientos, como la política, un conjunto amplio de artículos académicos relacionados con las ciencias políticas ha terminado publicándose en revistas bajo el epígrafe de ‘economía’, artículos que a su vez son referenciados tanto en revistas de economía como de ciencias políticas.
Pero también existe un componente de escala importante, que influye directamente sobre la probabilidad de realizar citas extra-disciplinares. Y es que, para el mismo número de revistas, hay más artículos publicados en economía que en ciencias políticas, lo que provoca que las ciencias políticas tengan más artículos afines donde elegir fuera de su disciplina, o que la economía tenga menos artículos potenciales que citar. Hecha la corrección por esta razón, la ratio entre la probabilidad de citas extra-disciplinares de las ciencias políticas y de la economía se reduce a la observada entre, por ejemplo, la psicología y las ciencias políticas.
Pero al economista se le recrimina no sólo creerse un ser superior sino representar un fraude para la sociedad, básicamente por no haber sido capaz de predecir la crisis financiera y haber fallado en las recomendaciones de política para sacarnos de ella. Esta acusación también es injusta. Los economistas tratan de entender y explicar la realidad por medio de modelos económicos. La modelización económica, a su vez, satisface dos condiciones deseables: por una parte, plantea el razonamiento económico en un lenguaje, el matemático, que impone una gran disciplina lógica, estableciendo un claro hilo conductor desde los supuestos iniciales a las conclusiones finales y, por otra parte, facilita la contrastación empírica, es decir, la confrontación cuantitativa de la teoría y los datos.
La consistencia lógica impuesta por los modelos económicos distingue el razonamiento económico serio de las diatribas sectarias que tanto abundan en las tertulias televisivas, con o sin la presencia de ciertos economistas más interesados en recibir el aplauso de la grada que en descifrar las causas últimas de los problemas y en ofrecer soluciones. Además, la contrastación empírica de las teorías sienta las bases, mediante la refutación, para la evolución del conocimiento científico.
Los modelos económicos, como ha sucedido también con los modelos de la física, la astronomía o la medicina, por ejemplo, han evolucionado constantemente a lo largo de la historia, y esa evolución nos ha conducido a un mejor conocimiento de los fenómenos económicos. Una explicación de cómo los avances de la economía han mejorado la calidad de las políticas económicas, también durante esta crisis, requeriría otro artículo. De momento, lo que interesa destacar es que este proceso de selección natural de las teorías, en el que las mejores perduran y se abandonan las más débiles, forma parte del progreso de la ciencia. Sin embargo, y de forma paradójica, la última crisis económica ha desatado la furia de los que podríamos llamar enemigos del método científico.
La deslegitimación de la economía como disciplina, en base a su incapacidad para prever con la suficiente antelación los peligros que se cernían sobre el sistema financiero, es inmerecida. Y lo es por dos razones. En primer lugar porque muchos de los economistas serios, sin llegar a predecir la crisis, llevaban tiempo avisando de los grandes desequilibrios macroeconómicos en un mundo globalizado, desequilibrios que como se ha demostrado contribuyeron a hinchar la burbuja de activos hasta su explosión. Y en segundo lugar, porque el objetivo de la economía, nunca puede llegar a ser la predicción de las crisis financieras, porque éstas están casi inevitablemente aparejadas a “sorpresas”, es decir, variables típicamente no previsibles.
A fin de ilustrar esta última afirmación, piénsese en otras disciplinas del conocimiento mucho más respetadas. Supongamos que no habláramos de economistas sino de físicos, ¿deberíamos concluir que la geofísica, es una ciencia inútil porque los sismólogos no fueron capaces de predecir el tsunami que devastó Indonesia y no alertaron de los terremotos de Haití o Chile? Y si en lugar de los economistas se tratara de médicos, ¿estableceríamos la invalidez de los avances habidos en el diagnóstico y tratamiento de enfermedades durante el último siglo simplemente porque la medicina no vio venir el SIDA o el Ébola, se equivocó en la predicción de la incidencia de la gripe A, o no acierte a decirnos cuándo y de qué moriremos? Y si nos referimos a las ciencias políticas, ¿tendríamos que rechazar por fraudulentos los avances en el conocimiento durante las últimas décadas porque los politólogos no avisaron del desmembramiento de Yugoslavia, de la irrupción de la Primavera Árabe o del inicio del conflicto en Ucrania?
Tal vez esos errores deberían llevarnos a cerrar no sólo los departamentos de economía, como apuntan algunos periodistas, sino también los de física, medicina o ciencias políticas. O llenarlos de brujos y hechiceros. Y entonces podríamos discutir sobre quien tiene la bola de cristal más grande.
José E. Boscá Mares y Javier Ferri Carreres son profesores de Análisis Económico de la Universidad de Valencia e investigadores asociados de FEDEA.

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