ANGEL OROPEZA
EL NACIONAL
Pocas cosas son tan evidentes de
la decadencia de la autoridad como el intento de sustituir a esta
última por los gritos y las amenazas. Un buen padre no necesita amenazar
a sus hijos, si está seguro de su autoridad y de contar con su respeto
y afecto. Uno sabe cuándo un gobierno es débil, en la medida que
incrementa la represión sobre los ciudadanos, y hace de la intimidación y
el miedo su última esperanza de control social.
Esta
recurrencia a la amenaza produce, ciertamente, efectos en algunos
sectores de la población, quienes sienten acrecentar su desesperanza y
creen, erróneamente, que los ladridos son evidencia de fortaleza. Hay
que recordar que los perros también ladran por miedo.
La
represión y la amenaza son los últimos extremos de la cadena de control
social. Cuando se recurre a ellos es porque ninguno de los mecanismos
que usualmente se usan en democracia –basados en la obediencia
voluntaria y en la “autoritas” de los gobernantes– funcionan. Ante la
carencia de estos últimos, la única opción para obtener acatamiento es
el uso de la fuerza y el miedo.
De
un tiempo a esta parte, cada vez que el madurocabellismo abre la boca
lo hace para amenazar. La otrora exitosa seducción chavista ha devenido
en un decadente rosario de bravatas cuartelarias, que imploran provocar
miedo y desmovilización. La última semana ha sido particularmente
gráfica en este aspecto: desde los anuncios de Maduro de que ahora sí se
va a radicalizar, y que todo el que “conspire” (lo que se traduce por
“piense distinto”) irá a la cárcel, hasta la pretensión inconstitucional
de Cabello de eliminar la elección popular de los diputados al
Parlatino, simplemente porque los números le auguran una estrepitosa
derrota. Todo esto acompañado, por supuesto, por persecución y ataques
violentos de sectores armados a actividades políticas y de movilización
popular de militantes y dirigentes de la alternativa democrática, y por
mensajes de desesperanza y amenaza dirigidos al resto de la población.
La
recurrencia a la represión y la violencia como mecanismo de control de
la ciudadanía es un rasgo distintivo que evidencia lo que llama Fernando
Mires la fase de declive del fascismo como modalidad de dominación. En
esta etapa terminal –o fase del “gansterismo político” como lo denomina
el filósofo chileno– los gobernantes acuden a la violación metódica y
continua de la Constitución con el objetivo de fortalecer su poder y sus
privilegios. Es el caso de nuestro país, donde –de nuevo citando a
Mires– la política ha vuelto bajo el madurocabellismo a su condición
primitiva: la del imperio de la fuerza bruta.
Ahora
bien, el hecho que el madurocabellismo haya entrado en su fase de
declive no significa que pueda predecirse su fin, ni siquiera que no
pueda mantenerse artificialmente en el tiempo a pesar de su estado
agónico. El calificativo “terminal” no hace referencia a una realidad
cronológica sino a una condición situacional, asociada con el desgaste
de la autoridad, la declinación de los apoyos populares, y el ocaso de
la emoción que caracterizaba los inicios del actual modelo político.
La
pregunta es, entonces, ¿qué hay que hacer? Las condiciones históricas
indican que esto va a cambiar, pero no cambia solo y la dirección del
cambio no está determinada. Ni cuándo. Por tanto, lo que hay que hacer
en esta fase terminal es reforzar y acelerar el trabajo de la
micropolítica, esa que nos debe llevar, donde quiera que estemos y nos
movamos, a asumir la tarea de ayudar a transformar el enorme descontento
social que hoy existe en fuerza política. Sin ese transitar por el
arduo camino de la organización popular no hay cambio posible. Hay que
ser inteligentes, perseverantes y sobre todo no errar el objetivo. Ello
pasa, por ejemplo, por no prestarse al juego del gobierno y caer en la
estupidez de torpedear la necesaria unidad de los factores de oposición.
El costo de tal error puede ser tan caro, que se convierta en el
oxígeno que tanto necesita un gobierno en fase terminal.
@angeloropeza182
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