ALBERTO BARRERA TYSZKA
“Yo soy mi doble”.
Sarah Bernhardt
La
tarde estaba casi a oscuras. Un calor espeso colgaba debajo de las
nubes. El Alto Mando Político de la Revolución se encontraba reunido en
el Palacio. El ambiente era agitado y confuso. Parecían muchachos
intercambiando viejas barajitas de beisbol.
—¿Y si denunciamos un magnicidio? –preguntó uno.
—¿Otro más?
—Acabamos de jugarnos esa carta. Tampoco hay que abusar.
—¿Y si volvemos con lo de la guerra económica?
—No lo sé –acotó otro–. Las encuestas señalan que ese cuento no funciona.
—¿Cuáles encuestas? –preguntó un gordito, en un amague de indignación ideológica.
—¡Todas! ¡Incluso las que inventamos nosotros!
Por
un instante se coló un silencio incómodo. Algunos bajaron la mirada
hacia el suelo. Como si buscaran una idea en sus zapatos.
—¿La invasión del imperio? –la mujer de anteojos negros, apuró la pregunta a media voz.
—Coño, no… –sentenció uno que iba de uniforme–. ¡La gente todavía está haciendo chistes con lo de las maniobras!
—Además
–añadió otro, con cierto resentimiento–, ahora que Fidel y Raúl andan
de pipí agarrado con los gringos, ¿vamos a salir a poner la cómica otra
vez y a decir que nos quieren invadir?
Nuevamente, el silencio. Ni siquiera el rumor de un zancudo.
—¿Qué haría el Comandante si estuviera ahora con nosotros?
Más silencio.
Al
mismo tiempo, en una oficina cercana, se producía otra conversación,
también ríspida, tensa. Un funcionario trataba de tranquilizar a Jairo
Valbuena, pero el hombre fornido, nacido en Caseteja, no se calmaba, ya
estaba harto de esperar. Llevaba tres días aguardando que le pagaran.
—Ni siquiera puedo salir a la calle, vea –mascullaba, abriendo los brazos.
Y
tenía razón. Cualquiera podía identificarlo. Valbuena era un
profesional serio. Desde el año 1994 estaba inscrito en el sindicato
internacional de dobles y jamás había tenido una experiencia parecida.
—Me
dijeron que me iban a poner en una suite y luego me metieron a
compartir un cuarto con un escolta –decía–. Me aseguraron –alzaba la
voz, cada vez más exaltado– que no iba a tener que hablar y, luego,
resulta que me encuentro con este sujeto en el pasillo. ¿Qué iba a
hacer? El tipo me suelta unas parrafadas en guachi guachi y, como yo no
entiendo inglés, le dije “yes” a todo. Y también le dije que en Cúcuta
estábamos a la orden para lo que fuera… Y entonces ahora ustedes están
molestos y no me quieren pagar lo que me deben. ¿Cómo así?
El
funcionario no sabía de qué manera contenerlo. Le pidió paciencia. Le
aseguró que el Alto Mando Político de la Revolución estaba discutiendo
su caso.
—Yo creo que hay que meter miedo –afirmó el más bajito, juntando las manos.
—Hay
que caerles con todo –agregó el calvo, sonriendo de medio lado–. Hay
que asustarlos, amenazarlos. Que piensen que estamos locos, que somos
capaces de cualquier cosa.
—¡Eso es! Hay que demostrar que estamos más radicales. Hay que quitarles cualquier esperanza, dejarlos mareaditos.
Todos se miraron y comenzaron a asentir. Parecían un coro, masticando una pausa.
—Tienes que ponerte duro –dijo uno–. Tienes que cazar cualquier pelea.
—Tienes
que repetir que no importa que te llamen dictador –dijo otro–. Eso es
bueno. Para que todos vayan entendiendo que aquí la democracia está
prohibida.
—Es correcto. Esa es la gran tarea de la revolución ahora: desmoralizar a la gente.
—Que se achanten.
—Que ni de vaina vayan a votar.
Fue
entonces cuando, de pronto, sonaron dos golpes secos y todos voltearon.
La puerta se abrió y apareció, serio, ceñudo, Jairo Valbuena. Varios
miraron de lado y lado, alternativamente. Como si dudaran. Como si no
pudieran distinguir quién era el doble y quién era el original.
Esperaron que alguno de los dos hablara.
—Yo puedo decir lo que quieran. No importa. Lo que importa es el billete. Lo que importa son los dólares.
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