IBSEN MARTINEZ
El mexicano Gabriel Zaid, al discurrir sobre el papel de los intelectuales en “la región más transparente”,
brindó una definición: intelectual influyente es aquel que opina
periódicamente sobre asuntos de interés público —en especial, de
política económica— y es atendido por las élites. Si no le hacen caso
los poderosos, observa Zaid, nuestro hombre no es más que un
inconducente opinador, un cantamañanas de página editorial: un inane
profeta, un tertuliano.
La verdad, no abunda en América Latina el tipo de intelectual público
que ejerza discernible influencia en la toma de decisiones por quienes
tienen la sartén cogida por el mango, y menos en lo que atañe a
políticas económicas, aunque muchos columnistas, analistas televisivos
de horario matutino y, en general, oficiantes de lo que Mario Vargas
Llosa llamó “civilización del espectáculo”, se solacen pensando lo contrario.
Sin embargo, se ha registrado el caso, único hasta donde alcanzo a
ver, de un distinguido estudioso de la economía latinoamericana, autor
de muy sesudos libros, que no sólo fue elegido presidente de su país,
sino que ejerció el cargo estupendamente: el brasileño Fernando Henrique
Cardoso (Río de Janeiro, 1931), cuya obra, digamos juvenil, fue
copiosamente citada por centenares de sus pares a todo lo largo y ancho
de América Latina durante los años setenta y hasta bien entrados los
ochenta del siglo pasado.
La nuez de sus ideas de entonces es quizá la única indiscutible contribución latinoamericana al pensamiento económico moderno: la celebérrima teoría de la dependencia económica.
Pese a las retractaciones del doctor Cardoso, esta ha tenido un
duradero efecto de explicación de nuestras insuficiencias políticas,
sociales y económicas. En su versión canónica, la teoría de la
dependencia pone énfasis en los desequilibrios entre el centro (los
países desarrollados) y la periferia (nosotros) y en los desiguales
términos de intercambio entre ambas regiones. Resulta,
comprensiblemente, una teoría en extremo atractiva que pronto se hizo
muy popular entre muchos escritores, legos en economía pero
comprometidos con la región, desde Julio Cortázar, en los años setenta,
hasta el colombiano William Ospina, en nuestros días.
Llegar a ser presidente de Brasil puede resultar una experiencia
aleccionadora hasta para el profesor de posgrado más inflexiblemente
dogmático: cada hemisferio de su yo debe sentirse proverbialmente
solitario en la cúspide del poder, pero ¿cuál de los dos buscará la
reelección?
Hoy, el expresidente Cardoso es aún festejado en el Foro Económico
de Davos por el tino con que supo, en los años noventa, darle
eficiencia y rostro humano a profundas reformas macroeconómicas, atentas
a desarrollar una economía de mercado, reformas que habían fracasado
más o menos estrepitosamente en otros países sudamericanos.
Ciertamente, Cardoso no suscribe ya las martingalas antiimperialistas
que como scholar [investigador] propugnó vivamente durante su exilio en
Caracas. Es algo que habla mucho y bien de su probidad intelectual,
pero sus ideas de hace 40 años aún recorren el continente como algo
mucho más tangible que un fantasma: la teoría de la dependencia
neocolonial se ha corporeizado en la ola neopopulista que azota a
Iberoamérica.
Y su mitología —toda teoría arrastra la suya— tuvo superlativo
rapsoda en el uruguayo Eduardo Galeano [falleció el 13 de abril a los 74
años], autor de un libro diabólicamente persuasivo y soberbiamente bien
escrito: Las venas abiertas de América Latina. Autodidacta
eminente, el interés de Galeano por la historia económica y su fervor de
izquierdas lo llevaron, a fines de los años sesenta, tiempo de
guerrilleros tupamaros y militares torturadores, a escribir una
deslumbrante vulgata guevarista de historia general de las Indias que
dio forma a la imaginación económica de todo un continente. Chávez, tan
dado a hiperbólicos dislates, dijo alguna vez de Galeano que era “el Bartolomé de las Casas de la economía latinoamericana”.
Desde su aparición en 1971, una florescencia de leyendas urbanas
testimonia el estatuto de libro sagrado que le otorgó la izquierda
latinoamericana. Un relato, por ejemplo, quiere que una tarde de
aquellos años, una joven estudiante de ciencias sociales colombiana,
mientras lee fragmentos del libro a su novio, sentados ambos en la
trasera de un autobús durante un atasco de tráfico, experimente de
súbito un rapto que la lleve a ponerse de pie y leer en voz alta y
delirante párrafos incendiarios en obsequio de un auditorio de perplejos
lumpemproletarios bogotanos. Su voz alcanza a escucharse en las aceras,
en otros colectivos atascados, la gente baja de ellos, se agolpa en
torno al primer bus para recibir la pentecostal palabra de Galeano…
Ahora bien, ¿qué clase de libro de historia de economía es este cuyos
primeros párrafos destilan misticismo moral, rabioso, puro y duro? “La
división internacional del trabajo —catequiza Galeano— consiste en que
unos países se especializan en ganar y otros en perder. Nuestra comarca
del mundo se especializó en perder desde los remotos tiempos en que los
europeos del Renacimiento se abalanzaron a través del mar y le hundieron
los dientes en la garganta”.
En un epílogo del autor, escrito en 1977, se lee que se trata de una “historia del pillaje”,
escrita para ilustración de las mayorías y que su interés mayor son los
mecanismos del saqueo imperial. Deslumbrante modelo de agitación y
propaganda, el libro degrada, sin embargo, a fuerza de efectistas
sobresimplificaciones sobre nuestras sociedades a medio hornear, la
misma teoría que se propone ilustrar.
Galeano concluía por entonces que “no hay más camino para nuestro continente que la violencia”,
algo que no estuvo nunca en la cabeza de Cardoso. Por todo ello, la
pregunta persiste: ¿de dónde emana la fascinación que este libro
colérico ha ejercido durante décadas en tantas e influyentes mentes
latinoamericanas?
Creo haber dado con una respuesta en un ensayo del británico Tony Judt: “La
atracción que unas u otras versiones del marxismo ejercen en
intelectuales y políticos extremistas latinoamericanos, por ejemplo, o
en Oriente Próximo, nunca se ha desvanecido: en la medida en que aún
pasa como relato convincente de la experiencia local, el marxismo
retiene en tales sitios mucho del encanto que obra en los
antiglobalizadores del resto del planeta”. “Estos ven en las
tensiones e insuficiencias de la economía capitalista de hoy
precisamente las mismas injusticias y oportunidades que llevaron a
observadores de la primera globalización económica, allá por 1890, a
aplicar la crítica de Marx al capitalismo para mejor teorizar de nuevo
sobre el imperialismo”. Y añade: “Como nadie más parece ofrecer una
estrategia convincente para rectificar las desigualdades del capitalismo
moderno, el campo ha quedado libre para quien ofrezca un relato que
sea, a la vez, prolijo e iracundo”.
La prolija y mendaz iracundia de Las venas abiertas de América Latina es el ejemplo perfecto.
Ibsen Martínez es escritor.
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