ELSA CARDOZO
Soberanía, idea peligrosa tal y como se nos muestra en estos
días a los venezolanos. En nombre suyo se descalifica, ofende y, si es
posible, se criminaliza a quien dentro o fuera de Venezuela ose comentar
siquiera el descalabro provocado por un ejercicio del poder cada vez
más concentrado en preservarse y menos interesado en el país y su gente.
Para
constatar lo anacrónica y destructiva que es esta manera de entender la
soberanía no hace falta volver la mirada a los clásicos; basta asomarse
al vecindario. Por ejemplo, Enrique Peña Nieto, Dilma Rousseff y
Michelle Bachelet encaran situaciones complicadas que han mermado
seriamente sus apoyos, reducido su margen de maniobra y aumentado las
tensiones políticas frenando, según el caso, sus planes de inicio o
reinicio de mandato. Ninguno de los tres alienta la polarización entre
los suyos y los otros, ni cultiva la tesis del cerco externo. Cada uno
procura cuidar las alianzas, dar señales de que escucha los reclamos (no
sobra decir que indispensablemente los de sus opositores) y dejar fluir
la institucionalidad. Seguramente no terminarán sus mandatos como
habían planeado, y para eso habrá opciones ciertas de alternancia.
¿Y
qué tiene que ver eso con el respeto a la soberanía? Mucho, todo,
aunque por aquí se nos diga que hacer respetar la soberanía venezolana
equivale a que el gobierno se encargue de defender la patria de los
enemigos externos y sus aliados internos (como se lee en la motivación
de la más reciente Ley Habilitante). Argumento perverso que fue llevado a
la práctica extrema por la ola regional más reciente de regímenes
autoritarios y por la revolución cubana, cada cual con sus particulares
planes de refundación y sus doctrinas de seguridad nacional. El caso es
que lo esencial de la soberanía se cultiva y se pierde dentro de los
países.
Los
presidentes lo son, en democracia, porque reciben un mandato a través
de elecciones en el marco de un pacto constitucional y unas leyes. El
ejercicio democrático interior y exterior de tal mandato, en beneficio
de la soberanía, está sujeto a controles dentro y fuera del país,
largamente negociados hasta ser acordados; no es una carta blanca frente
a los ciudadanos que con su voto eligen al gobierno, ni lo es tampoco
frente a otras sociedades.
Es en este sentido que nuestra
soberanía está siendo irrespetada, no por el más de un centenar de
declaraciones de preocupación por la democracia, los derechos humanos,
el Estado de Derecho y el declive socioeconómico y de la seguridad
ciudadana en Venezuela. Es irrespetada cuando desde el gobierno no hay
respuestas sustantivas ni mucho menos rectificación, sino
desconocimiento de compromisos, sordera, desdén y descalificación, según
de qué y de quiénes se trate.
Es momento de no dejarse distraer,
de seguir llamando la atención sobre lo esencial en lo que literalmente
se nos va la vida a los venezolanos. Por eso es más que necesario
agradecer los francos diagnósticos, las expresiones de preocupación y
las propuestas de tantas organizaciones no gubernamentales e instancias
internacionales, parlamentos, autoridades nacionales de diverso nivel de
otros países, personalidades de variados ámbitos y, sin duda, a los
expresidentes tan consecuentes en su práctica democrática, como, entre
otros, Oscar Arias, Felipe González, Ricardo Lagos y Fernando Henrique
Cardoso. Lo que están haciendo todos, ni más ni menos, es un llamado al
respeto de nuestra soberanía.
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