MARIO VARGAS LLOSA
Es poco menos que un milagro que Ayaan Hirsi Ali, una de las heroínas
de nuestro tiempo, esté todavía viva. Los fanáticos islamistas han
querido acabar con ella y no lo han conseguido, y no es imposible que lo
sigan intentando, pues se trata de uno de los más articulados,
influyentes y valerosos adversarios que tienen en el mundo. Acaso tanto
como sus ideas y su coraje, sea su ejemplo lo que atiza el odio contra
ella de los militantes de Al Qaeda, el Estado Islámico y demás sectas
fundamentalistas del Próximo Oriente y del África. Porque Ayaan Hirsi
Ali es una demostración viviente de que, no importa cuán estrictos sean
el adoctrinamiento y la opresión que se ejerza sobre un ser humano, el
espíritu rebelde y libertario siempre es capaz de romper las barreras
que se empeñan en sojuzgarlo.
Hirsi Ali nació en Somalia, en una familia conservadora, padeció la
mutilación genital en la pubertad, y fue educada en Arabia Saudí y en
Kenia dentro de la más severa observancia musulmana: llevó el hiyab,
celebró la fatua que condenaba a muerte a Salman Rushdie, pero, cuando
sus padres quisieron casarla con un lejano pariente en contra de su
voluntad, se atrevió a huir y pidió asilo en Holanda. Allí aprendió el
holandés, llegó a ser diputada por el partido liberal, y desde entonces
comenzó una campaña, en la que no ha cesado hasta ahora, contra todo lo
que hay de violento, intolerante y discriminatorio hacia la mujer en el
islam. En sus tres primeros libros se servía mucho de su propia
autobiografía para mostrar los extremos de crueldad y ceguera a que
podía conducir el fanatismo musulmán y a explicar las razones de su
apostasía y ruptura con la religión de su familia.
En el que acaba de publicar en Estados Unidos, Heretic. Why Islam Needs a Reformation Now (que será editado en España por Galaxia Gutenberg con el título de Reformemos el islam),
critica, con su franqueza habitual, a los Gobiernos occidentales que,
para no apartarse de la corrección política, se empeñan en afirmar que
el terrorismo de organizaciones como Al Qaeda y el Estado Islámico es
ajeno a la religión musulmana, una deformación aberrante de sus
enseñanzas y principios, algo que, afirma ella, es rigurosamente falso.
Su libro sostiene, por el contrario, que el origen de la violencia que
aquellas organizaciones practican tiene su raíz en la propia religión y
que, por ello, la única manera eficaz de combatirla es mediante una
reforma radical de todos aquellos aspectos de la fe musulmana
incompatibles con la modernidad, la democracia y los derechos humanos.
Esta transformación, que Hirsi Ali compara con lo que significaron
para el cristianismo las críticas de Voltaire y la reforma de Lutero,
consistiría en modificar cinco conceptos que, a su juicio, mantienen al
islam detenido en el siglo séptimo: 1) la creencia de que el Corán
expresa la inmutable palabra de Dios y la infalibilidad de Mahoma, su
vocero; 2) la prelación que concede el islam a la otra vida sobre la de
aquí y ahora; 3) la convicción de que la sharía constituye un sistema
legal que debe gobernar la vida espiritual y material de la sociedad; 4)
la obligación del musulmán común y corriente de exigir lo justo y
prohibir lo que considera errado, y 5) la idea de la yihad o guerra
santa. A quienes se preguntan qué quedaría del islam si éste renunciara a
esos cinco pilares de su fe, Hirsi Ali responde que el cristianismo,
antes de la reforma protestante, no era menos sectario, intolerante y
brutal, y que sólo a partir de esta escisión la religión cristiana
inició el proceso que la llevaría a separarse del Estado y a la
coexistencia pacífica con otras creencias, gracias a lo cual prosperaron
las libertades y los derechos civiles en el mundo occidental.
El origen de la violencia que practican los yihadistas tiene su raíz en la propia religión, el islam
Más todavía, en los últimos capítulos de su libro, Hirsi Ali ofrece
un detallado registro de reformadores —clérigos, profesores,
intelectuales, políticos, periodistas— que, tanto dentro como fuera de
los países musulmanes, según ella, han puesto ya en marcha esa reforma.
Ella contaría con la callada solidaridad de gran número de creyentes
—entre ellos, muchísimas mujeres— conscientes de que sólo gracias a esa
puesta al día de su religión, podrían sus países abrazar la modernidad y
salir del atraso medieval que significa, en pleno siglo XXI, seguir
lapidando a las adúlteras, cortando las manos a los ladrones,
decapitando a los impíos y apóstatas y considerando que, ante la ley, el
testimonio de una mujer vale sólo la mitad que el de un hombre. Con
mucha razón, Hirsi Ali exhorta a los Gobiernos y a las dirigencias
políticas de los países democráticos a dar su apoyo a quienes,
arriesgando sus vidas, libran esa difícil batalla religiosa y cultural,
en vez de, por razones de Estado, amparar a regímenes despóticos como el
de Arabia Saudí donde perviven aquellos horrores, y otros no menos
atroces, como los llamados crímenes de honor: el padre o los hermanos
que asesinan a la mujer violada pues esta violación “deshonró” a la
familia de la víctima.
Nada me gustaría más que creer, como dice Hirsi Ali, que esta reforma
ya ha comenzado y que, en todos los países musulmanes, esa espesa
tiniebla religiosa que envuelve en ellos la vida ha empezado a
disiparse. Lo que me hace dudar son los ejemplos contrarios —la
agravación del fanatismo y el atractivo irresistible que para tantos
adolescentes y hasta niños ejercen las organizaciones terroristas— de
los que da cuenta su libro. Son tan numerosos y están descritos con
tanta precisión que la impresión que uno saca de esas páginas es más
bien la opuesta. Es decir, que en vez de un proceso de liberación muchos
de esos países, como demuestra el fracaso de la llamada primavera árabe,
en vez de acercarse a la modernidad sacudiéndose de anacrónicas y
sangrientas creencias, son éstas más bien las que parecen renacer,
robustecerse e infectar a buena parte de la sociedad. Ella misma cuenta
cómo, con la excepción de Túnez —donde el proceso de laicización parece
haber prendido de veras—, en ciudades como Bagdad, donde hace 20 y 30
años retrocedía el velo y muchas mujeres mostraban los cabellos y se
vestían a la manera occidental, ahora es muy raro ver a alguna que no
lleve el hiyab.
El caso de la propia Hirsi Ali es también muy elocuente. Cuando en
Ámsterdam el cineasta Theo van Gogh fue asesinado en 2004, el asesino,
Mohammed Bouyeri, clavó en el pecho de su víctima una carta a Hirsi Ali
advirtiéndole que ella sería la próxima asesinada por traicionar al
islam. En vez de solidaridad, ella se vio amenazada por la ministra de
Inmigración de Holanda, una señora de mandíbula cuadrada llamada Rita
Verdonk, de perder la nacionalidad holandesa y sus vecinos le pidieron
que abandonara el piso donde vivía, pues los ponía en peligro de padecer
un atentado. Ahora mismo, en Estados Unidos, donde vive, es objeto de
críticas muy duras de supuestos “liberales” que la acusan de
“islamófoba” y, en el seminario que dicta en la Universidad de Harvard,
no es raro que se inscriban alumnos y alumnas que lo hacen sólo para
poder insultarla. Debe, por eso, vivir permanentemente protegida.
Lo extraordinario es que nada de eso parece hacerle mella. Ayaan
Hirsi Ali, a juzgar por este cuarto libro, prosigue, vacunada contra el
desaliento, ejerciendo lo que llama “el poder de la blasfemia”, su
campaña contra el fanatismo y la estupidez que envilecen nuestro tiempo y
lo llenan de cadáveres, convencida de que la sensatez y la razón
terminarán por imponerse a la irracionalidad y el espíritu de la tribu.
Dos veces en mi vida he tenido ocasión de oírla hablar. La primera en
Holanda y, la segunda, varios años después, en Washington. En ambos
casos la oí exponer sus tesis con una solvencia intelectual de gran
empaque y, a la vez, con una suavidad y una elegancia que daban todavía
más fuerza persuasiva a aquello que decía. Y, en ambos, pensé lo mismo:
qué extraordinario que sea una somalí, educada en Arabia Saudí y en
Kenia, capaz de romper con el oscurantismo y la barbarie que quisieron
imponerle, quien defienda con tanta convicción y tanto fuego la cultura
de la libertad, la mejor contribución de Occidente al mundo, ante unos
auditorios de occidentales apáticos y escépticos, que ignoran lo
privilegiados que son y el tesoro que poseen, y que tenga que ser Ayaan
Hirsi Ali, después de pasar por el infierno, quien venga a recordárselo.
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© Mario Vargas Llosa, 2015
© Mario Vargas Llosa, 2015
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