JUAN MANUEL DE PRADA
CON la autoridad refrendada por Twitter que nos da ser uno de los mayores expertos mundiales en la serie Juego de tronos,
escribíamos hace un año en este mismo periódico que, en una traslación
de los avatares de la serie a la política nacional, Pablo Iglesias sin
duda encarnaría a Khaleesi. El propio Iglesias nos lo confiesa ahora,
aunque sea de manera tácita (porque es propio de las almas privilegiadas
cultivar la virtud de la modestia), cuando explica las razones por las
que regaló un pack de Juego de tronos
a Felipe VI: «En Poniente, como en nuestro país, hay un viejo mundo que
se desmorona. Los intereses cruzados de las distintas familias han
sumido a los reinos en la miseria, la violencia y la tristeza. (
) Los
políticos del viejo orden se atrincheran en sus despachos como el rey
Joffrey en su Trono de Hierro, o juegan como Meñique con mentiras y
triquiñuelas. Mientras, Khaleesi avanza con el convencimiento de que la
fuerza es la de la gente, la de los esclavos que no luchan por su reina
sino por su propia libertad».
Pero, ¿qué representa Khaleesi en el imaginario político
de Pablo Iglesias? Sin duda, el espartaquismo de Rosa Luxemburgo. En «El
marxismo de Podemos: un experimento espartaquista», el más clarividente
análisis que hasta la fecha se ha escrito sobre Podemos, José Miguel
Gambra desentraña con rigor doctrinal, vastos conocimientos de ciencia
política y la exactitud apabullante de los argumentos lógicos la
filiación ideológica de Pablo Iglesias, así como los métodos empleados
por su partido en la conquista del poder, que son los mismos
preconizados por Rosa Luxemburgo. Frente a los socialdemócratas de la
época (partidarios de cooperar con la democracia, a la espera de que el
capitalismo fracasase por su propia inercia y la burguesía se ahogase en
su vómito decadente) y a los leninistas (que querían que una minoría
de vanguardia condujese a las masas, mediante una disciplina feroz, a la
dictadura del proletariado), Luxemburgo planteaba una tercera vía,
consistente en aprovechar estallidos populares espontáneos, para
encauzarlos hacia un fin estratégico que, por supuesto, es la conquista
del poder. Así, Pablo Iglesias, más listo que el hambre, aconseja a sus
seguidores en una charla íntima (pero sus seguidores, menos listos, lo
colgaron en el yutú): «Por eso hay que hablar de unidad popular y por
eso hay que ser humilde. Por eso hay que hablar con gente a la que, a lo
mejor, no le gusta tu lenguaje y a lo mejor no se identifica con los
términos con que tú explicas las cosas. (
) La clave es conseguir que el
sentido común de la gente vaya en una dirección de cambio. (
) O
entendemos eso, que esas cosas se pueden convertir en agregadores, o se seguirán riendo de nosotros».
Queda así perfectamente explicada la estrategia de Pablo
Iglesias, que es la misma de Rosa Luxemburgo y la Khaleesi en Juego de
tronos. Aprovechar los nobles anhelos, y también la rabia y el
descontento de mucha buena gente contra un sistema opresor que rechaza
por diversas razones (por repulsa natural ante la injusticia, o por
adhesión al Evangelio, por ejemplo) como agregadores de
la causa marxista, disfrazada de exigencia ética hasta que se logre la
conquista del poder. Mientras tanto, las masas engañadas piensan
ingenuamente, como los secuaces de Khaleesi, que «la fuerza es la de la
gente, la de los esclavos que no luchan por su reina sino por su propia
libertad».
«¡Qué triste la capacidad de ofuscación humana!», escribe
melancólicamente Gambra. Y es que las masas, esclavizadas por la usura
internacional y animalizadas por los derechos de bragueta, se obnubilan
ante la fúlgida melena de Khaleesi, olvidando que detrás de ella vienen
sus dragones, dispuestos a imponer un reinado de fuego.
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